sábado, 31 de julio de 2010

NO HAY MÁS




A estas alturas no me extraña que la única gran obra pública paralizada en Andalucía sea la autovía destinada a unir Jaén con el Levante español: era de esperar que el sacrificio se hiciese a costa de los jiennenses y no de los sevillanos o de los malagueños. Lo que me extraña es que todavía haya ciudadanos de esta olvidada tierra que se indignen por estas cosas. Jaén ha estado siempre en la cola de España: ahí sigue y la muestra de que poco ha cambiado es que medio siglo después del primer Plan Jaén ha sido necesario otro Plan –en versión activa– de resultados similares al primero. O sea, de nulos resultados. Porque al final, ni la oligarquía política de hace cincuenta años ni la de ahora diseñan estos planes para que Jaén despegue o mejore, sino simplemente para justificarse y echarse un puñado de fotos. Por que, ¿si Jaén de verdad prosperase y pasase de la cola a los vagones de en medio, a quién se le aplicarían los recortes sin que rechiste, que cabeza se rebanaría con la garantía de que no peligra la obediencia electoral? En Jaén, los planes nacen destinados a no cumplirse: en el primer Plan Jaén –el de Franco– se prometía terminar el tren que uniría Baeza con Utiel, y esas estaciones son hoy la imagen de abandono de toda una provincia; el segundo Plan –el de Zapatero– prometió una autovía que dentro de diez, quince, treinta años, será un fantasma histórico de dimensiones similares al viejo tren. Y en última instancia, si para dotarnos de aeropuerto bastó con cambiarle el nombre al de Granada y poner unos carteles a la salida de Jaén que decían “Aeropuerto a 100 kilómetros”, para culminar esta carretera imposible será suficiente con rebautizar la M-30 como “Autovía Andrés de Vandelvira Linares-Albacete”.

No hay más. La teta –tan generosa para las otras Andalucías y para las otras Españas– está seca cuando se trata de Jaén. Para esta tierra, sólo retórica y dormideras. Para Jaén, cartelones y propaganda goebbelsiana.

No hay más. Pero es que seguramente esto es lo que nos merecemos. ¿Qué otro territorio de España ha aceptado, con dictaduras y democracias, tanto oprobio, tanto olvido, tanto desprecio sistemáticamente repetido? ¿Qué otra zona de España ha sido tan sumisa con quienes la han maltratado, tan servil primero con los caciques del centralismo madrileño y luego –ahora– con los caciques del centralismo sevillano? Aquí, todos los políticos de todas las épocas, han jugado sobre seguro: sabían de antemano que nos lo tragamos todo, que lo soportamos todo. Sabían, saben, que al principio protestamos, nos enfadamos con enfado de barra de bar. Pero sabían, saben, que luego, los domingos de elecciones, acudimos a la urna y cumplimos con lo mandado, que es votar para que Jaén siga siendo la fregona de España, el hazmerreír de Andalucía, la soportabofetadas que necesitan los políticos para que otros andaluces más andaluces tengan carreteras y trenes y mejores servicios. Hemos aceptado nuestro papel de criada servil y obediente. Hemos aceptado que lo nuestro nunca sea necesario ni importante. Hemos aceptado interpretar el papel de tierra subvencionada a cambio de ser una tierra sometida. Nadie nos obliga a comportarnos como ciudadanos de tercera: nos tratan como nos comportamos. El domingo que le demos una patada a las urnas y digamos “basta”, el domingo que seamos ciudadanos de primera, nos tratarán como a tales. Pero para eso, los jienenses tenemos que dejar de mirar hacia otro lado, que es lo que mejor hacemos.

(Publicado en IDEAL el 30 de julio de 2010)

jueves, 29 de julio de 2010

EL ÚLTIMO LECTOR




Otro día: se levanta, se afeita, se ducha. En la silla, la chaqueta de lino planchada, la camisa limpia, la misma corbata negra. Y en la calle el constante ruido que llega de las casas: los niños desayunando, los arpegios insoportables de las televisiones y sus cantinelas sobre la vida y ventura de famosos de todo pelo. Él sigue pensando que para no escuchar las estupideces de la televisión, todos los transeúntes con los que se cruza –cada uno de ellos un hosco silencio con prisas– llevan pinganillos en las orejas y cacharros de nombres que no puede memorizar y que se según parece reproducen música deconstruida, conversaciones filosóficas de antiguos concursantes de Gran Hermano o disertaciones literarias de Boris Izaguirre y Ana Rosa Quintana.

Desde hace años recorre el mismo camino para llegar al único quiosco que no vende televisiones de bolsillo, deuvedés portátiles, emepé cuatros o ebooks, el quiosco que Guillermo mantiene con una tenacidad romántica como último refugio de los pocos periódicos y revistas que todavía se editan, porque casi todos cerraron desde que leer se consideró por las autoridades un riesgo para la convivencia democrática y digital, en un viejo parque de árboles que nadie cuida porque ya nadie pasea por parques que no tengan conexiones a internet, dispositivos de descargas de música y pelis de Peter Farrelly. En una ocasión cogió uno los tranvías que se pusieron de moda a principios de siglo, pero cuando no llevaba ni diez minutos de viaje tuvo que apearse, mareado, incapaz de soportar el bombardeo de música a todo volumen que martilleaba desde los ingenios que portaban los adolescentes con calzoncillos al aire, y mucho menos la superposición de imágenes y ruidos que lo bombardeaba desde las ciento treinta y cuatro pantallas de televisión instaladas en el vagón. A punto estuvo de caerse redondo cuando por fin pudo salir de aquel infierno, incapaz de comprender por qué no podía ser feliz con aquella orgía de derechos televisivos debidamente amparados por el ayuntamiento, que había puesto tantas pantallas como canales televisivos emitían, para que viajero viera y disfrutara lo que más le gustara o le hiciese crecer como persona, sin discriminaciones ni malos rollos.

