viernes, 30 de abril de 2010

PROFECÍA EXTRATERRESTRE



Stephen Hawking ha avisado de los graves riesgos que para los terrícolas supondría el contacto con los más que probables habitantes de otros planetas. El lúcido inglés –no sabemos si utilizando para ello una proyección científica o el simple sentido común– concluye que en cuanto se enteren de que existimos, esos extraterrestres vendrán a la Tierra a apropiarse de todo cuanto necesiten para sobrevivir. Hawking, viendo que los humanos somos esencialmente malvados y estúpidos, piensa que necesariamente toda vida inteligente es mala y estúpida, y que por ello cualquier contacto interplanetario sería un mal negocio para nosotros... salvo –pienso yo– que los visitantes embarcasen en sus naves nodrizas a políticos, banqueros, terroristas, empresarios y demás señoritingos y los cocieran y picaran para hacer chopped, liberándonos de la carga que suponen.

La profecía de Hawking inquieta. No porque en un futuro próximo asistamos a esa invasión de lagartos intergalácticos que aventura, sino porque sus conclusiones sobre la condición misma de la vida son terribles. Pero, ¿no lleva razón? ¿Qué argumentos nos ofrece nuestra experiencia para confiar en que otros seres se guíen por esos principios –la bondad, el amor, la honestidad, la sinceridad, la compasión– que nosotros hemos puesto en el frontispicio de nuestras sociedades pero que cada día violamos y despreciamos? El mal es una realidad incontestable y –si me apuran– indestructible: sagaz, hábil, el mal sabe adaptarse a cada circunstancia, a cada momento, y encuentra siempre un argumento para disfrazarse o justificarse, para reírse y maltratar a quienes pese a todo se empeñan en ejercitar el bien. Por eso es sensata la llamada a desconfiar de arribadas extraterrestres: los que vengan pueden ser infinitamente peores que nosotros, lo que ya sería ser malvados. (No obstante, no hay que descartar que los pobres extraterrestres vinieran a por lana y acabaran trasquilados, o sea, que vinieran a llevarse corderos y espinacas y agua fresca y terminaran engañados, expuestos en circos, diseccionados, experimentados, torturados o asesinados, que en esos menesteres será difícil ganarnos a los humanos.)

Esa visión de la realidad extraterrena parte de una concepción hobbesiana de nuestro mundo: «homo homini lupus», luego el conocimiento del otro, la mezcolanza, el mestizaje entre humanos y marcianos, no es más que una amenaza, una invitación a prepararnos para una batalla de dimensiones colosales, para una verdadera «guerra de las galaxias». El pesimismo cósmico de Hawking esconde un miedo terrible a la condición de la existencia: existimos en el mal y para el mal. El dolor, la humillación, la muerte, la tragedia, son el revestimiento último de la vida, que es una lucha constante, un desafío permanente. Una eterna desconfianza en los demás.

La realidad de nuestro mundo –los niños hambrientos y violados y prostituidos, los esclavos, las mujeres machacadas por las religiones y por los maridos, la soberbia de los poderosos, el egoísmo infame de todos– no invita a confiar en que otros puedan ser mejores. Si nosotros somos tan malos, ¿cómo esperar que exista el bien sin condiciones en algún lugar del universo? Duele el aviso de Hawking, pero es porque lleva razón.

(Publicado en Diario IDEAL el 29 de abril de 2010)

