martes, 31 de agosto de 2010

Cartografías de verano. JUAN PASQUAU O UN TRATADO DE JAÉN




LAS MIRADAS DE PASQUAU

Juan Pasquau es uno de los mejores y más originales escritores jiennenses del siglo XX, que, al modo de los más grandes escritores occidentales, convirtió el artículo de prensa en un bisturí desde el que aproximarse a la compleja realidad del hombre sin renunciar a la esencial belleza de toda palabra literaria. Y así, sus artículos se convierten en pequeñas piezas literarias, en breves ensayos henchidos de líricas aspiraciones. Fue, Juan Pasquau, un hombre tenaz –lo son todos los que intentan desvelar los misterios de la existencia– que a lo largo de cientos de artículos periodísticos construyó una red de filosofías, todas ellas tan acertadas que siguen estando vigentes si no como programa sí como interrogante que aún se dirige a nuestro centro vital; y digo que construyó Juan Pasquau una red de filosofías y no una filosofía, porque el pensamiento del ubetense es heterogéneo, rico, múltiple, de tal modo que no hay faceta de la vida sobre la que –con el gesto amoroso de la abeja que se posa sobre la amapola– no hiciera pasear su mirada, no adentrarse la lanza de su agudo pensamiento para intentar desmadejar lo tantas veces inexplicable.

Esta riqueza de miradas, esta variedad de miradas, nos permite obtener de Juan Pasquau una filosofía sobre Dios –la teología de Pasquau es de urgente reivindicación, por su intimismo y claridad–, una filosofía sobre el hombre, una filosofía sobre la sociedad, una filosofía sobre la familia, una filosofía sobre su Úbeda –y es tan intensa su reflexión sobre Úbeda, que sin conocerla no puede comprenderse ya la ciudad que lo vio nacer–, una filosofía sobre las tradiciones... y una filosofía sobre Jaén. Pero esta pluralidad de miradas, estas muchas maneras de mirar, este posar los ojos sobre muchas realidades, libra a Juan Pasquau del estigma de los inquisidores; no significa esto que no tenga Juan Pasquau un puñado de ideas constituyentes de su visión, de sus visiones, del mundo, pero sí implica una generosidad espiritual tal que uno, al leer a Juan Pasquau, tiene la certeza de no estar ante una obra que pontifica sino delante de una obra que dialoga, que zarandea nuestras seguridades con una fina, finísima, sugerencia de que siempre podemos estar equivocados. Por eso, el creyente Juan Pasquau no parece un hombre de púlpito sino un hombre de plazas y campos, tan franciscano.

UNA TIERRA PARA EL YO

Aunque muchos de sus artículos aparecieron publicados en la prensa provincial –IDEAL es buen ejemplo de la aportación literaria y filosófica de Juan Pasquau–, diarios de tanto prestigio como ABC contaron durante largos años en la nómina de sus colaboradores con Juan Pasquau. Esto hizo posible que tantas y tantas reflexiones de Pasquau sobre su tierra natal, Jaén, no quedaran circunscritas a la prensa más del terruño sino que rebasaran nuestras fronteras dando a conocer los valores de Jaén al conjunto de los españoles. Porque Juan Pasquau estaba convencido, plenamente convencido, de que Jaén era una tierra de valores, y así lo dejó expresado en el prólogo de un libro de José Chamorro Lozano, cuando decía que «Jaén nunca estuvo en el escaparate, sino más bien en la trastienda. Sus méritos espirituales, artísticos, históricos, económicos, rara vez fueron exhibidos. En parte, por el recato natural de nuestra provincia, pero, más recientemente, también a causa de la inversión de valores operada en el tiempo.» Y frente a esa inversión de los valores que, poniendo en almoneda lo íntimo e interno de los hombres, deshumaniza la humanidad del ser humano y sustituye los valores constituyentes de su condición –y el primer valor derrocado ha sido el valor de la interrogación, que es fuente de toda sabiduría y todo conocimiento: el hombre ha dejado de ser un animal que se pregunta–, Juan Pasquau construye y alimenta un tratado de Jaén en el que resalta su condición de paraíso para lo específicamente humano. En Jaén, el hombre puede detener la vorágine estúpida del tiempo de la modernidad y puede mirar hacia sus pozos internos, hacia sus fondos íntimos, y puede volver a interrogarse, reanudando la larga marcha, el camino sin fin, hacia la búsqueda de qué sea lo humano. Jaén, así, se ofrecería como refugio y trinchera contra la deshumanización, porque tal y como señala Simone Weil «No poseemos nada en el mundo –pues el azar puede quitárnoslo todo– sino el poder decir “yo”.» Y Juan Pasquau supo adentrarse tan lúcida y sosegadamente en los entresijos de Jaén que descubrió que sigue siendo uno de los pocos lugares en los que es posible decir yo.

LO ESTÉTICO Y LO TRASCENDENTE

En 1980, poco después de la muerte de Juan Pasquau, el Instituto de Estudios Giennenses recopilaba sus artículos sobre nuestra tierra en un libro de urgente reedición titulado “Temas de Jaén”. En él, más de ochenta artículos nos permiten aproximarnos al pensamiento jiennense de Juan Pasquau. No están recogidos todos los artículos dedicados por Juan Pasquau a Jaén, pero los que hay son de tal fuerza literaria y tan profunda capacidad de pensamiento y evocación, que son suficientes para esbozar qué sentía Juan Pasquau por Jaén y cómo entendía a éste territorio fronterizo, quizá con un poco de misterio, quizá como una mística de elevación hacia lo divino, quizá como un paseo entre olivos que fortalece el ánimo.

Por estos artículos aparecen muchos pueblos de Jaén –la capital, Linares, Andujar, Cazorla, Quesada, Ibros, Alcalá la Real, Mengíbar, Úbeda por supuesto, Martos, Baeza...–; hombres aquí nacidos o que aquí dejaron su impronta imperecedera –Andrés Segovia, Zabaleta, Vandelvira, Antonio Machado, Gallego Díaz, Fernández Almagro o, siempre, San Juan de la Cruz–; el cuerpo insepulto del obispo Suárez de la Fuente del Sauce, los niños vestidos de morado en la procesión de Jesús, el Viernes Santo de Úbeda, el «Descenso» de la Virgen a Jaén, los romanos del Cristo de la Humildad de Úbeda...; los cortijos y las serranías de Cazarla y Mágina que se divisan desde la habitación en la que escribía; los madrugones de los aceituneros y el esparto y la cerámica; y los infinitos campos de olivares marcados por la visión machadiana, siempre tan tristes, tan cansados, tan pensativos, tan viejos... La mirada es minuciosa y delicada, porque minucioso y delicado es el tejido existencial que Juan Pasquau descubre en Jaén, cuya variedad de paisajes unifica una visión de Jaén hecha de estética y trascendencia. Y estos dos conceptos son esenciales para comprender la filosofía de Pasquau sobre Jaén, que es un territorio hermoso –«todo en él es veraz, luminoso»–, pero también un territorio hecho para colmar la sed que tiene el hombre pues carece de frivolidades, de énfasis.

En esta tierra, Juan Pasquau descubre una intensa belleza que se disimula, pudorosa, porque sabe que lo que vale no es tanto lo que se enseña, el perfil de lo de fuera, como lo que se esconde, el perfil del espíritu. «En los pueblos ricos de geografía e historia es más fácil al espíritu encontrar agua propia, agua de su pozo», escribía en ABC el 20 de septiembre de 1963, y ese pensamiento realizado en Cazorla sirve para el conjunto de Jaén, que sería para el Cronista de Úbeda una tierra que facilita al espíritu de cada uno la búsqueda de sus veneros, puros e incontaminados de aderezos y postizos externos. Y, pensando en Úbeda, decía que era una ciudad pero «a la medida del hombre»; esto también puede predicarse de toda Jaén, que sería una tierra en la que todavía el hombre descubre que las medidas son abarcables, que no lo sojuzgan ni lo difuminan, porque el paisaje y los pueblos giennenses ensanchan un espacio moral lo suficientemente amplio como para que las personas que aquí nacemos y las que aquí llegan respiremos sin riesgo de asfixia espiritual. Antes al contrario, Jaén agranda con ventoleras de aire limpio –aire venido de la tierra húmeda y las alturas infinitas– los pulmones del alma humana. Y es que al leer los artículos de Juan Pasquau sobre Jaén, entendemos que Jaén sirve –que Jaén es necesario– para perfilar, para acrecentar el perfil espiritual del hombre postmoderno, herido de deshumanizaciones.