Cada mañana, cuando deja en las manos de Guillermo las monedas que cuesta el periódico y lo coge del exiguo montón, llenándose los dedos de tinta, recuerda el primer día en que compró un periódico: era adolescente y las portadas hablaban de las tropas que se mandaban a la cosa de Kuwait. Está convencido de que es un sentimental y de que chochea, los recuerdos le humedecen los ojos y se emociona hablando con Guillermo, en esta edad en la que casi nadie habla con nadie y todo el mundo se comunica por medio de chat, complicadas redes cibernéticas, web cam o emails. El rito antiguo, obsoleto y casi perseguido por el Código Penal que repite cada mañana, termina en el único café con camareros que sirven café y no tiene uno que recurrir a una máquina de esas en las que el café sabe a polvos rancios. Allí no hay televisión ni internet, es posible sentarse en una mesa de mármol con el pie de una antigua máquina de coser y desgranar noticias, artículos. Y luego, la marcha de regreso a casa.

Y en la casa, claro, a escuchar el zumbido de todos los vecinos del bloque. Como su pensión no le da para aislarse, ya sabe que la hija adolescente de la vecina del segundo B quiere que su madre le compre un tanga como el que usa la niña de Belén Esteban, y gracias al cual, según comenta cada tarde el hijo adoptado de Jorge Javier Vázquez, ha podido conquistar los encantos del sobrino de un primo de Jaime Ostos. También está perfectamente enterado de que el hermano mayor de la familia del primero D exige que su hermana pequeña, que tiene propiedades de ventrílocuo, no se pase todo el día haciendo que se peleen dos muñecos a los que llama Pipi Estrada y Karmele Merchante, porque eso le impide seguir con la suficiente concentración los tres partidos de fútbol, dos abiertos de tenis, cuatro vueltas ciclista de barrio, seis rondas de pádel y cuatro carreras de coches y motos que retransmiten entre tertulia deportiva y tertulia deportiva. Y hay tardes en las que está a punto de bajar y decirle al vecino del sexto –que encabezó hace veinte años el Movimiento Cívico Por La Limitación Del Periódico Y El Libro “Al Bote Al Bote Lector El Que No Vote”– que está harto de oírlo recitar los discursos endecasílabos del presidente Alejandro Agag Aznar y los alejandrinos de la lideresa de la oposición Leire Pajín, por más que se los haya bajado de la conocidísima página e-burre.

Es viejo, lo sabe. Y sabe que está fuera del mundo desde que en 2010 se encadenó a la puerta de la biblioteca y al quiosco de Guillermo para impedir que los quemaran los Grupos Guerrilleros “Tecnología es Libertad”. Pero cada día, cuando los patios de luces traen la voz gangosa del Conde Lecquio repasando las noticias del día, y él se sienta al fresco en su balcón oyendo la música de Bach que tanto le gusta y acariciando con mimo sus libros de Machado, Cervantes, Muñoz Molina, Roth, Doctorow o Compte-Sponville, siente una satisfacción de héroe derrotado. En un libro de Unamuno guarda el epitafio que quieren que pongan en la lápida de su tumba: “Amé los libros. Amé los periódicos. No me venció la televisión. No me doblegó la red. Fui libre.” (Le llegan las palmas desde el 2º D: la niña por fin tiene su tanga rompecorazones, y a sus padres, hermanos y titos les parece que está monísima con él y creen que mañana mismo tendrá en su cama al bisnieto torero del último amante de la Duquesa de Alba.)

(Publicado en IBIUT, núm. 168, junio 2010)

miércoles, 28 de julio de 2010

LOS SOBRES DE LAS LÁGRIMAS




A ella el verano le causaba una extraña tristeza, como si le pinchase en el costado la imposibilidad de cumplir todos los sueños que había ido acumulando en el muladar de su vida. Llegaban los días largos, infinitos, de julio, y las noches de calor y mosquitos, y ella pensaba que al amanecer siguiente vendría a rescatarla del tedio el capitán de un galeón cargado con oro y plata de las Indias. Y cuando amanecía el 21 de julio de cada verano y no llegaban ni el galeón ni el capitán, se sentaba en la mesa camilla de su comedor sin lustre y con muebles que había heredado de una tía soltera que no había novena en la que no hubiese rezado. Allí, tenía un montoncito de folios de papel de seda, amarillos por el tiempo que llevaban guardados: un folio por cada uno de sus hermanos, por cada uno de sus primos, por cada uno de sus sobrinos, por cada uno de sus amigos. Los iba cogiendo lentamente y dejaba caer sobre ellos una lágrima, que inmediatamente arrugaba el papel y se secaba, como si hubiese caído en un saco de arena del desierto. Luego, doblaba cuidadosamente los folios, haciendo coincidir perfectamente los picos, y los metía en sus sobres, listos para que la tarde del 21 de julio se los tragase la bocaza del león de Correos y para que a la mañana siguiente –cuando ella ya sabía que no habría en su vida galeones ni gaviotas ni capitanes con ojos de parche– comenzasen a repartírselos a sus destinatarios, que invariablemente pensaban que se estaba volviendo loca y comenzaron a tomarse a risa sus sobres de lágrimas, primero, y luego a ir dejándola más sola cada vez, sin llamarla para su cumpleaños ni en Nochebuena.