miércoles, 28 de abril de 2010

ESPAÑA ENFERMA



Pasma la actualidad de algunos textos regeneracionistas y asusta que hoy, más de cien años después, muchas de las apreciaciones y valoraciones de Joaquín Costa parezca que se publicaron en el periódico de ayer: la “postergación sistemática” de los mejores, el gobierno y dirección por parte de los peores, el hecho de que las clases dirigentes (políticos de todos los colores, banqueros, empresarios, jueces...) no estén atentos “más que a su provecho y su vanagloria”. ¿Tan poco hemos avanzado en este siglo de revoluciones, guerras, dictaduras y transiciones para que en abril de 2010 sigan siendo necesarios el “fomento intensivo de la enseñanza y la educación”, la expansión del bienestar material de unos ciudadanos sacudidos por la crisis que provocaron los poderosos, la potenciación del papel de los municipios y la independencia del poder judicial? El mal es profundo: ¿no parece que vivimos a lomos de una metástasis oculta y silenciosa que va minando todas las fuerzas e ilusiones de la sociedad española? La situación, asombra: ¿no reconoce la Constitución de 1978 el derecho a la educación, la independencia del poder judicial o el papel de los ayuntamientos?; ¿no habla la Constitución del sentido social de la economía?, ¿no apuesta por la educación?... ¿Qué ocurre, pues, para que hoy todo esto nos parezca tan lejano, tan irreal, o para que veamos como esos predicados constitucionales son demolidos cotidianamente por la piqueta de la política?

Ocurre, claro, que “España es una deformación grotesca de la civilización europea”. Y así, la descentralización del Estado acaba aquí convertida en chirigota autonómica y estrangulamiento de los ayuntamientos; y la independencia del poder judicial se traduce en pasteleo de los sillones del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial, y los tribunales son no más que una meada que lentamente –sobre todo lentamente– cae sobre los ciudadanos, cansados de tanta arbitrariedad y tan poca seriedad; y la escuela se ha convertido en una fábrica masiva de analfabetos e ignorantes, por haber echo de ella un campo de batalla entre los defensores de las cruces y los amparadores de vagos y maleantes; y el bienestar era una ficción de cartón piedra que va ardiendo en la noche de fallas de la crisis; y los sindicatos de clase –¡cómo deben removerse en sus tumbas los viejos sindicalistas!– son un coro que aplaude las agresiones que padecen los trabajadores y sus derechos siempre y cuando las realice un partido “de izquierdas”; y los políticos han devenido en casta entrópica, en elite inversa y parasitaria, en célula cancerígena que corroe el cuerpo vivo de España. A la nueva oligarquía parida por las carencias democráticas de la Transición y que se ha venido amamantando y reproduciendo –como un murciélago de noches sin luna– en las grietas del sistema, le conviene ese cuerpo social enfermo, átono, agonizante. Para que no haya fuerza alguna que diga que el partidismo que pudre todo lo que toca ha machacado las instituciones y está laminando el futuro de nuestros hijos. Después del espectáculo del Constitucional, por ejemplo, ¿qué esperanza cabe en España? ¿Qué España voy a dejarle a mi hijo?...

¿No podemos inventar una rebelión civil de los cansados para decir “basta”?

(Publicado en IDEAL el día 23 de abril de 2010)

viernes, 16 de abril de 2010

MUNDO LOCO



Ilumina la primavera con sus luces nuevas la estúpida maquinaria de un mundo loco. Bajo el sol tibio de las tardes de abril –que invita a refugiarse bajo una arboleda sosegada con el cántico de la pajarería– todos los disparates con los que nos sacuden los periódicos apuntalan más su inevitable pregón de disloques. ¿Ha habido alguna época de la historia en la que se hayan acumulado tantos despropósitos? Ah, es difícil saberlo, porque desde que los griegos hablaran de la «edad de oro» seguimos pensando que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Y por eso, las esdrújulas charlotadas del hoy acrecientan su dimensión... (En realidad lo que ocurre hoy no es tan distinto de lo ocurrido hace diez, treinta, ciento veinte años: si miramos más allá de la corteza, en el magma profundo de la historia las historias vienen a ser siempre las mismas: la cantinela del tiempo y de la humanidad entona desde antiguo un ritmo singular y repetitivo. Porque esto del mundo, este difícil invento del hombre, ha sido siempre –punto arriba, punto abajo– una porquería.)