Juan Pasquau convierte a Jaén en una esperanza –una última esperanza– para la rehumanización del hombre... ¿Será por esto que nos cuesta tanto mirar el mundo, mirar Jaén, desde las miradas de Juan Pasquau?

(Publicado en IDEAL el 21 de agosto de 2010)

lunes, 30 de agosto de 2010

COSAS QUE NUNCA SERÉ




Siempre pensamos en cosas que no seremos en la vida bien porque nos parecen demasiado grandes y demasiado fuera al alcance de nuestra mano, bien porque nos parecen demasiado terribles. El común de los mortales tenemos claro que nunca tendremos un premio Nobel, que nunca seremos secretarios generales de la ONU o que nunca seríamos amigos de Josu Ternera o de Bin Laden y, por supuesto, que nunca formaríamos parte de un grupo terrorista. Y sin embargo, hay cosas mucho más cercanas a nosotros, más tangibles, mucho más potencialmente reales, que son las que tendríamos que tener claro si aceptaríamos o no llegado el momento. Lo pensaba la semana pasada viendo un reportaje sobre unos tipos que se tatuaban el cuerpo entero, y gritaban cada vez que les clavaban las agujas, entendí que eso de tatuarme es una de las cosas que nunca haré la vida. Mayormente porque sólo de pensar en las agujas clavándoseme en la piel me dan escalofríos. Hay otras dos cosas que no es que no haré sino que no seré: la primera cosa que nunca seré es concejal del Ayuntamiento de Úbeda (diez años y pico como funcionario me han ayudado a desencantarme absoluta y radicalmente de la política, que a estas alturas es sólo para mí una necesidad similar a la defecar: algo estrictamente necesario, pero repugnante, por lo que creo que hay que tener bastantes pocos escrúpulos para acercarse a ella); la segunda Pregonero de la Feria de San Miguel.

Por ahora, no he podido definir más cosas que no seré o que no haré, pero esas tres cosas quedan descartadas de mi horizonte vital, y pensar así no deja de ser un juego interesante, porque te ayuda a bucear en tu interior descubriendo motivos, intereses y argumentos vitales. Pensando en lo que nunca serás, deshojas las margaritas de tu futuro. ¿Qué cosas no harías tú?, ¿qué cosas no serías tú? ¿Te lo has preguntado alguna vez?

sábado, 28 de agosto de 2010

PETO'S & MANANA: LA BODA MÁS ESPERADA



Susana nació un poco antes, acompañada por su hermana Lola. La comadrona le dijo a su madre que había tenido dos hijas, que una no sabía que sería en la vida, pero que la otra sería «la novia del Peto’s». Y su madre debía mirar a la comadrona pensando que estaba loca.

Más o menos lo mismo tuvo que pensar Lina cuando dio a luz al Peto’s, unas semanas después, y la misma comadrona le dijo: «Ha tenido usted al novio de La Manana; de la Manana Susana, no de la otra, así que esté usted atenta para que no se confunda cuando llegue el momento».

El momento, claro, llegó, porque las comadronas suelen tener un ojo clínico muy certero y no se equivocan nunca. Y el Peto’s y la Manana se pusieron novios, que era para lo que el destino les había hecho nacer, para ser el uno novio de la otra y la otra novia del uno. Y novios han estado años y años y años. El soñaba tanto con el día de su boda, que cada año, para el campamento, ponía en la camiseta de los monitores un langostino, heraldo de los muchos que esta tarde nos vamosa comer (bueno, el Parri no, que es alérgico). Años y años, hasta que ha llegado este fresquito sábado de agosto en el que han decidido darse el síquiero en el Ayuntamiento. Lo cual debe ser motivo de alegría tanto para la comadrona que ya lo pronosticó como para todos los amigos que esta tarde estaremos allí, comprobando que se casan de verdad y que por fin pasan a ser marido y mujer o, como diría la Bibiana, cónyuge 1 y cónyuge 2.

Y el caso es que muchos hoy estamos felices porque ellos están felices y porque siempre es bonito que dos amigos a los que se quiere acaben casándose, que es una forma ordenada de hacerse viejos en la alegría. Por cierto, si esta tarde va la comadrona a la boda le preguntaremos si los primero serán dos petitos o dos mananitas... A la espera de esa sorpresa, gritemos ¡QUÉ VIVAN LOS NOVIOS!

viernes, 27 de agosto de 2010

EL SUEÑO ESPAÑOL




La televisión y los personajes de algunas de nuestras novelas favoritas nos hablan del «sueño americano» y a nosotros nos han hecho creer que también es posible un «sueño español»; nos dijeron que el esfuerzo, la educación, el sacrificio de nuestras familias, nos serviría para ascender en la escala social, para mejorar, como si cada uno de nosotros llevásemos dentro al hijo de un emigrante que estudia en Harvard y termina en la Casa Blanca. Pero en España, esto, no es posible.

Un informe de los sociólogos Ildefonso Marqués y Manuel Herrera, publicado por el CIS, demuestra que el ascenso social está paralizado en España desde el final de la dictadura franquista. Aquí, el que nace niño de papá muere niño de papá y padre de niño de papá, y el que nace hijo de trabajador muere hijo de trabajador –si acaso se le permite subir un escaloncito más– y padre de hijo de trabajador hipotecado. Sin duda, la implantación de un sistema educativo que produce masivamente analfabetos tiene mucho que ver con este asunto, por lo que las clases altas –que burlan las estupideces de la LOGSE en centros educativos de elite– han podido delimitar con absoluta precisión su espacio social, sus urbanizaciones, los puestos reservados para sus cachorros, sin temor a que cohortes bien educadas de las clases inferiores pusiesen en peligro su «modus vivendi». El que el hijo de un portero de Madrid ocupe, casi milagrosamente, un puesto directivo en alguna gran empresa, es la excepción que confirma la regla.

El sistema social español es impermeable también porque la mentalidad del empresariado –la mentalidad de cualquier «jefecillo», no sólo empresarios– está más influida por modelos asiáticos que por el americano o el alemán, o no hablemos por esos modelos de civilización superior que son los países nórdicos. Aquí, los salarios altos o los incentivos al trabajo bien hecho y a la implicación del trabajador en el proyecto de la empresa, no están bien vistos; antes al contrario, se apuesta por la política del látigo, por los salarios «mileuristas», por la eterna condición de becario o precario, por las jornadas interminables, por despedir a las mujeres cuando se quedan embarazadas o cuando tienen que amamantar a sus hijos. Aquí, el lema en materia de personal es el de «esto es lo que hay y si no, a la puta calle», y ya les digo que la practican tanto los devotos empresarios votantes del PP como los progresistas concejales del PSOE. No es una cuestión de ideologías, que no existen ya: es una cuestión de carácter. Y el carácter español ha avanzado muy poco desde los tiempos de Romanones y desde aquellos señoritos del «comed República».

Desde esta concepción de las relaciones laborales –acrecentada por la reforma de ZP– es imposible abrir brechas en los espacios acotados por las clases altas. Dan igual, así, el esfuerzo, la capacidad de sacrificio o lo qué sea, y alguien, con un brillante expediente universitario, puede acabar condenado a malvivir toda su vida, devorados sus impulsos juveniles y las esperanzas de su familia por la cruda realidad de este claustrofóbico país de bufones.