Sola se murió una mañana de 21 julio; al levantarse llamó a urgencias diciendo que se sentía mal; cuando la ambulancia llegó y el enfermero empujó la puerta que había dejado entreabierta antes de sentarse en su sillón de flores amarillas, ya se había muerto, sin poder tomarse sus magdalenas con café. Había preparado, eso sí, en la mesa de su comedor que olía a tiempo detenido en una edad en la que hubiera sido posible ser feliz, los folios y los sobres y aunque los servicios médicos no tuvieron la perspicacia suficiente para verlo cuando certificaron su muerte y le hicieron la autopsia –concluyendo que simplemente se le había parado el corazón y que no había, pues, carnaza para la prensa– había juntado en sus ojos treinta y nueve lágrimas, tantas como folios, tantas como sobres. Ni sus hermanos ni sus sobrinos ni sus primos ni sus amigos acudieron al entierro, alegando que estaban en la playa, que se sentían mal o simplemente no alegando nada, y entre un cura al que la boca le olía a chicle de sandía y un monaguillo que olía a porro de maría, la mandaron para el otro barrio sin preocuparse nadie de sus sobres y sus folios. Nadie la echó de menos y nadie echó de menos sus locos sobres de lágrimas.

Pero al año siguiente, nada más amanecer el 21 de julio, que como todos carecía de galeones y capitanes, sus hermanos, sus sobrinos, sus primos y sus amigos encontraron en los buzones un sobre de letra imprecisa pero ajada, como de tinta desvaída por una distancia imposible. Lo abrieron con cierta gracia algunos –“ni después de muerta nos va a dejar tranquilos”– y con miedo las otras –“¿qué se le ocurriría a la loca ésta antes de morirse? “–. Y cuando despegaron la solapa del sobre esperando encontrarse una lágrima o un reproche oyeron una risa incontenible, imparable. No era una risa feliz, era una risa que se burlaba de ellos.

(Publicado en IDEAL el 22 de julio de 2010)

lunes, 26 de julio de 2010

MARK KNOPFLER: QUEDEME Y OLVIDEME




Ayer, en Córdoba, asistí al concierto de Mark Knopfler, que sigue conservando esa magia de la música de los Dire Straits. Me gustó el concierto, mucho, y como el de Bruce Springteen de hace ya demasiados años, me sirvió para corroborar que estos grandes músicos no necesitan escenarios adornados ni complementos teatreros o teatrales para, simplemente, hacer música. Buena música. Me gustó, como digo, el concierto, aunque estoy seguro que muchos echamos de menos canciones fundamentales como Money for nothing. Pese a eso, día intensísimo en una Córdoba achicharrada por un calor asfixiante en compañía de buenos amigos y sobre todo, ese buen sabor de boca que deja la música de Mark Knopfler, que sabe a lejanía, a soledad, a discurrir abandonado por entre carreteras olvidadas camino de lagos sin nombre o de las costas de los océanos del Norte. “Quédeme y olvídeme”: no sé por qué está música me sugiere estos versos de dejación y silencio.

domingo, 18 de julio de 2010

CONTRA LOS CRIMENES, POR LA LIBERTAD




En realidad no sé si estas campañas sirven para mucho o para poco, pero bastaría con que salvaran una vida para apoyarlas. Con ese convencimiento, firmé el otro día, en una de tantas páginas de Internet, para evitar que la barbarie islámica lapide a otra mujer en Irán. Con ese convencimiento, subo aquí este vídeo en defensa de los derechos humanos en Afganistán, y que yo pienso que en realidad es un vídeo que sirve para reclamar, para exigir, el respeto a los derechos humanos en todo el mundo en general y, particularmente, en tantos y tantos países que tienen la desgracia de vivir sometidos al yugo criminal del Islam. Ya digo que no sé si estos gestos sirven para evitar que los que en el nombre de Alá han asesinado a niños y han sometido a las mujeres a un régimen de esclavitud se vean reintegrados en la sociedad como personas respetables. Supongo que no, y puede que en realidad esto sea tan sólo una manera de lavar mi conciencia, que se ha removido cuando esta mañana leía esta historia en un informe de Amnistía Internacional:

"Diversas familias explican la historia de una mujer embarazada que, a principios del año 1994, a las diez de la noche, se dirigía al hospital junto a su marido. Entonces a esa hora había toque de queda en Kabul y los coches no podían circular por la calle. Guerrilleros pararon a la pareja en un control militar y aconsejaron al marido que regresara a casa, pues ellos ya llevarían a la mujer al hospital. Al día siguiente el hombre buscó a su esposa en el hospital pero no la encontró por ninguna parte, y regresó al control militar. Allí los guerrilleros le dijeron que, como sólo habían visto parir a una mujer en las películas, por una vez quisieron verla en vivo. Los cuerpos de la esposa y la criatura recién nacida yacían allí muertos."

Si los que cometieron esas atrocidades pueden, con este pequeño gesto, no sentarse en ningún parlamento y pueden acabar en la cárcel, bienvenido sea.