...¿Fue mejor el pasado? Nos diferencia de nuestros abuelos que, al «refinar» nuestros hábitos, al pulir nuestro lenguaje y afilar nuestra visión de la realidad, los despropósitos del mundo nos duelen más. Lo que antes –en los tiempos de «Mari Castaña», que terminaron ayer– se veía como algo inevitable –«cosas que pasan», decían los antiguos, lúcidamente descreídos– hoy nos hiere y nos ofende. ¿Somos más sensibles? Pudiera ser, y eso está bien. Porque es bueno que no nos resulte indiferente que vuelvan las banderas victoriosas que traen prendidas cinco rosas o cinco flechas o cinco odios viejos que todavía resuenan en las cunetas pobladas de cadáveres. Y es bueno que nos escandalice que durante años, y al amparo del «secreto pontificio», se hayan tapado, se hayan escondido, los abusos terribles padecidos por miles de niños. Y es bueno que nos repugne que se intente siempre matar al mensajero o culpabilizar a la víctima o hacer cundir la paranoia de la persecución grupal para tapar los crímenes, los delitos, las incapacidades: así quiere la cúpula de la derecha diluir la masiva corruptela de las sastrerías y las «gurtelerías»; así quiere la cúpula de la Iglesia ocultar su responsabilidad en el calvario padecido por los más indefensos a mano de un creciente puñado de curas criminales; así quiere la cúpula de «la izquierda» que olvidemos la irresponsable gestión que viene realizando (?) desde que la crisis desatara sus furias sobre esa España que daba lecciones.

...Y sigue luminosa la primavera. Pese a los hombres, pese a nuestra constitutiva maldad, pese a nuestra insobornable estupidez. (¿En qué piensan los gorriones mientras sonríen en la mañana clara? Atónitos y divertidos, se ríen de nosotros: de nuestras leyes, de nuestra doble moral, de nuestra cobardía, de nuestra soberbia de animales que hablan. Se preguntan de que le valió al mono aquél de las sabanas de África bajar del árbol, y aprender los misterios del fuego y de la siembra y de la fragua en la que se cuajaron los puñales y las guadañas.) «Estos días azules y este sol de la infancia», en los que contrastan escandalosamente el mundo asombrado de alegrías y nosotros asombrados de locuras y perversiones.

(Publicado en IDEAL el 15 de abril de 2010)

viernes, 9 de abril de 2010

DIEZ AÑOS


Toda ausencia tiene un vacío y una presencia: el vacío de lo ido, de lo desvanecido por la muerte y el olvido; la presencia del recuerdo, de lo vivido, de aquello que se resiste a ser devorado por las termitas lentas del tiempo pues tiene cimiento en el hondón de la conciencia. El sábado se cumplen diez años de su muerte, y Antonio Gutiérrez “El Viejo” sigue convocando ese vacío y esa presencia, la añoranza de su risa de niño grande y la certeza de que su obra de bondad y generosidad está viva y es necesaria. Por eso, el recuerdo de “El Viejo” estimula en la curva inexacta de nuestros sentimientos la urgencia de un agradecimiento y también un viaje hacia nuestros fondos mejores, poblados de tardes en La Barrosa, esa patria inabarcable de nuestra niñez y nuestra juventud.

Si cierro los ojos puedo revivir aquellos momentos intensísimos de la muerte de Antonio Gutiérrez, injusta como todas las muertes de los hombres buenos. En un lugar de mí que no conozco –pero que consuela mis desánimos– están aquellas lágrimas, los abrazos, la espera en el día gris y ventoso, las multitudes en las aceras de Úbeda, el silencio emocionado, el “viva El Viejo” en la puerta de la Trinidad, el cortejo inmenso con el ataúd a hombros hasta el cementerio... Todos los recuerdos del 10 de abril de 2000 me remiten a un “Viejo” mejor, anterior a su condición de muerto: si fueron posibles aquellas emociones es porque “El Viejo” había vivido, había amado, había dejado. Vivir, amar, dejar: con incertidumbres, con fallos, con la humanidad entera de quien no trabajó para ser elevado a los altares pero consiguió labrar un altar –siempre encendido– en el más íntimo rincón de miles de corazones. La empresa, la tarea, el empeño de Antonio Gutiérrez atraviesa medio siglo de historia de Úbeda con la tozudez de quien nunca perdió su transparencia de niño, con la conciencia de quien sabía que los pequeños gestos transforman el mundo más que los grandes discursos, con la constancia de quien no podía soportar el sufrimiento de los humildes y los niños, con la dignidad de un cristiano que se creía las palabras del Evangelio del Amor y que cifraba en su Virgen de Guadalupe todo amparo y todo ánimo. Si podemos recordar a Antonio Gutiérrez –todavía creemos que cada tarde va a subir las escaleras “del centro”– es porque fue mucho lo que sembró y recolectó: siguen llenos los silos de la memoria con el trigo de su cosecha.