¿Sueño español? No existe. Es una falacia. Los que somos padres, si de verdad somos responsables y queremos a nuestros hijos, deberíamos esforzarnos para formarlos en idiomas y tecnologías, para que en cuanto tengan la oportunidad huyan de aquí. Huir es el único sueño para los españoles del siglo XXI que no se resignen a confiar su vida al milagro de la lotería o del cupón, que son el verdadero paradigma del sueño patrio. Pobre país.

(Publicado en IDEAL el 26 de agosto de 2010)

jueves, 26 de agosto de 2010

Cartografías de verano. JAÉN SEGÚN MACHADO




EL REFUGIO GIENNENSE

Para Antonio Machado, arribar en Baeza allá por el otoño de 1912, fue una especie de salvación. Salvación física, sin duda, y probablemente también salvación espiritual, que vino impulsada por el éxito de Campos de Castilla. El mismo reconoce en una carta a Juan Ramón Jiménez que después del calvario padecido por la muerte de su mujer «había pensado pegarse un tiro», y que si no lo hizo fue porque el éxito del libro lo convenció de que no tenía derecho a aniquilar la fuerza útil que había dentro él. Y en ese estado de ánimo, abatido internamente, desolado, Baeza se convierte en un refugio de soledades desde el que repensar su vida y su obra, adentrándose definitivamente en la senda de la filosofía.

Siete años permaneció el bueno de don Antonio recluido en la atalaya baezana, aparentemente lejos de la vida social y cultural que bullía en el Ateneo madrileño, pero cerca de los grandes acontecimientos históricos que se ventilaban gracias a su abundante correspondencia con algunas de las más preclaras mentes del momento. Siete años de estancia en tierras de Jaén que le permitieron acercarse, conocer y descubrir la sosegada belleza de este pedazo de la Alta Andalucía y, también, enrabiarse con su turbia realidad social y espiritual. Esa distinción entre lo moral y lo natural está presente en las distintas maneras que Antonio Machado tiene para describir su particular geografía jiennense.

Mucho se ha contado la terrible impresión que el poeta tuvo cuando su tren llegó a la Estación de Linares-Baeza y pensó que aquel conjunto de casas, gris y apartado de toda belleza, era su destino como profesor. Tal vez aquella impresión no acabó nunca de írsele del fondo del alma, y su visión de la realidad de Jaén quedó marcada por esa primera visión tras el viaje que lo traía desde la desgarradora pérdida de Leonor hasta la reclusión en un mundo apartado de toda corriente cultural. Porque en varias cartas –en una dirigida a su amigo José María Palacio, de las primeras que escribe en Baeza, a finales de 1912; en otra dirigida a su admirado Miguel de Unamuno, ya en el verano de 1913– muestra una visión desolada de la realidad baezana y, por extensión, de toda la comarca, que llegaría a conocer bien, y de toda la provincia. “Esta es una tierra casi analfabeta”, le dice a Palacio, reconociendo después que al menos “la gente es buena, hospitalaria y amable”. Pero ese reconocimiento delas virtudes de los baezanos, no le impiden ver su atrofia espiritual, que nos le impide ver más allá de la política y del juego: “inquietudes espirituales, no existen; afán de cultura, tampoco”, y todo ello le lleva a afirmar que pese a que esta tierra tiene una riqueza desconocida en Soria, en su amada Soria, la pequeña ciudad castellana le gana a las tierras jiennenses en superioridad moral. Este terrible juicio sobre nuestra realidad lo repetiría, extendido, a Unamuno, al que le confiesa que no le faltan motivos para amar esta tierra en la que nació –ya entonces debía el poeta estar ganado por la inexcusable belleza del «campo» de Baeza– pero reconociendo la superioridad espiritual de las pobres tierras del Alto Duero. Al rector de Salamanca le confiesa que pese al importante tejido educativo de la ciudad, la inmensa mayoría de la población no sabe leer ni escribir y que en la única librería del pueblo sólo se venden “tarjetas postales, devocionarios y periódicos clericales y pornográficos”; que pese a ser esta de la Loma la comarca más rica de Jaén, Baeza está “poblada de mendigos y señoritos arruinados en la ruleta”; que es una ciudad levítica en la que no hay ni un gramo de religiosidad pese que “hasta los mendigos son hermanos de alguna cofradía”. En definitiva, una “población rural encanallada por la Iglesia y completamente huera”, de la que sólo salva, con su piadosa mirada sobre los humildes, “al hombre del campo que trabaja y sufre resignado”. Que con este punto de partida, Antonio Machado fuese capaz de construir una de las más bellas geografías poéticas que nunca se hayan hecho de las tierras de Jaén, ya es todo un mérito.

UNA MIRADA HACIA EL INTERIOR DE LA BELLEZA

Porque la realidad última es que más allá de esa podredumbre social y moral que detectó en los pueblos y ciudades de La Loma y de toda la provincia, Antonio Machado desplegó una mirada de ternura sobre la tibia belleza de esta tierra. Y también sobre sus gentes desamparadas, y tanto es así que al pasar por Torreperogil y contemplar el estado de postración de sus habitantes, no duda en calificar la ciudad como «burgo sórdido», «basurero», exigiendo a los cañones de Von Klunck que por entonces asolaban los campos de Flandes y Francia que destripen esa falsa casa de piedad que era el asilo para que todo el mundo pueda contemplar la miseria que sus muros guardan dentro. Este conocido poema es el único en el que late una denuncia social y moral tan explícita, porque todos los otros dedicados a las tierras jiennenses son propios de alguien que reconstruye una cartografía esencial de los sentimientos ligados al paisaje y la naturaleza y a sus ritmos eternos.

«Los alegres campos de Baeza» lo invitan a rendirse ante la evidencia que implica la realidad no humana de Jaén, que al final acabará unida a su alma tremente si no con la fuerza con la que lo hizo la tierra soriana sí con la suficiente capacidad de remover en su interior potencias vitales importantes. La pluralidad de bellezas del campo de Jaén permite que Antonio Machado se identifique con aquellas que mejor casa con su alma desolada tras la muerte de Leonor: «los montes duermen/ envueltos en la niebla/ niebla de otoño, maternal», diría con la tristeza definitoria que descubrirá en los campos de Baeza, a los que amaría tanto que les prometería soñar con ellos cuando nos los viera. Y estos campos de la tierra suya, “bordados de olivares polvorientos”, le permiten pasear, de Baeza a Úbeda, en el mítico camino de la encina negra, “triste, cansado, pensativo y viejo”,que es como se siente y como acabaría definido ya para el resto de sus días, con una personalidad hecha a la forma y manera de los olivos: «olivo solitario,/ lejos del olivar, junto a la fuente,/ olivo hospitalario.»

Y así, en las noches de otoño, en los aguaceros que siente repiquetear en los cristales de la ventana de su casa baezana mientras lee a Bergson, el poeta amolda su visión de Jaén a su estado espiritual. Pero sale, y anda, y recorre caminos y asciende hasta las fuentes del Guadalquivir y se pasma con la belleza de la serranía de Tíscar, y aprende a sorprenderse ante la majestuosidad –ruinosa al cabo, pero majestuosidad– de los grandes edificios de Úbeda –«reina y gitana»– y de Baeza –«pobre y señora»–. Y se pasma ante la infinita perspectiva que el campo dibuja teniendo como telón de fondo la mole pétrea de Mágina y de Cazorla y sabe que esa visión ha quedado para siempre unida al fondo de su alma poética: ¿sabemos si, tal y como predijo, soñaba con el campo de Baeza cuando dejó de verlo, cuando marchaba al exilio, derrotada y vencido pero no humillado? Es necesario, sí, reconstruir esa cartografía machadiana de Jaén, esa ruta interior de descubrimientos de una belleza construida con los haces de lo íntimo y lo pequeño. Pero no para rendir tributo a los nuevos parámetros del turismo, sino para restaurar una visión moral, poética, de esta tierra nuestra. Ojalá que San Cristobalón nos deje beber en ese velón de aceite.