Supongo que habrá quienes me acusen de xenófobo o de antiislamista o de no sé cuántas cosas más, defendiendo ellos la multiculturalidad y el respeto a las tradiciones y culturas de los otros. No soy lo primero y me niego a respetar ninguna cultura que vende a la mujer como mercancía por una dote; ninguna cultura que casa a adolescentes con hombres para que estos las violen; ninguna cultura que priva a las mujeres del placer sexual y les destroza sus órganos cuando son niñas; ninguna cultura que encierra a la mujer debajo de una tela para que nadie pueda verlas ni ellas puedan ver la luz del sol; ninguna cultura que ampara el derecho del hombre a que su mujer embarazada no sea atendida por el médico si eso supone tener que quitarse la cárcel del velo o del burka... No soy un cínico, ni un sectario: también me repugnan estos obispos y este papa que encubren a los curas que violan a niños y que protestan cuando la policía belga busca a los criminales, en lugar de entregarlos ellos, y que pretenden en el nombre de Dios que la Iglesia quede fuera del poder de las leyes civiles; paralelamente, me repugnan las autoridades civiles que por miedo al poder de la Iglesia no han encarcelado ya a los curas violadores y a los obispos encubridores. Y es que lo que me repugna no es el Islam, sino que en nombre de ningún dios se puedan cometer barbaridades contra las mujeres y los niños y que estos crímenes queden impunes. Y que se pretenda, por respeto a la libertad religiosa o cultural, que dialoguemos con los criminales o con quienes los amparan. Y no soy sectario porque me dan tanto miedo –y a veces el mismo asco– los musulmanes que vienen a Occidente con la soberbia de quienes se saben amparados por nuestras libertades para poder ofendernos, y para pretender que respetemos lo irrespetable, como los ultracatólicos del Opus o los legionarios de Cristo. No soy ni un cínico ni un sectario, pero ocurre, simplemente, que me niego a aceptar que si yo voy a un país musulmán tenga que aceptar sus normas y ellos, si vienen aquí, no puedan adaptarse a las nuestras: a mí, que me encanta la carne de cerdo, no se me ocurriría irme a vivir a un país musulmán y exigir que en un comedor universitario hicieran menús especiales para mí (si lo hiciera correría el riesgo de acabar menos de regular), y por eso me quedo en Europa, donde cada uno come lo que le da la gana. Y ocurre que me niego a que un día pueda una hija mía verse obligada a ir por la calle tapada con un velo para no ofender a la muchachería musulmana. Y ocurre que me niego a que por un peligroso respeto tiremos por la borda estas libertades y estos derechos que tanto nos ha costado conseguir y que, no lo olvidemos, nuestros abuelos y los abuelos de los otros europeos defendieron en los campos de batalla contra los fanáticos de hace setenta años.

Me niego, sí, a ese diálogo: es imposible hablar con quienes –cristianos o musulmanes, sobre todo musulmanes– no entienden que la filosofía de los derechos humanos, de las libertades públicas, de la libertad de conciencia y de pensamiento, la filosofía de la democracia y de la libertad, está por encima de los dioses y las religiones, de las biblias y de los coranes. Es imposible hablar con quienes no quieren entender que la religión es una cuestión íntima de cada uno y que la conciencia religiosa no puede imponer sus normas al espacio de lo público, de lo colectivo, de lo común, en el que caben, en el que cabemos, todos, sin que nadie ni nada puede obligarnos a cubrirnos. Es imposible hablar con quienes –siniestros bajo sus barbas salafitas, roucos bajo sus pérfidas gafas oscuras– son un peligro para la convivencia desde el momento en que defienden que el púlpito o el alminar deben primar sobre el foro, sobre la plaza de reminiscencias griegas y republicanas, públicas, donde conviven los ciudadanos libres.

viernes, 16 de julio de 2010

OTRA ESPAÑA




España ha ganado el Mundial de Fútbol. Un grupo de jóvenes millonarios, unidos por unos ideales simples, ha ganado un trofeo deportivo. El más importante del mundo, dicen. Está bien esta alegría para un país que nunca gana un Nobel de Medicina; para un país en el que muchos jóvenes son mirados con desprecio por sus compatriotas cuando estudian e investigan. Pero no se trata de juzgarnos, sino de respirar con alivio porque después de tantos meses de angustia ha sido posible una alegría efímera. Una alegría que es algo más, una lección, también.

Porque la victoria futbolera barre complejos y heridas viejas y por eso contrasta con la manifestación separatista de Barcelona. Y es que gracias al fútbol, la bandera española es ya una bandera nacional, o sea, una bandera de todos: que llena las plazas sin complejos y que se asoma coqueta en los balcones con geranios, liberada del secuestro al que la sometió el franquismo cuando la pasean los niños hispanoamericanos o asiáticos por los arrabales de España Bandera múltiple de un país que acoge y recoge. Paradoja de las banderas: la bandera que amortajó al tirano ha liberado de fantasmas pretéritos a los jóvenes sin memoria, reconciliándolos con su historia, que no conocen porque no se la enseñan en las escuelas. (La otra bandera nacional es ya testigo de un pasado dulce que no pudo ser, y la bandera roja y amarilla es desde el domingo la bandera de todos los españoles felices y, más aún, de todos los españoles libres y de las bocas que se besan sonrientes.)

Y la victoria es también un símbolo: en ella, España ha encontrado un discurso común y un ejemplo a seguir. El esfuerzo, la humildad, la unión de españoles de todos los territorios, el sacrificio, la elegancia, vuelven a ser valores a tener en cuenta. Falta, claro, que eso no sea –como es en España todo lo deslumbrante– flor de un día y que encontremos un manual para aplicar ese espíritu futbolero a las cosas realmente importantes, que son la economía y la convivencia y el esfuerzo colectivo. Valor simbólico, y valor moral: porque en el triunfo, España ha recuperado parte de la alegría robada por los políticos y los banqueros y los empresarios y los obispos. ¿Las calles desbordadas de pieles femeninas erizadas de sudor no eran calles divorciadas definitivamente de la casta gris y política, que azuza divisiones postizas? ¿Esas calles no mostraban una sociedad que quiere vivir en paz, feliz, unida? La sociedad española ha revisado su pasado pensando en el futuro, mirando hacia delante, anhelando estrechar manos, recuperando y consolidando el espíritu de comunidad que tuvo en los años 70. Vale lo que suma: el fútbol que suma, la bandera que suma.

Los mil rostros de la victoria. Y yo me quedo con su sabor poético, idealizado en Sara Carbonero, en cuyos ojos se abisma el precipicio luminoso de la patria, en cuya boca resuena la risa feliz que estremece inusitada y unánimemente la piel de toro, como nueva Marianne de la nación revestida de un orgullo legítimo que se expresa sin tormentos ni cainismos en el «waka waka» de Shakira, en el optimismo que quiere vivir y a vivir empieza pese la losa que son los zetapés y los rajoy. Desde el domingo sabemos que podemos y que para poder sólo nos falta querer: querer ser felices, querer vivir juntos, querer cambiar tanto como necesita ser cambiado para que España no tenga más cara de lunes ni resacas de vino barato.