La vida de “El Viejo” es, sobre todo, el ejemplo de que el bien puede surgir –espontáneo– del ánimo tronchado por el sufrimiento. Murió su novia y se juramentó servir a los pequeños, a los últimos siempre en el reparto del pan y la alegría. Cáritas, el deporte base que germinó en su mítica “Patera”, la Hermandad de Donantes de Sangre, sus desvelos por los enfermos y los pobres, su campamento de Acción Católica: medio siglo de vida haciendo el bien. Cincuenta años con las puertas del alma siempre abiertas. Cinco décadas haciendo crecer nuestros corazones en su corazón en llamas. Por eso no lo hemos olvidado.

Hace diez años que lo murió la primavera, la suerte triste. Pero “El Viejo” sigue sonriendo en los vencejos nuevos y en el sol que inaugura, cada mañana, el escenario del mundo, que es un poco mejor porque él vivió entre nosotros.

(Publicado en Diario IDEAL el 8 de abril de 2010)

martes, 6 de abril de 2010

MEMORIAS DEL VIERNES SANTO







Creo que tardará mucho en desvanecerse de la memoria el recuerdo del pasado Viernes Santo, uno de los más esplendorosos que se recuerdan. El Viernes Santo es un día grande –el día grande de Úbeda– y eso se pudo comprobar en las emociones convocadas por tantos momentos casi mágicos: la salida de Jesús y su congregación de nostalgias y de muertos, el Señor de la Caída con su manto rojo y su procesión elegantísima, las ríos de gente por todas las calles del centro –literalmente tomado por una masa incontable– tras la salida de la Expiración, la añoranza extraña que se siente cuando se contempla a la Virgen de la Soledad camino de San Millán, ya en la noche alta del Sábado Santo... Pero si yo tengo que quedarme con cosas concretas del Viernes Santo de 2010 me quedo con tres cosas: la luz preciosa que hubo hasta media mañana, sobre todo cuando salió la Caída y se encerró Jesús, ese momento en el que la Plaza de Santa María reverberaba más bella que nunca; el poder acompañar a la Virgen de la Soledad desde la Cruz de Hierro hasta San Millán y esa luna velada de nubes sobre el torreón del Losal; y sobre todo, el haber podido llevar a Manuel de la mano en la procesión de Jesús. Ese ha sido el momento más intenso de mi Semana Santa, el más emocionante y –por qué no decirlo– el que más me ha llenado de satisfacción: mi amigo Pepe Navarrete dice que por pocas tienen que abrir la otra puerta de Santa María para que yo pudiese caber.

Al llevar a Manuel de la mano en la procesión, delante de la campanilla y del Pendón, sentía esa sensación de que la Semana Santa sirve sobre todo para recordarnos que somos parte de una cadena, un eslabón de generaciones cofrades que se van pasando las unas a las otras las mejores emociones de sus corazones. Este año he llevado yo a Manuel por los caminos de la mañana del Viernes Santo... ojalá él, algún año, cuando yo no esté, sienta ese hormigueo en la sangre que hace que estén presentes en la procesión del Señor de Úbeda todos los nuestros que se fueron vestidos de morado. En realidad lo que más emociona al ver a los niños, tan pequeños y tan temprano, vestidos de hermanos de Jesús es el saber que sus túnicas vienen de muchos siglos atrás y tienen vocación de seguir muchas generaciones por delante: al ver a Manuel, o a Jesús, o a Carmen, vestidos de morado uno sabe que está limitado por el tiempo y que permanece en la conciencia que los que se quedan tienen de él. Pero no me quejo más, que luego mi amigo Alberto dice que este es un “blog plañidera”...