(Publicado en IDEAL el 15 de agosto de 2010)

miércoles, 25 de agosto de 2010

Cartografías de verano. JAÉN ENTRE FOGONES




UNA COCINA CON RAÍCES

Los «artistas de la cocina» quieren hacer claudicar la cocina con la que se alimentaron las pasadas generaciones que en el mundo fueron –esa misma cocina que nuestras madres heredaron de nuestras abuelas, y nuestras abuelas de sus madres–, para imponer su nueva gastronomía basada en cosas tan sabrosas como el hidrógeno o el oxígeno –no sé bien cuál es le nuevo gas o aire cocinero– líquidos o en algas marinas. Con estos manjares y con el argumentario filosófico de la deconstrucción, presentan sus artificiosos platos: y así, por ejemplo, para hacer una tortilla de patatas –convenientemente postmoderna y convenientemente deconstruída–, supongo que por un lado presentarán la cebolla, por otro la patata, por el otro una tortilla de yema y por el otro la de clara, para que cada cual se lo mezcle al gusto y se lo coma, sazonado, eso sí, por mostaza o crema de salmón, pongamos el caso. Pero frente a esta nueva apuesta de los fogones, en la que es difícil discernir cuánto hay de marranada culinaria y cuanto de simple moda pasajera, urge reivindicar la vieja cocina hecha de sabores añejos que engolfan el paladar con su melancólica cantinela gustativa. Se trata, claro, de apostar por esa cocina del terruño que acumula el sabor de la tierra nuestra y la sabiduría antiquísima de muchas generaciones, esa cocina gestada, decantada despaciosamente a través de los años en un proceso de suma elegantísima de los productos que la tierra daba según las estaciones.

Cierto es que esa potentísima cocina de antaño, tan ligada al ritmo natural de las estaciones, puede encontrarse algo desvirtuada a día de hoy, cuando a través de la agricultura del plástico y de la ganadería del pienso es posible encontrar productos –que muchas veces a nada saben, por otra parte– de verano en pleno mes de enero y productos de marzo en pleno mes de agosto. Y cierto es que a la hora de aproximarnos a la cocina de nuestra tierra, de Jaén, tenemos que tener en cuenta que como toda herencia cultural, esta fue una cocina que se hacía con lo que la tierra daba, sin tener que recurrir –porque no se podía recurrir– a lo venido de fuera. La cocina tradicional de Jaén es una cocina de ancestros huertanos, de ancesdentes cereales. La absoluta primacía que ahora se quiere dar al aceite de oliva, oculta esa realidad anterior a que el olivar y la avaricia de los olivareros acabara, prácticamente, con la variedad productiva de Jaén. Es cierto que el aceite es imprescindible en muchos platos de Jaén, como la «pipirrana», pero no menos cierto que la materia que sustenta la mayor parte de los platos jiennenses no es el aceite sino la harina o las hortalizas. Harina que salía de los trigales que antaño cubrían lomas y lomas, hortalizas salidas de las huertas que hasta casi ayer crecían en las vegas juncosas que rodean –o rodeaban– nuestros pueblos o ciudades. Hoy, casi todo lo ha colonizado el olivo y es fácil que los tomates o las cebollas con las que se hacen las ensaladas jiennenses, o la harina con la que se amasan las tortas de manteca o las de los «andrajos», no hayan salido de los campos de Jaén sino que vengan importados de fuera.

Más allá de todo eso, sigue siendo necesario esa reivindicación de la cocina tradicional giennense. Por muchos motivos, sin duda, pero tal vez el primero y principal –descontado, por supuesto, su condición de cita ineludible para los amantes del buen comer– es la carga histórica, antropológica y espiritual que tiene. Porque esas decenas de platos heredados de nuestros mayores nos remiten a un pasado sin duda más humilde pero felizmente más sabroso.

UNA COCINA MÁGICA

Siempre me ha parecido que hay algo mágico en la sencillez –aparente sencillez– con la que se preparan los platos de la cocina tradicional. Algo mágico y radicalmente bello. Piensen, sino, por un instante en una fuente en la que se han cortado los tomates, la cebolleta y el pimiento, en la que se han añadido el atún en conserva o el bacalao –mítico plato de los pobres–, y en la que, de pronto, va cayendo sobria y majestuosa, despaciosa, amarillísima, el aceite de oliva. ¿No confluye en ese gesto tantas veces repetido una sabiduría no enseñada en las escuelas pero que tiene carácter fascinante, misterioso, de lo que viene de las mismas profundidades de la tierra? O piensen en esa confluencia de olores de todos los mundos que tienen los «andrajos», un plato que ahora que tanto se lleva lo del multiculturalismo debería ser plato del día de las Naciones Unidas. O intenten traer a su memoria el sabor poderosísimo de una noche de Cuaresma, sentados todavía en el brasero mientras comen ochíos –sí, ya sé que en el Diccionario de la Academia figura «hochío», pero habrá que pedirles a los ilustres académicos que corrijan su error– con habas verdes tiernas y lo aderezan todo con un vaso del fuerte vino del país, que apenas si se produce ya en Torreperogil o en Bailén y que hasta hace poco más de treinta años se elaboraba artesanalmente en tantas y tantas tabernas de nuestra geografía. O, ya que estamos en la Cuaresma, piensen en esa explosión culinaria que se produce en Semana Santa: ¿cómo va a ser posible el ayuno cuando esperan las fuentes llenas de espárragos, los potajes de garbanzos con espinacas, el bacalao «encebollao», las alcachofas en salsa o las bandejas llenas de borrachuelos, roscos de Jesús Nazareno –manjar del amanecer de Viernes Santo, en Úbeda–, virolos baezanos, hojaldres de Guarromán... Y así, invocando a la capacidad del lector para traer a su cabeza y a su paladar y su olfato, los mil recursos de la cocina tradicional de Jaén podríamos rellenar páginas y páginas.

Pero al espacio de un periódico le ocurre como a la vida, que es limitado y tiene fin. Y, claro está, no es plan de ir evocando manjares y mucho menos si se está leyendo esta página a la hora de la comida y chisporrotean en la sartén los pimientos o los huevos fritos y huele a pan recién cocido el comedor. Entiendo su desesperación si es ese su caso, o si está en la mesa de un bar, con una cerveza fría en la mano –¡ah, mítico sabor de la cerveza Alcázar, tan nuestra!– y esperan como tapa tipismos tan jiennenses y de tan profunda ascendencia arábiga como las berenjenas, los «alcarciles» o los caracoles con su evocador caldo de hierbabuena, o, ya de más raíz castellana, un buen trozo de pan con picadillo de chorizo o morcilla en caldera. (Pienso, al escribir esto, en la morcilla en caldera que mis primos, carniceros, siguen elaborando fieles a la receta con la que la elaboraba, desde mediado el siglo XIX, más o menos, la abuela de mi abuela Juana, y se me hacen agua la boca y el teclado del ordenador.)