(Publicado en IDEAL el 15 de julio de 2010)


miércoles, 14 de julio de 2010

¡ENERO, VUELVE!




Nada, que no hay manera: soy incapaz de comprender cómo puede haber alguien (sensato, medianamente inteligente) a quien le guste el verano. ¿Pero que le ven estos inconscientes a estos días en los que la vida dentro de los pisos se hace insufrible? ¿Pero qué encanto le encuentran a tener el cuerpo acalorado y sudoroso todo el día, a desear una ducha cada cinco minutos, a tener la boca más seca que una estera de esparto en el Sahara? ¿Qué maravilla se le figuran estas noches horribles donde es imposible dormir? Nada, nada, que me quedo con el invierno frío y acogedor y... y si me apuran, hasta progresista. ¿Progresista el invierno? Sí, porque una manta es infinitamente más barata que un chalet con piscina o que unas vacaciones en la playa. El invierno –aún con toda su crudeza, aún con sus hielos y sus nieves y sus noches descarnadas en las que el frío aúlla detrás de los postigos– tiene un encanto imposible en el verano, que es una especie de tiranuelo progre que vende un discurso de lo más chip –que si las muchachas en flor, que si las terrazas y la cerveza fresquita, que si los bikinis y la siesta– pero que luego, ya lo sabemos, siempre está del lado de los poderosos y los ricos o, cuando menos, de los más afortunados, que son aquellos que por lo menos tienen una alberca en la que darse un chapuzón. El resto, claro, mendigamos una limosna de frescor, un poco de caridad divina en forma de vientecillo furtivo y fresco, mientras maldecimos a julio y agosto y a septiembre, porque el mandamiento de nosotros, los invernales, es “Odiarás al verano sobre todas las cosas”. Sin chalet y sin posibilidad de disfrutar de las piscinas públicas que pagamos con nuestros impuestos, pues han sido tomadas por las minorías instaladas en el demagogo discurso de la discriminación, no nos queda otra que recontar los días que quedan para que vuelvan los fríos liberadores y civilizadores.

Porque esa es otra: el verano, además de ser tan postizo como todo lo progre –lo progre es la versión kitsch del progresismo–, es esencialmente bárbaro. ¿Qué civilización, que civismo, qué cordura, puede haber por encima de los 30 grados? Y cuándo el termómetro supera los 35 o los 40 grados, ¿se puede sostener que ese infernal lugar del mundo sigue perteneciendo al “concierto de las naciones civilizadas”? El otro día comentaba con un amigo que nos gustaría vivir en uno de esos países que se conforman con 25 grados en agosto, esos países moderados, posibles, razonables... frescos o fríos: Dinamarca, Noruega, Suecia... Yo estoy convencido de que los grandes avances de esas sociedades han sido posibles, entre otras cosas, por una cuestión básica: porque allí es difícil que el termómetro recuerde la última vez que intentó matar a todo ser vivo con una llamarada de calor.

Es imposible que de este calor salga nada bueno: estos veranos que desatan sobre nosotros las furias del Averno, nos han condenado a ser por siempre la tierra por donde cruza errante la sombra de Caín, que no era sueco ni holandés, sino que vivió y se crió tostándose al sol del desierto de la Tierra Prometida, que también manda huevos el erial y el solano que les prometieron a aquellos. Yo, ni por todo el oro del mundo lo querría, que me quedo con un prado verde, a la orilla de un lago, o un mar del norte, donde la prenda más ligera sea una camisa de manga larga.

Enero... ¿oyes nuestros gritos afligidos? ¡Vuelve, hombre, vuelve! ...Y rescátanos.

(Publicado en IDEAL el 8 de julio de 2010)

martes, 13 de julio de 2010

ESTUVIMOS EN SAN FERMÍN




Estoy convencido de que estas palabras sólo podrán entenderlas en toda su dimensión quienes alguna vez han estado en los sanfermines, que son algo casi mágico tejido por el pueblo de Pamplona. Nosotros –mis amigos y yo–, estuvimos allí el pasado sábado, aprovechando la excusa que suponía la despedida de soltero del Petos. Y, por lo que a mí respecta, puedo asegurar que una parte de mi corazoncito se ha quedado para siempre en la fiesta de San Fermín. Reconozco que soy enamoradizo de lugares, pero es que resulta imposible no enamorarse de la Pamplona en fiestas: el enamoradizo de lugares que no se enamora de Pamplona como es el enamoradizo sin más que no se enamora de Sara Carbonero.

Son muchas las razones que pueden favorecer ese enamoramiento.

Por ejemplo, el sentimiento que se tiene de no ser extraño: acude uno vestido de blanco y con el pañuelo y el fajín rojo, y con el alma llena de ganas de pasarlo bien, y se siente ya parte del paisaje y del paisanaje, y no siente uno que no ha nacido en Pamplona ni ningún pamplonés lo mira a uno por encima del hombro o como alguien que molesta.

Por ejemplo, el sentido de comunidad que se aprecia en los pamploneses, en ese amor a sus tradiciones (de un encanto mágico, sin igual, resultan cosas tan aparentemente sencillas como el encierro o como la comparsa de Gigantes y Cabezudos rodeada de cientos de críos vestidos de mozos, o las multitudes igualadas en el vestido, sin caballos ni coches de caballos que diferencien y separen); en ese sano esfuerzo por divertirse sin más en una fiesta total que explota en cada esquina sin necesidad de feriales apartados y relamidos; en ese espíritu acogedor que llena todas las calles y plazas cada hora del día y en el que es imposible no sentirse pamplonés, como he dicho.

Por ejemplo, en la impresión de que los sanfermines son una fiesta de pueblo, nada más y nada menos, que conserva todas las esencias de las fiestas democráticas y populares (tan contrarias a las fiestas elitistas de Andalucía).