Y es que sea cómo sea, sean cuáles sean las tristezas y nostalgias que el Viernes Santo lleno de luz levantó en nosotros, lo cierto es que Manuel nos hizo felices a los que lo queremos, con su pequeña túnica morada abriendo la procesión de Jesús Nazareno.

lunes, 5 de abril de 2010

JUAN ALVARADO



Juan Alvarado Quesada fue un Hermano Mayor de la Cofradía del Resucitado al que enterraron ataviado con su túnica morada de Jesús Nazareno, el Sábado Santo de 1978. Y es que el Viernes Santo antes –un frío 24 de marzo– había muerto viendo pasar a su Jesús. A sus espaldas llevaba muchos años y desvelos dedicados a la Semana Santa de Úbeda: había ingresado en la Cofradía de Jesús el 1 de enero de 1941, y en ella –y por largos años– fue vocal y responsable del trono de Jesús, siendo ferviente partidario de que no dejaran de procesionar San Juan y la Verónica, como si presintiese que un día su hijo Bartolomé se encargaría de realizar dos espléndidas tallas que sustituyesen a las de Vicente Bellver; se hizo cargo de la Cofradía del Resucitado y durante su largo mandato su hijo Bartolomé realizó la Virgen de la Paz… y un largo etcétera hasta que en la mañana gélida del Viernes Santo de 1978 entró en la intrahistoria de la Cofradía de Jesús.

Antonio Vico elaboró en sus muchos años de Secretaría morada un minucioso Libro General de Hermanos, de lo que hablamos el pasado Miércoles Santo. En la ficha de Juan Alvarado está su fotografía –un hombre menudo de gesto rotundo y bigotillo perfilado según el gusto de la época– y su historial nazareno, que culmina ese amanecer de marzo. Su nieta Rocío es nuestra amiga; nos ha contado que su abuelo ya estaba enfermo y que el médico casi le había prohibido salir a la calle. Pero él, en la plenitud de la madrugada del Viernes Santo, se levantó sigilosamente, se vistió, se puso su abrigo para combatir el fuerte frío y avisó a su mujer y a sus hijos: “me voy a ver salir Jesús”. Se plegaron a su tozudo deseo: “fue con su familia a ver salir Jesús y lo vió”, nos cuenta su ficha en el Libro de Hermanos de Jesús, que continúa diciendo que “Después se trasladó a pie a la antigua Escuela de Artes y Oficios (Paseo del Mercado) para ver otra vez a Jesús pasar…” Y entonces, cuando ya Juan Pasquau –en el que también sería su último Viernes Santo– ha pasado con el Pendón que unos minutos después tendrá que abandonar, agotado, al pasar la procesión por el Hospital de Santiago, y cuando la campanilla va anunciando el Viernes grande Úbeda arriba, muere Juan Alvarado. De golpe: “…y cuando Jesús pasaba y Juan lo miraba con gran devoción, se cayó muerto. Jesús se lo llevó al cielo en ese instante para premiar su fe y sus muchos trabajos de siempre por Jesús y su Cofradía”, termina contando su ficha de hermano de Jesús.

(Publicado en Diario IDEAL el 4 de abril de 2010, Domingo de Resurrección)