Y entiendo que su desesperación crezca mientras los jugos de su estómago exigen, en plan huelga general, que les envíe usted una chuletilla de cordero segureño o una tajadilla de choto con ajos, o un trocito de lomo de orza o de perdiz en escabeche o un buen «cacho» de carne de monte según la preparan –manjar de manjares– en la serranía de Andújar. Claro, que si lo que a su cerebro le apetece son unas «papas a lo pobre» o sueña con los maravillosos días del invierno y las migas con torreznos y chorizo, pues difícil le va a resultar solucionar ese conflicto gastronómico que este artículo está generando en su interior. No sé si me sirve de excusa, pero puedo garantizarle que a estas alturas del artículo mi cuerpo entero exige ponerse delante de unos de esos platos de Jaén, pues no han resultado bastantes los churros –otra cosa muy de esta tierra, donde todavía es posible encontrar churrerías de primera categoría– de esta mañana para aliviar este torbellino de sensaciones y emociones que siento al escribir sobre nuestra cocina. Y eso, que en este artículo no ha cabido tanta riqueza como la cocina de Jaén tiene. Porque, usted lo sabe como yo, podríamos seguir prolongando la agonía de nuestra boca hecha agua pensando en las aceitunas que se machacan y se aliñan allá por el otoño, en las truchas cazorleñas, en los picatostes y las torrijas, en los dulces que salen de los conventos de clausura con aromas del paraíso, en... ¡Basta, basta! Dejémoslo aquí, ¿vale?...

Bueno, pero antes de eso, y aún a riesgo de darles la puntilla, me permitirán que les sugiera un manjar simplísimo pero en el que confluye toda nuestra riqueza gastronómica, toda la sabiduría de nuestros mayores: el pan con aceite. ¿Verdad que, ahora sí, han caído rematados? Pues ya saben... que se fastidien los inventores del pegotito de comida sofisticada en platos gigantescos y a por un buen plato de los que nuestras abuelas nos dejaron en herencia. Y como decían nuestras madres, con los brazos en jarras,... ¡neeeenes, a comeeeeer!

(Publicado en IDEAL el 14 de agosto de 2010)

martes, 24 de agosto de 2010

Cartografías de verano. APROXIMACIÓN A LAS RUINAS


LÍRICA DE LAS RUINAS

¿Por qué el encanto de las ruinas? ¿Por qué la fascinación que ejercen en nosotros desde que los románticos descubriesen su potencial poético, su íntima lírica que habla de tiempo y muerte, pero también de vida y de belleza? En las ruinas el discurso de la modernidad ha encontrado una imagen perfecta para explicar grandes conceptos filosóficos como son el tiempo, o el ser, o la nada. Y es que las ruinas son una plasmación física de la brevedad e intensidad emocional de la existencia. Por eso tienen una prestancia senequista: a las ruinas, sólo les queda su propio ser, derribada ya la aspiración de totalidad que tuvieron en otras edades. Por ellas, ha pasado el tiempo con su voraz hambre destructora; en ellas, hincó la realidad del cosmos el pico inevitable de la tragedia a la que todo lo humano está condenado. ¿Hay, pues, algo más intensamente humano que las ruinas? El templo esplendoroso, recién inaugurado, puede pasmar, asombrar, puede levantar en el espíritu humano un prurito de orgullo de especie; pero sólo cuando el templo se ha convertido en montones de piedras roídas por el musgo, sólo cuando las vigas se acumulan sobre las losas carcomidas de humedades, sólo cuando las tumbas se han abierto para dejar que el polvo vuelva al polvo y anidan en ellas los pájaros si nombre, sólo entonces, el templo es capaz de acariciar lo más íntimo del hombre, esa delgada membrana del alma en la que aletea la conciencia de la finitud, la certeza de la muerte. Estamos hechos a imagen y semejanza de las ruinas, y por eso los románticos fueron capaces con su atormentada humanidad de descubrir su valor, sus cualidades líricas. La fascinación que los románticos sentían por las iglesias abandonadas, por los conventos derrumbados, por los viejos cementerios de tumbas sin nombre o de nombres desconocidos y descoloridos por el paso del tiempo, no supone, en realidad, más que una introspección del hombre en su mismo ser, una aproximación a lo constituyentemente humano.

Nos asombran las ruinas porque nos descubrimos en ellas. Nos desasosiegan las ruinas porque nos recuerdan el futuro de todo lo nuestro. Pero las ruinas también nos entusiasman, pues no en vano levantan en nosotros la capacidad de reconstruir, de imaginar, de repensar como fue todo el espacio que las edades han reducido a reliquias. En medio de las ruinas, nuestra mente levanta el arco que se levantó sobre nosotros, enciende las lámparas que debieron iluminar aquella capilla, se imagina las paredes cubiertas de retablos. Y esto enriquece nuestra propia visión del pasado que no conocimos y que no es ya más que cascotes sobre la tierra húmeda o paredones desafiantes del viento, porque esa invitación a novelar espacios que las ruinas nos ofrece nos permite convertirnos en arquitectos de nuevo lugar. En la ruina anida la vocación constructora de todos los humanos, trufada de magias que sostengan las bóvedas que derribaron los años o las guerras.

Las ruinas, pues, son un poema. Pero también un libro de filosofía. Y las ruinas... Basta; pongamos coto a este entusiasmo, a esta elevación que nos hace sobrevolar por encima del mapa de Jaén. Que hay, aquí, ruinas que esperan nuestra mirada. Tal vez bastaría recorrer pausadamente las lomas bordadas de olivares para descubrir una ermita abandonada y sin techumbre, poblada de cardos y jaramagos sobre los que zumban febriles los insectos de agosto; o un cortijo de puertas desvencijadas que dan paso a estancias desconchadas, a cantinas llenas de escombros, a cuadras abandonadas. Cada pueblo de Jaén, tiene sus ruinas. (Pero las ruinas, ojo, no siempre hablan bien de un pueblo: una cosa es cuidar, mimar las ruinas que el tiempo nos legó, las ruinas de los templos hundidos por los terremotos o volados por los franceses, y otra muy distinta consentir que acaben convertidos en ruinas edificios que debieran rescatarse.) Y sin embargo, hay una trilogía de ruinas que resulta especialmente sugerente.

SAN FRANCISCO DE BAEZA

Las ruinas del convento de San Francisco, en Baeza, son unas ruinas venidas a menos: en algún momento, los políticos y los arquitectos les limpiaron los hierbajos y secaron el musgo, enlosaron el suelo y las revistieron con un armazón de hierro y cemento que merma nuestra capacidad de imaginación, que les resta potencial de sugerencia y que nos dice como debió ser, más o menos, la bóveda que cubrió este recinto. Por esta capilla, que debió ser “la mejor de España”, pasaron todos los desastres necesarios para construir ruinas: un terremoto que derriba la techumbre, un temporal que se ceba con el templo abierto, la invasión de los franceses, las desamortizaciones. El fragor del cosmos. El olvido y la incuria de los hombres. Y debieron, en tiempos, ser unas ruinas mucho más bellas. Hoy, sin embargo, son ruinas relamidas, retocadas, grandiosas y capaces de todavía de acariciarnos el alma, sí, pero privadas de la disposición para alentar en nuestro interior sugerencias íntimas. (Hay que visitar estas ruinas de San Francisco una tarde de lluvia y de niebla, cuando las campanas lejanas traigan ecos de otros siglos. Y entonces –disimulados bajo el discurso gris del invierno los elementos modernos que flagelan la belleza de estas ruinas– se podrá apreciar la belleza secreta de este espacio fascinante.)

SANTA MARÍA DE CAZORLA

Los grandes muros de piedra tallada –los muros y pilares que delimitaron las naves, la Capilla Mayor– se elevan soberbios y desafiantes sobre el caserío de Cazorla. Detrás de ellos, el paisaje de la sierra pone un contrapunto natural que es imprescindible para cuajar en magias y sobrenaturalidades toda ruina que se precie. Y en los mismos muros, las plantas trepadoras, las hierbas sin nombre, los nidos de los cernícalos y de los vencejos, acotan una capacidad de retroceso en los siglos. «Aquí sí –puede decir el viajero sin temor a equivocarse– es posible jugar con los espacios; aquí sí es posible levantar bóvedas, dibujar cúpulas; aquí sí es posible imaginar rituales y diseñar retablos y ordenar procesiones de ánimas en las noches de Cuaresma.»