No sé, son tantas las emociones, las risas, las alegrías, las lecciones de sociología traídas de Pamplona que es imposible contarlas todas en estas líneas. De lo que estoy seguro es de que nunca podré olvidar cada una de las horas del sábado 10 de julio de 2010, mi primer día en los sanfermines con Alberto, Alfonso, Pepe, Juan, Parri, los Navarretes, los Fuentes, los Matas y así hasta veintidós mozos ubetenses que fueron pamploneses un sábado radiante.

viernes, 9 de julio de 2010

ESPAÑA CAMPEONA






Bueno, pues ya sólo queda dar un empujoncito final para que millones de españoles puedan celebrar el domingo por la noche la fiesta que se supone hay que festejar si España gana el Mundial de Fútbol, aunque luego llegue el lunes y como todos los lunes ni entienda de mundiales ni de fútbol ni de pulpos Paul ni de vuvuzelas ni de campeones ni de nada, que es lo malo que tienen los lunes, que lo estrellan a uno contra la tapia de la cruda realidad. A Manuel se le pone cara de lunes cada vez que oye el estruendo futbolero, y aunque le da patadas y lanza su pelota mientras grita “gol” con su lengua de trapo, soporta poco los nervios –con sus ¡uy! y sus ¡¡gol!!– que el fútbol acarrea. Por eso, tiene los ojos colorados de llorar el día de la semifinal, y no de emoción sino de pena cada vez que los gritos, en el bar de Alejo, lo espantaban hasta el infinito. Y creo que ni el chupachup le lució en medio de la marea roja...

Pero a lo que íbamos es a empujar a la selección para que nuestros compatriotas puedan tener al menos una alegría (lo peor de que la Selección gane, aparte del engordamiento de las cuentas corrientes de los jugadores a costa, supongo, del erario público, es tener que soportar esa ralea insoportable que son los periodistas deportivos, especialmente los de la radio): y para ello, aquí sumamos esta foto de Manuel, españolísimo pese a la barraquera, y otra de esas canciones animosas y optimistas que el Mundial nos ha regalado.

Y aunque uno es poco dado a efusiones y gritos y demás manifestaciones del espíritu simiesco del ser humano, y dado que por una vez parece que no lo acusan a uno de facha ni de franquista ni de nada por el estilo, pues que coño... ¡VIVA ESPAÑA!

jueves, 8 de julio de 2010

SOBRE LA LIBERTAD Y LA BLASFEMIA




(Este artículo se escribió para ser publicado, en Semana Santa, en la revista editada por la Cofradía de la Oración del Huerto de Úbeda, pero no pasó la censura previa y su publicación fue prohibida. Ramón Molina, con el respeto por las ideas ajenas que lo caracterizan a él y a “Ibiut” lo publicó en su revista.)

Las últimas semanas han traído a las portadas de los periódicos temas coincidentes y reincidentes: el calvario padecido por Kurt Westergaard –el autor de las viñetas de Mahoma–, que tiene que vivir escondido y bajo protección policial porque ha sido condenado a muerte por los islamistas; la Universidad de Granada que se ha visto obligada a retirar la exposición “Circus Christi”, de Francisco Bayona, por la reacción de los sectores católicos más radicales de la ciudad y ante las amenazas de muerte recibidas por el autor; la apertura de la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid trufada de escándalo, por las airadas quejas que Israel ha presentado por la presencia en la misma de dos polémicas obras de Eugenio Merino. Como telón de fondo de lo anterior está el hecho de que determinados sectores de creyentes de estas tres religiones consideran que las obras citadas son una blasfemia, una ofensa contra sus creencias, un pecado digno de castigo. Y detrás de todas estas polémicas laten preguntas fundamentales: ¿debe ceder la libertad de expresión y creación ante la ofensa de una creencia?, ¿deben prohibirse y perseguirse las blasfemias para proteger el derecho de los creyentes a creer?, ¿la blasfemia es un concepto interno de cada religión o debe operar sobre el espacio público?

He ahí uno de los debates cruciales en nuestro tiempo. El arte siempre ha tenido un componente provocador, rupturista, y aún cuando esa provocación pueda resultar a veces gratuita y en realidad no añada valor al discurso estético de la obra en cuestión, lo cierto que la creación artística y literaria y filosófica no habrían podido ser si en cada momento no se hubieran enfrentado a la realidad del poder establecido. En muchas ocasiones la creación o la investigación o el pensamiento han tenido que revestirse de blasfemia para poder ser. Por blasfemo fue condenado Giordano Bruno y San Juan de la Cruz padeció prisión por rozar la blasfemia en su atrevida concepción literaria y religiosa. Esto demuestra dos cosas: primera, que la ofensa tiene una frontera móvil que ha ido retrocediendo a medida que la historia avanzaba y se afianzaban los ideales de la razón y la libertad; segunda, que si la libertad creadora declina una vez en beneficio de la ofensa, esta gana terreno y va constriñendo más cada vez el espacio de aquella.

Cuanto más alejada está la concepción religiosa de los parámetros de la modernidad, más fácil es sentirse ofendido por los discursos de los otros. Por eso es más fácil encontrar musulmanes iracundos contra novelistas o humoristas: en el Islam la libertad individual y el respeto a los otros, aunque blasfemen, están mucho menos arraigados que en el cristianismo, que desde hace tres siglos tiene que afirmarse en sana competencia con quienes no creen, con quienes denuncian sus abusos o quienes simplemente se ríen de sus contenidos. A mí me parece que el cristianismo es mejor, más sincero y más íntimo desde que ha sido contestado o desde que ha entendido que es positivo moralmente aceptar las críticas, las burlas o las reinterpretaciones de sus creencias. Y por eso me chirrían tanto los grupúsculos católicos que se sienten radicalmente ofendidos cuando alguien como Bayona o Merino utilizan los símbolos del cristianismo para elaborar su expresión artística. No entro a valorar el contenido artístico de la obra, ni su realidad estética ni me pregunto en qué quedaría esa realidad si se le privase del discurso provocador –¿tiene valor artístico real, en sí, la fotografía de una prostituta si no se dice que es la Virgen María buscando a San José?–, pero estoy firmemente convencido de la necesidad de amparar el derecho de los artistas a expresar con su estética el discurso que estimen conveniente.