sábado, 3 de abril de 2010

LAS PENITRONCHAS



Hubo un momento en el que, herederas de aquellos cofrades de Santa Elena que se fusionaron con la hermandad de Jesús en agosto 1638, las mujeres ubetenses, con la cara tapada, comenzaron a procesionar el Viernes Santo en larguísimas filas sin orden, detrás del guión de la Cofradía nazarena. Formaban un abigarrado conjunto casi monocromático, de mujeres de todas las edades vestidas de negro o de morado, con sus caperuces imposibles y sus cruces de madera negra y astillada al hombro, un conjunto “esperpéntico” pero de ubetensísimo sabor que alguien debió sacar de un cuadro de Gutiérrez Solana. Mujeres humildes, personajes anónimos que la tarde del Jueves Santo –mientras las señoras iban a los oficios con sus mantillas– daban lustre a sus cruces y a sus rosarios, y que luego, cuando el reloj de la Plaza daba las seis, salían de los portalones de sus casas con la cruz al hombro, muchas de ellas descalzas. Y llegaban a la Plaza de Santa María y allí esperan a que saliese Jesús –“su” Jesús–, y terminado el “Miserere” de don Victoriano, comenzaba la batalla campal para coger un buen sitio, cerca de los penitentes. Y ésta –que vivía junto a Santo Domingo y venía cumpliendo promesa porque su marido había sanado de una hernia– alegaba que había llegado cuando no había “naide” en la Plaza. Y esta otra –vecina de San Millán y que había prometido salir con Jesús si su hija paría bien– decía que nada de eso, que la primera en llegar había sido ella y que ahí estaba el alguacil del Ayuntamiento para dar fe. Y la que lleva un cordón amarillo sobre un estropiciado vestido de un descolorido morado –sale todos los años, porque “el milagro fue muy gordo”, y viene descalza desde su casa de la calle Paraíso– dice que su marido y sus hijos son penitentes de Jesús y que van con un varal y que por eso ella tiene derecho a salir la primera. Y esta, y la otra, y la de más allá… y todas se quejan, y todas empujan, y toda protestan, y todas quieren ser las primeras y todas tienen más méritos o más años o…

Se perdieron las “penitronchas” –paradigmático nombre que describe a la perfección a aquellas tronchadas penitentes– de la procesión de Jesús. Fueron, muchos años, la única manera que las mujeres ubetenses tenían de participar en las procesiones de Semana Santa, que eran “cosa de hombres”. Bajo sus caperuces se quedaron los nombres anónimos, perdidos, de mujeres de fe sencilla, popular, profundísima, a Jesús Nazareno.

(Publicado en Diario IDEAL el 2 de abril de 2010, Viernes Santo)

ANTONIO VICO




¿Se imaginan ustedes que el secretario de una cofradía centenaria le pida a uno de los trompeteros de la misma que, en la madrugada del Viernes Santo, lo despierte a los sones de los típicos “lamentos”? ¿Se imaginan ustedes que el esforzado trompetero cumpla ese encarguillo y que, en respuesta, el secretario susodicho se asome con sus largos calzones de felpa blanca al balcón de su casa, frente al Parador de Turismo, y atruene la plaza silente con un “viva Jesús Nazareno” que le hace pensar a los sobresaltados turistas que no todos los locos están encerrados? Pues no se lo imaginen, porque eso es lo que un Viernes Santo hizo Antonio Vico, el hombre que nació para nazareno y para secretario. Nació para nazareno porque vino al mundo –nada menos que en el Palacio de las Cadenas– un 7 de abril de 1917, día de Viernes Santo. Y nació para secretario porque lo fue de casi todo y durante temporadas de vértigo: primer secretario de los Jóvenes de Acción Católica, secretario de la Adoración Nocturna, de la Alcaldía… Pero sobre todas sus “secretarías” Antonio Vico se dedicó en cuerpo y alma a la de la Cofradía de Jesús Nazareno, que desempeñó durante más de cuarenta años.

Y es que Antonio Vico –el poeta que recitaba sus ripios vicudos, cada tarde del Viernes Santo, a la Virgen de la Soledad, en compañía de su hermano Pepe– era sobre todo un penitente de Jesús Nazareno, un “hermano de Jesús”. Sin concesiones, cérrimo, nazareno absoluto que vivía todo el año pensando en el momento mágico de las siete de la mañana del Gran Viernes en la puerta de La Consolada. Y para esa cofradía de sus amores dedicó esfuerzos y desvelos, y en ella completo un registro de hermanos ejemplar, minucioso, detallista, que desentraña con la certeza del cirujano los entresijos de una cofradía que conoció como nadie.

Antonio Vico, el hermano de Jesús, fue también un hombre de sano humor que rellenó sus burocráticos cargos con decenas de anécdotas. Muchas de ellas le “ocurrieron” con Juan Pasquau, su amigo del alma. Como aquella mañana en la que el escritor y despistado se había atado el cíngulo en el lado contrario, y el secretario diligente le dio, a voz en grito, la orden de que dado que era nada menos que el Alférez de Jesús tenía que cambiarse los cordones de posición o todo el guión tendría que ponérselo en el lugar incorrecto. Y así, tantas muchas.