Y es que las ruinas de Santa María de Cazorla son un lugar sorprendente. Grandiosas, conservan los elementos suficientes como para convertirse en un laberinto de sentimientos y tal vez algún elemento de más, regalo del destino que pudo haberlo derribado y sin embargo no lo hizo, como esa graciosa linterna que se levanta sobre la bóveda de la Capilla Mayor y que invita a subir y mirar, desde allí, la sierra y el cielo... la vida. En estas ruinas hay puertas que como en un cuento de Borges tal vez no conduzcan a ninguna parte, hay escaleras lamidas por el musgo que, abruptamente, se cortan en uno escalón inopinado... Hay, sí, todas las bellezas que desde el romanticismo se han exigido para que una ruina fuese algo más que un montón de piedras sin alma y sin nombre.

LAS RUINAS DE LA IRUELA

Son, sin duda, las ruinas más hermosas, las más evocadoras de todo Jaén. Allí está, en la madurez de su plenitud, la ruina en estado puro, con una belleza impresionante. En un único espacio –fascinante– se levantan las ruinas del castillo de los templarios –¿la sola invocación de la Orden del Temple, ruina histórica en sí misma, no es ya motivo suficiente para llenar el corazón de sugerencias?– y de la iglesia renacentista de Santo Domingo. El estado de bendito abandono es tan absoluto, que el castillo no es en realidad más que un garabato de torreones desmadejados sobre las peñas grises, gritando contra los vientos que se empeñan en derrumbar sus peñas; y la iglesia está reducida a un esquema de formas y líneas pétreas, como si al reconvertirse de templo en misterio, hubiese querido mostrarnos el modo de construir de Vandelvira. Y todo ello, embellecido por el musgo y la hiedra y los cipreses sin memoria.

Pero sin embargo, lo que imprime tanto carácter a las ruinas de La Iruela es la asfixiante presencia que en ellas tiene la muerte. Son, pues, unas ruinas especialmente dirigidas hacia la melancolía, hacia la añoranza de no sabemos qué. Por los alrededores del templo y del castillo encontramos tumbas antiguas en las que todavía desconsuelan el ánimo algunas flores de plástico y en las que aún –allá por Todos los Santos– arden amargas velas rojas; dentro de Santo Domingo, la muerte grita en los nichos abiertos en el costado del templo. Sobrecoge la imagen de esos nichos sin lápida y sin restos, sin nombres, pero que resumen toda la función del templo y que elevan en nosotros la memoria de la liturgia fenecida, la belleza afligida de las tardes de noviembre en las que el pueblo concurría para buscar la esperanza de otra vida en medio de una iglesia llena de luces, mientras el órgano elevaba su salmodia tenaz. Uno, en otras ruinas, es capaz de imaginar volúmenes y altares; aquí, uno poetiza armonías sin nombre y salmos y ritos que nadie ya conoce; uno, aquí –entre los muros de Santo Domingo, a la sombra del mito del Temple– versifica espíritus y los templa. Y esa es la suprema belleza de las ruinas.

(Publicado en IDEAL el 8 de agosto de 2010)

domingo, 22 de agosto de 2010

Cartografías de verano. BREVES ENSAYOS MARINOS



PASEO MARÍTIMO

Aunque uno se empine sobre las lomas y los cerros y sobre los montes lejanos que componen la orografía de Jaén, el verano de estas tierras es un verano sin mar. No se otea el mar, ni se divisa. Ni a lo lejos. No llega, pues, hasta los olivares el rumor y el olor de las mareas que suben o bajan atendiendo los dictados rítmicos de la luna. Está lejos el mar y la neblina de los olivares, el sopor de la tierra asfixiada bajo la canícula del interior, hacen imposible toda vocación marina de esta tierra. ¿Toda? A veces nos olvidamos de que los montes y los pueblos de Segura conformaron una provincia marítima. Provincia marítima... sin mar, ni puertos, sin gaviotas ni olas rompiendo en los acantilados. Provincia marítima lejísimos de los océanos, pero que suministraba las maderas necesarias para construir los navíos y bergantines españoles que surcaban los mares, cuajándose de aventuras y naufragios, y que perecieron en Trafalgar. Jaén es una tierra de ficciones: ficción de mar para una provincia marítima encumbrada en peñascos, ficción de aeropuerto, ficción de autovías. Ficciones para una tierra sin pulso. Y sin mar. ¿Cómo se puede vivir de espejismos?, ¿cómo alimentar la esperanza de ficciones? Al menos, aquella ficción marina de la Provincia de Segura permitió que esta dura y áspera tierra del interior gozase del espejismo de la mar. Pero los espejismos pasan y queda el verano seco que espesa el aire en los pulmones. ¿Es imposible el mar en Jaén?...

Cada pueblo de Jaén tiene su particular añoranza marina. Por eso, cuando uno se asoma a los miradores formados en torno a los antiguos recintos amurallados o en los rompientes naturales elevados sobre los valles, el campo de Jaén se transfigura en una red vastísima de azules y verdes, tornasolados de lejanías, que quieren asemejar el mar que nunca conocerá esta tierra. En la hora de la siesta las colinas ondulan la quietud de los olivos bajo los vapores amarillos y polvorientos del verano, en una masa cromática confusa y unificadora que apelmaza en la paleta del tiempo el verde cansado del olivar y el azul tan lejano de las serranías para reconvertir toda visión en una especie de fotografía informe de la mar en calma. «El mar de olivos», que diría el material publicitario oficial... El mar de olivos, sí, suplicante de aguas y humedades que nunca llegan; conformado por tierra agrietada y troncos retorcidos, gimientes en la sequedad de las horas sin pausa. El mar de olivos que, haciendo de la necesidad virtud, suple la carencia marítima de esta tierra lejana de todas las historias y que, sin imposturas, nos ofrece otra forma de aventurarnos en los arcanos de la soledad infinita. Hombres y tierras de Jaén: marinos a la forma del olivo. Solitarios al modo del mar de olivos.

No tiene mar Jaén. Y sin embargo, podríamos decir con Gabriel Celaya que sentados “en estas rocas” –las espigadas rocas de los rompientes cazorleños o segureños– escuchamos el mar, sin entender sus palabras, aturdidas por tanta lejanía. Porque cada verano es como si Jaén anhelase retornar a ese origen marino que es origen de toda vida, a esa fuerza germinal levantada por la explosión de las espumas. Porque en el fondo todos conservamos el rastro genético de nuestra ascendencia oceánica. Y eso, ¿no es un estímulo interior para construirnos nuestro propio mar? ¿No es una fuerza para cerrar los ojos e imaginar que bajo las murallas derruidas de nuestros pueblos o en el fondo de los barrancos de Mágina o de Iznatoraf, pueden romper las olas y anidar los cormoranes y llegar veleros rutilantes de sedas blancas? ¿No es una llamada de nuestros pozos íntimos para que descubramos en ellos los restos salobres de la sangre que un día amaneció toda vida en las orillas del mar?

Estamos, los jiennenses, lejos del mar, separados de él por carreteras y autovías y retenciones y por imposibilidades económicas. Y sin embargo, cuando la tarde cae desmayándose –Valle del Guadalquivir abajo, por las tierras de Andujar– podemos aspirar hondo para que los pulmones se nos llenen no de salitre pero sí de ilusiones... ilusiones de navegantes. Ilusiones de náufragos. Ilusiones de caminantes por un paseo marítimo que no puede ver el mar.

NAVEGANTES

Hay, a veces, que cerrar los ojos. Hay que imaginar. Ahora conocemos el mar antes de conocerlo: están las fotografías, la televisión, están sus imágenes que nos permiten aproximarnos a su realidad. Por eso, nuestro sentimiento frente al mar, la primera vez que nos enfrentamos a él, tiene cierta adulteración: «Mar, yo te conozco.» Soberbia del hombre postmoderno. Porque, ¿quién conoce al mar?