En realidad yo estoy convencido de que la ofensa blasfema no puede suponer una limitación para la libertad de expresión o de creación. Cada uno es muy libre de sentirse ofendido por lo que quiera, pero no puede condenar al que ofende simplemente porque no comparte su visión del mundo y porque no considere blasfemia lo que para el creyente lo es. Y en última instancia no debemos perder de vista la realidad de que puede que haya quien se sienta ofendido por ver procesionar delante de su balcón un cuerpo clavado en una cruz, agonizante y chorreando sangre: nuestra verdad no es la verdad. Pero hay que aprender a vivir con las ofensas, aunque sean gratuitas, porque son absolutamente necesarias para garantizar algo tan valioso y tan costosamente conseguido como es la libertad.

La ofensa también invita a la reflexión del creyente, también abre un territorio para que el creyente se adentre y dialogue y repiense su sistema de ideas. Me gusta una religión como la cristiana que asume que puede ser sometida a burla y ofendida y que no condena a muerte, y no me gustan quienes desde el cristianismo exigen que se retiren exposiciones o llaman por teléfono a los artistas que blasfeman para amenazarlos de muerte: la gran virtud de la ofensa o de la blasfemia artística es que sitúan a cada creyente delante de su espejo ético. Y me causan desazón las reacciones iracundas, los gritos de venganza que se elevan cuando cualquier creyente se siente ofendido y pide la intervención del poder público para sancionar al blasfemo o, más radicalmente, cuando se exige la condena directa y sin paliativos del mismo. El siglo XXI no puede ser el siglo de la religión replegada sobre sí misma, el siglo de una religión amenazante y peligrosa para la convivencia y para el pluralismo democrático. Si la religión se repliega, se pudre y se convierte en un tumor para el cuerpo vivo de la sociedad.

Cuando los españoles se marchaban de España allá por la década de 1960, cargados de complejos identitarios y de taras espirituales y con su cerril educación católica a cuestas, descubrieron que era posible seguir manteniendo cierta religiosidad sin necesidad de someter a la mujer o de renunciar a los placeres de la vida, y eso –más la llegada masiva de turistas– permitió que el país se abriese, se airease y que del velo negro se pasase a los bikinis, no sin escándalo de los puritanos, siempre tan peligrosos. Por eso me llama la atención –y me preocupa– que cuando los musulmanes vienen a Europa no quieran para sus hijas o sus mujeres, por ejemplo, los derechos de que gozan nuestras hijas y nuestras mujeres. Los católicos españoles que emigraban a Europa se deslumbraron con los esplendores del mundo desarrollado, y eso fue bueno para la sociedad española y obligó a la Iglesia a dialogar con la realidad; los musulmanes que emigran a Europa odian lo que ven y se repliegan sobre sí mismos, afirmándose excluyentes en su religión. La religión que se abre tiene que aprender a tolerar a los otros –siquiera a regañadientes–, disminuyendo los espacios en que se siente ofendida, llegando incluso a entender la necesidad de soportar ser ofendida para garantizar el bien superior de la libertad; la religión que se repliega, se ofusca y desprecia a quienes no comparten su espacio moral, se siente ofendida a la más mínima y no entiende como no son ferozmente castigados quienes la ofenden, y por ello no sirve ni para la libertad ni para la convivencia.

Sinceramente, me quedo con la religión que se abre y que soporta la ofensa. Es una religión que habla y dialoga, no una religión que rebuzna y da coces. El problema es que parece que va ganando espacio esa religión que no se entiende como experiencia y sentimiento sino como seña de identidad y como bandera. Compte Sponville habla de una urgencia social, “porque estamos amenazados por dos peligros simétricos: por un lado, el fanatismo, el integrismo y el oscurantismo, y por otro, el nihilismo.” El nihilismo, ya lo sabemos, conduce al “todo vale” de los campos de exterminio; el fanatismo y el oscurantismo de nuevo cuño –revestidos de respetuosa doctrina de los derechos humanos– conducen sibilinamente a la creación de espacios vedados a la libertad. ¿Las viñetas de Mahoma, las fotografías de Bayona o los religiosos orantes de Merino atentan contra el derecho de católicos, musulmanes y judíos a creer lo que les venga en gana? No creo, pero la exigencia de católicos, musulmanes y judíos de que se prohíban esas expresiones artísticas, por muy ofensivas que sean, sí atentan contra el derecho a la libertad de expresión y creación.

Es necesario que los creyentes nos reafirmemos en la defensa de la libertad y que asumamos la ofensa como el precio de la convivencia en una sociedad plural. Me gusta este mundo en el que hay católicos, ateos, agnósticos, dudosos, evangelistas, judíos... No quiero que mis ideas se impongan ni reduzcan esa variedad, no quiero que mi verdad sea la verdad y no quiero que se justifiquen los ataques a la religión diciendo que todos los creyentes somos oscurantistas y amenazadores: quienes hacen eso, considerando que el adversario es la religión en general, “están metiendo a todos los creyentes en el mismo saco que a los fanáticos, que es lo que estos quieren”, nos advierte Compte-Sponville antes de señalar que el adversario no es la religión, que el adversario es el fanatismo. Esto supone un llamamiento también a los creyentes para que nos opongamos los fanáticos de “nuestro bando”: debemos estar con el filósofo y ateo francés cuando postula una alianza de todos “los espíritus libres, abiertos y tolerantes, crean o no en Dios” para luchar contra los fanáticos y contra el oscurantismo. Porque es preferible vivir en un mundo el que los artistas pueden blasfemar que en un mundo en el que los blasfemos son mandados a la hoguera.