Creemos que conocemos el mundo porque lo hemos recorrido en el rectángulo del televisor o de la pantalla del ordenador. Pero, ¿y los jiennenses de hace cien, doscientos años? Los jiennenses que llegaron a los puertos atlánticos cuando la epopeya americana, para embarcar rumbo a las Indias cargados de ambiciones y esperanzas y crueldades, ¿qué sintieron aquella vez que realmente era la primera, en aquel momento que no había sido adulterado por ninguna ficción ni ninguna imagen previa? ¿Qué levantó en su interior –qué sed de aventuras, qué sed de lejanías– el sonido de las olas rompiendo en los costados de las carabelas o de los galeones, el estruendo de las gaviotas peleándose sobre las barcas de los pescadores, el bramido del mar en los acantilados? Seguramente, en las plazas de Martos o de Villacarrillo o de Ibros o de La Guardia –plazas medievales acordonadas de campanas y miserias– habían oído contar aquellos jiennenses –niños o mozos ansiosos de gloria o, sencillamente, agotados de tanta miseria– de hace trescientos, quinientos años, maravillas del mar, tan fantasiosas que difícilmente podían ser creídas siquiera por unos críos, historias de monstruos gigantescos capaces de engullir fortalezas y por supuesto frágiles galeones cargados de oro, historias de enfermedades desconocidas y de puertos en los que las mujeres besaban con la libertad de las pasiones sin cadenas, ciudades lejanas y rodeadas por la selva en las que había tabernas donde el vino no tenía precio, lugares en los que las frutas germinaban sobre los bardales de las casas y podían recogerse gratuitamente, simplemente alzando la mano. Historias de un mundo mágico, pero real, pues allegaba a las guerras de la Corona lingotes y lingotes de oro y de plata.

...¿Qué mar soñaron los hombres de Jaén en los siglos en los que el mar estaba más lejos que hoy?...

La codicia, la gloria, la fiebre del oro... el hambre –¿acaso no es el hambre el verdadero motor de la historia?–, empujaron a los hombres de Cazorla y de Quesada y de Baeza y de Cabra hacia el puerto de Sevilla, rumbo a América, o hacia los puertos cantábricos, para enrolarse en las flotas que luchaban contra los ingleses o contra los rebeldes holandeses. Nacieron en pueblos entonces pujantes pero sin posibilidad de aventura, rodeados de vides y de olivos y de trigales pero sin rastro de ríos poderosos como los que surcaban los mapas de la América española ni mucho menos de ignotos caminos marinos. Nacieron aquellos giennenses en pueblos que levantaban palacios y catedrales al modo italiano, prósperos. Y sin embargo no se amedrentaron y embarcaron rumbo a lo que, sin conocerse, prometía una vida mejor.

Navegantes de Jaén. Huyeron de la esclavitud del olivo. De la sequedad de un agosto sin playa. Pero desconocemos sus nombres; nadie ha dado forma a la nómina de sus hazañas, a la cualidad de sus emociones primeras en las murallas de Cádiz o en la bocana que el Guadalquivir abre para fundirse con el Atlántico. Navegantes sin rostro y sin mar. ¿No es necesario, ahora que los jiennenses de la modernidad emigramos, cada verano, hacia el mar, reconstruir las biografías y las leyendas de los viejos marinos que Jaén regaló a los mares, a la epopeya de los mares?

(Publicado en IDEAL el 7 de agosto de 2010)

viernes, 20 de agosto de 2010

UN PICO PARA LA ESTEBAN




Abundan –sobreabundan, más bien– los programas televisivos destinados a que gentuzas variopintas nos cuenten sus vidas y se dediquen a intentar destrozar las vidas de los otros, para divertimento nacional. De hecho hay alguna cadena que destina más de la mitad de su programación a este tipo de programas, en horas punta y sin importar que a esas horas, y sobre todo en vacaciones, los niños puedan estar viendo semejantes cosas. Por allí desfilan princesas del pueblo sin más mérito en la vida que haberse ventilado al torero de moda y vivir de moquear lástimas, exconcursantes televisivos que se envenenarán si se muerden la lengua, ricas que exhiben sin pudor sus lujos ante las pantallas contempladas por familias desoladas por el drama del paro, hermanos calvos que son malos malos y que cuyo mayor favor hacia todos sería suicidarse en los Mares del Sur, periodistas (hombres) monárquicos que mendigan un minuto de gloria a cambio de patentar sandeces y periodistas (mujeres) progres y pelonas que chillan como marranos al ser degollados para que sus imbecilidades se oigan más que las del vecino, presentadores amanerados y adinerados que van de víctimas y discriminados pero que son más peligrosos que un islamista cargado de dinamita... y así, toda una corte de los milagros –o de los infiernos– compuesta por una lista infinita, interminable, de personas que viven sin trabajar, chupando miserias, gritando, insultando.

Reconozco que todos estos parásitos sociales me producen un asco moral no pequeño: me da miedo pensar que nuestros niños y nuestros jóvenes encuentren en ellos –en su éxito fácil, en sus extraordinarios sueldos por tan cómodo quehacer, en su vida regalada sin ningún sacrificio ni esfuerzo– un ejemplo a seguir y entiendan que no es necesario estudiar, formarse, prepararse para «vivir bien» porque todos estos viven de puta madre sin haber dado, nunca, palo al agua. Me da miedo pensar que cale en nuestros jóvenes la idea de que echar un polvo con un «famoso» para convertirse asimismo en famoso y vivir sin trabajar, no es prostituirse. Pero más allá de este asco, lo que esta legión de gandules me produce es sorpresa: hay miles de familias españolas que lo están pasando realmente mal, y sin embargo nadie protesta porque todos esos famosillos de medio pelo vivan sin aportar nada al país y postulándose como ejemplos a seguir, chupando esfuerzos colectivos. Me produce escalofríos pensar que, por ejemplo, pueda haber mujeres que piensen que la tal Belén Esteban –odioso paradigma de los vagos y maleantes– es ejemplo de madre coraje o de mujer del pueblo. Es sintomático que toda esta basura sea digerida sin provocar vómitos. Si todos estos programas funcionan en la televisión y si todos estos parásitos son asumidos sin protestas, y si son admirados, es, simplemente, porque en España sólo causan admiración las celestinas y los pícaros, los que sin trabajar comen y viven a todo tren: los listos, a los que todos quisiéramos parecernos. El gusto por el trabajo bien hecho, el esfuerzo y la disciplina, la formación, la discreción y el respeto, son valores inexistentes para la sociedad española: lo que prima es quitarse las bragas o los calzoncillos y refocilarse con el jesulín o la marujita de turno y... ¡a vivir la vida!

Mi abuelo decía que España sólo podría mejorar el día que a los gandules (y a las gandulas) se les diese un pico y se les obligase a dejar llano Despeñaperros. No sería mala receta para los gandules de la tele, ¿verdad? Pues... ¡un pico para la Esteban!

(Publicado en IDEAL el 19 de agosto de 2010)

viernes, 13 de agosto de 2010

LA FELICIDAD PERDIDA




Aquella mañana en que estuvo al borde del infarto, decidió dejar la oficina y los ajetreos de la gran ciudad. Quería empezar una nueva vida, quería ser filósofo y buscar la felicidad. O algo parecido. Se marchó entonces –con el equipaje justo– a la casa que había heredado de sus abuelos, cuidada todavía por una vieja criada del pueblo. Estaba decidido a explorar sus caminos interiores y se acostumbró pronto a su nuevo ritmo vital.