(Publicado en IBIUT, núm. 167, abril 2010)

lunes, 5 de julio de 2010

LA CAUSA DE LA SELECCIÓN: NUESTRO EMPUJÓN




Reconozco que lo que más me emociona de estos días de fútbol es ver a tantos niños por las calles con las camisetas de la Selección Española y con las banderas rojas y gualdas pintadas en los brazos. Seguramente, ellos no saben muy bien que sea todo este patrioterismo, porque en este país el patriotismo sigue siendo algo trufado de sospechas, pero esta bien que al menos por estos días entiendan que la bandera o el himno son patrimonio de todos. Y está bien verlos por las calles con sus inquietudes españolas a cuestas, tan distintas, por otra parte, de las inquietudes de politiquillos y demás. Tal vez por esa explosión española en las calles, es por lo que, por vez primera en mi vida, me acerco al fútbol con cierta curiosidad y, porqué no confesarlo, con cierta emoción: estoy convencido de que con tantas pedradas como están soportando tantos españoles, este pueblo tan poco digno de admiración se merece al menos esa alegría de que su selección gane. Y se lo merecen sobre todo los niños que sin saber lo que es España sienten estos días la emoción de España en las camisetas con que los visten y en las banderas que cuelgan de tantos balcones. Es difícil que estos niños se sientan parte de nada, pero para quienes ser españoles es una manera incómoda de estar en el mundo, esta sensación de que por una vez estamos unidos por algo, nos hace sentirnos bien. Ojalá derrocháramos esta pasión para empresas mejores.

Por eso, y confiando en que empujando un poco a la ilusión colectiva, se puede conseguir que España juegue el domingo la final del Mundial, volvemos a poner una canción, simpática y tonta, como todas las canciones del fútbol y del verano. Como ni por pienso voy a echarme a la calle a gritar ni jalear, quede al menos esta entrada como muestra de apoyo a la Selección en el partido crucial que juega el miércoles frente a Alemania. Por cierto, me gusta esa frase de la canción que dice que "hoy no parece inútil soñar que lo podemos lograr": ¿y si ese optimismo pudiese trasladarse a lo realmente importante?

viernes, 2 de julio de 2010

PROFECÍA DE LOS PELÍCANOS




Los pelícanos no podían levantar el vuelo. Estaban empapados de petróleo, que ascendía desde el fondo del mar con la lentitud soberbia de lo imparable, de las grandes tragedias. Durante muchos años, la mancha negra había ido conquistando playas, deltas de ríos, y las ciudades en las que antaño relució el sol se habían despoblado. El viento del otoño, más gélido de lo normal, batía las ventanas abandonadas. En algunas casas ardían las fogatas encendidas por mendigos que habían preferido no viajar por las carreteras de lo desconocido, habitando en el hambre y el olvido que se adueñaron del lugar en que nacieron. El pesimismo y la resignación se habían extendido por todo el mundo, y todas las gentes vivían en un estado próximo a la esclavitud mientras contenían el aliento en espera de un nuevo desastre, de que otro periódico anunciase la quiebra de otro país, otra huída de capitales, otro cierre masivo de fábricas, la necesidad de un último recorte. Mientras la humanidad se desvanecía, no habían dejado de nacer pelícanos, cada día más escasos; en cuanto abandonaban los nidos construidos sobre los cañaverales negros, se encontraban embutidos dentro de la pringue del petróleo. Desaparecidos los peces en muchas millas a la redonda, se habían acostumbrado a alimentarse de los insectos y de los pequeños roedores que, encrespados por mil mutaciones fatales, poblaban los sembrados abandonados y las orillas grasientas de los ríos, donde un agua permanentemente podrida oleaba despaciosamente su canción mortuoria.

La noche de la última luna llena del otoño, volvieron a bajar de sus templos los sacerdotes de la nueva religión sin consolaciones postreras. Sus túnicas negras, mecidas por el aire de la tarde, se confundían en el ambiente ceniciento y sólo el brillo de los cuchillos destacaba en medio de los parajes desolados. Los nidos de los pelícanos esperaban la culminación del ritual mientras los hígados y las tripas de los pájaros musitaban una aspiración de paz. Doce eran los pelícanos que tenían que se destripados: cada noviembre, sus entrañas anunciaban el futuro de todos los hombres.

También el último pelícano tenía negros los intestinos y las vísceras. La profecía era concluyente y los sacerdotes apresuraron el paso hacia su guarida, antes de que la tormenta ciñese por completo las últimas bocanadas luminosas de la luna. Tenían que poner sobre aviso a los gobernantes: se avecinaba una era de revoluciones y las masas desesperadas tomarían al asalto los parlamentos, los bancos, las sedes sociales de las multinacionales. Habían visto clavadas en picas las cabezas de los banqueros y en un mar de horcas se agitan como espantapájaros los cuerpos de los ministros. Uno de los hígados, con una hebra fresca y rosada en su interior, les había avisado de que en algún lugar los hombres habían recuperado la memoria de los tiempos en que había hospitales, escuelas para los niños, protección para los desempleados. Un borbotón de sangre les había indicado que esa memoria se extendería por el mundo con la fuerza rabiosa de un puño cerrado. Los gobernantes tenían que saber lo que se avecinaba: para preparar a sus ejércitos y sus policías, para aleccionar a sus periodistas. La profecía de los pelícanos no había errado nunca los futuros más negros, pero los poderosos tenían resortes para burlarse de los hígados parlantes.

(Publicado en IDEAL el 1 de julio de 2010)