Le gustaba leer asomado a la ventana del dormitorio que había sido de sus abuelos y donde todavía estaban su cama alta de latón, sus muebles de madera oscura, la estampa de la Virgen o la pequeña pila en la que su abuela ponía –cada domingo– un poco de agua bendita. En aquella penumbra, acentuada por las ventanas y persianas azules que cerraba en cuanto amanecía, pasaba horas y horas enfrascado en las páginas de Joseph Roth, Soma Morgenstern, Slawomir Mrozek o cualquiera de esos escritores judíos de comienzos del siglo XX que tanto le gustaban; o simplemente dejando que vagase su imaginación –siempre había soñado con ser el capitán de una nave griega que partía hacia las costas de Libia, donde se convertía en un mujeriego que enamoraba a las más bellas mujeres portuarias– mientras escuchaba, en la gramola de su abuelo, los viejos vinilos con la música de Beethoven y sentía con la Sonata nº 11 o con el segundo movimiento de la Segunda Sinfonía que su espíritu se elevaba transportado por los violines y los oboes hacia regiones todavía inexploradas de su interior. En esos momentos, creía que estaba cerca de descubrir la felicidad: frente a la ventana, el mar se extendía poderosísimo con mil tonalidades de un azul cambiante. A veces, si miraba muy fijamente aquel mar y aquel cielo, le dolían los ojos. Y al cerrarlos, descubría que no, que todavía no era feliz, que tenía que seguir buscando.

Comía en el patio, oyendo el rumor del agua de la fuente confundirse con las olas que a esa hora se habían aplomado; a su alrededor la luz había totalizado su propiedad sobre todos los rincones. Debajo de la parra, en el mediodía de agosto, los insectos zumbaban ebrios de néctares y placeres, como emperadores del verano que ofrecían un concierto deslumbrante con sus membranas y abdómenes. Él los escuchaba mientras comía la pasta con marisco o pescado que le había preparado Jacinta en un alarde de antiguas sabidurías gastronómicas, mientras bebía el vino fuerte y fresco del país o mientras saboreaba uno de esos melones con sabor de miel recién labrada. Y entonces, pensaba que sí, que estaba muy cerca de descubrir la felicidad.

Pasaban los días del verano entre lecturas y música, contemplando el mar, entre comidas y siestas larguísimas en una habitación oscura de techos altos y suelo de barro cocido. Pasaban los días. Y las noches, con sus infinitas constelaciones brillando sobre la inmensidad oscura del cielo; se sentaba frente al mar y miraba las estrellas y pensaba, momentáneamente, que aquello era la felicidad. Pero al dormirse, una pesadilla sin nombre lo devolvía a la realidad de su esperanza agotada.

Y así, cansado de tanto buscar la felicidad, recogió sus cosas y volvió a la ciudad y al tráfico y a la oficina. Y, en espera del siguiente infarto, no fue capaz de descubrir que, abrumado por el silencio y la simplicidad de la felicidad, no la había descubierto cuando la tuvo desnuda frente a él, que era feliz en medio del estruendo que le impedía oírse el alma.

(Publicado en IDEAL el 12 de agosto de 2010)

jueves, 5 de agosto de 2010

BIENAVENTURANZA DE LA FELICIDAD






«Es preferible que muera este hombre, a que todo el pueblo se incendie en la hoguera de la felicidad imposible y tengamos que imponer a fuerza de espada el orden mísero de lo cotidiano», dijo el sumo sacerdote mientras miraba a su alrededor. Los miembros del sanedrín bajaron la cabeza lentamente, en señal de asentimiento. Por unanimidad, el hombre feliz había sido condenado a muerte y se prepararon las hordas necesarias para apresarlo, las piedras justas para lapidarlo, las leyes que justificasen su asesinato, los artículos de prensa que explicasen el grave peligro que su felicidad suponía para la paz y la tranquilidad de los hombres. La maquinaría de la muerte y de sus razones funcionó sin descanso aquella madrugada para que al amanecer todo se hubiera consumado.

Él, ajeno a lo que se tramaba a sus espaldas, había cenado con sus amigos. Las risas, el cordero, las gambas recién cocidas, el vino fresco, la fruta sabrosa del verano, el pan tierno de cada día, habían servido de excusa para las risas y los recuerdos y las esperanzas, mientras una música ambigua de violines marchitos ponía un fondo pálido a la que sería su última cena. A él, la boca de María Magdalena le sabía sangre y a cuerpo caliente, a eterna alianza.

Al terminar, se retiró a la playa. Le gustaba sentarse en la orilla, hundir los pies en la arena húmeda y mirar hacia el infinito oscuro en el que rítmicamente brillaba la espuma de las olas bajo las constelaciones cuajadas con millones de estrellas. El rumor del mar lo elevaba por dentro, lo empinaba en su felicidad. Así los sorprendieron los captores. «¿Eres tú el hombre feliz?», le preguntó el capitán de la guardia. Levantó la cabeza lentamente, sorprendido de que alguien pudiera romper la belleza del universo y la paz del alma, la serenidad de la noche de agosto. «Tú lo has dicho». El capitán le escupió y besó su labio con un puñetazo: «Apresadlo. Es este a quien buscamos».

Estaban fríos los atrios de la noche. ¿Cuánto quedaba para la salida del sol? En algún patio cercano cantaban los gallos. Una. Dos. Tres veces.¿Los oiría María desde el dormitorio al que él no regresaría nunca? Pensaba en ella, en su carne tibia, en los amigos. «Hay que buscar la felicidad en lo pequeño de cada día. Ningún otro derecho es tan sagrado como el de ser felices, ninguna búsqueda es más importante que la búsqueda de la felicidad y ningún dios, ni ninguna ley, ningún código puede acabar con esa llama que dignifica el fondo de cada hombre. Bienaventurados los felices, porque ellos vencerán a la muerte». ¿Cuánto hacía que había pronunciado aquellas palabras? Las recordaba mientras los sacerdotes y los tribunos hablaban a su alrededor, mientras gritaban acusándolo de sembrar en medio de la tristeza de los hombres la duda de la felicidad, mientras los poderosos pronosticaban todo tipo de catástrofes si se abandonaba la sumisión al gris discurrir de los días sin pulso ni esperanzas. «¿De qué se me acusa?», les preguntó mirándoles a los ojos. «Has delinquido contra las leyes de la naturaleza, que es cruel y desolada. ¿Tienes algo que decir en tu defensa?» Le quemaban los recuerdos. Y el miedo a morir. Le quemaba la herida del labio. «Tengo sed». Los jóvenes sacerdotes se levantaron, impacientes, y cogieron las piedras para lapidarlo allí mismo. Él los miró sonriente, abandonado ya. «El que esté libre de felicidades, que tire la primera piedra»... Sintió un golpe en la espalda. Y luego otro. Y otro... Pero él ya estaba con María Magdalena caminando por las orillas de la mar.

(Publicado en IDEAL el 4 de agosto de 2010)

lunes, 2 de agosto de 2010

NO HACER NADA




Agosto es el mes por excelencia para no hacer nada, es decir, para hacer tan sólo las cosas que parecen poco importantes pero sin las que no podríamos, en realidad, ser personas. Tal vez yo tenga mitificados los agostos de mi infancia y de mi adolescencia, cuando toda mi vida consistía en devorar libros y bañarme en la alberca. Y mi agosto ideal sigue siendo un agosto como aquellos, abandonado en ese dejar que pase el tiempo, en ese derrochar el tiempo a manos llenas, en ese no hacer nada. Ahora, cuando uno crece, es más difícil no hacer nada en agosto, porque crecer es llenarse de urgencias la vida. Y aún así, y pese a la urgencia con la que deseo que pase este horror del verano, hay pequeños gestos que me siguen reviviendo aquel paraíso perdido: abrir un libro nuevo (aunque sé que ya no podré leerlo con la voracidad de entonces), el sentir como cruje la sandía cuando se corta una tajada, el olor del melón o del melocotón recién cortados, el ruido de los grillos en la madrugada... Dejarse en manos de esos libros desconocidos que nos esperan, de esos olores conocidos que nos reviven o de esos sonidos, en todas esas cosas que en realidad suponen no hacer nada. ¿Cuántas cosas podríamos hacer este mes de agosto para no hacer nada, para vivir en la laxitud absoluta de la carne y del alma, entregados a la contemplación de la vida, a la simple contemplación?