(Publicado en Diario IDEAL el 1 de abril de 2010, Jueves Santo)

(Aparecen en la fotografía, de izquierda a derecha, Juan Pasquau, Pepe Pérez y Antonio Vico)

viernes, 2 de abril de 2010

GLORIA Y LÁGRIMAS



Tiene el tiempo sus remansos, como un río que se agota. A veces el tiempo nos brinda un sosiego, una paz para el alma, nos ofrece un sedante para nuestra angustia de seres abocados a la muerte. Y entonces, en esos abrevaderos de eternidades, cada hora trae su armoniosa lección, y cada hora ofrece su pálpito de permanencias. ¿No es ahí cuando podemos hilar –en el fondo reluciente de nuestra alma– un recuerdo de la niñez o cuando podemos rescatar un retazo vago de las edades sin dirección del joven que fuimos? Necesitamos de esos remansos, necesitamos esos oasis de eternidades en medio de la velocidad imparable del tiempo: necesitamos que se pare el reloj sobre los horizontes limpios de la primavera para poder encontrarnos con nosotros, con lo mejor de nosotros. Nuestro yo nos necesita y necesita que acudamos a él, a mimarlo, a podarle las excrecencias con que lo ha aderezado la edad: nuestro yo necesita un instante en el que poder charlar, de amigo a amigo, con nosotros; tiene nuestro fondo último que contarnos sus deseos y sus anhelos, tiene que musicarnos sus recuerdos. (Pero estamos huérfanos de yo, como estamos abandonados de silencios, deshabitados de ansias trascendentes.)

La Semana Santa juega ese papel básico de abrevadero de las vidas y es parada y fonda para la flecha lanzada en pos del olvido sin aurora que somos. Por eso, en las horas de la Semana Santa –las horas mágicas de la tarde, con el sol poniente reluciendo en las corazas de los romanos; la hora suspendida del Jueves Santo, inquieta entre el pálpito de desconsuelo y su añoranza de fecundas oscuridades– sentimos que el yo nos rebosa, que nos apresa, que nos habla poderosísimamente en una lengua plagada de melancolías que nos devuelven todas las vidas que ya hemos vivido. La Semana Santa nos alancea con una tristeza palpitante de vivencias, nos aventa con una brisa que cuaja en la sangre un rocío de ayeres desmayados.

Cada hora tiene su discurso de añoranzas y en cada hora de la Semana Santa se nos hacen presentes “aquellos que nos han dejado” y que, según San Agustín, “no están ausentes sino invisibles”. La hora serena, recatada de la tradición nos encadena con ellos, aúna los yos de los muertos y los vivos para conformar un nosotros singular y tembloroso: a las siete de la mañana del Viernes Santo –cuando “sale Jesús” a los sones delicados del “Miserere”– o en la cadencia última de la tarde, en la tristeza profunda de la tarde pálida –cuando el “Stabat Mater” eleva una salmodia vieja de congojas por sobre los tejados de San Millán– sentimos que se quiebra la línea del tiempo dentro de nosotros. Sentimos que hemos llegado a la fonda deseada y que está dispuesto el hogar para que el alma se piense y se sienta, y para que se sepa unida a los que le dieron en herencia no sabemos qué emociones trémulas de violetas recién segadas.

(Hoy es Viernes Santo. El día de las horas emocionadas. El día de las horas temblorosas de recuerdos... Ha salido Jesús Nazareno. En la Plaza de Santa María estaban la música y la tristeza. En los balcones de la eternidad, nuestros muertos vivían su hora principal. Tenían “sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas”. La gloria y las lágrimas: la hora nazarena de la tradición mejor.)

(Publicado hoy, día de Viernes Santo, en diario IDEAL)

jueves, 1 de abril de 2010

DON CRISTÓBAL Y OTROS CURAS




Llama poderosamente la atención –en ese vídeo de TVE sobre la retransmisión de la Procesión General de Úbeda, en 1973– un cura enjuto, como salido de “El Quijote”, de reluciente calva y gesto nervioso, ataviado con un preconciliar roquete blanco y con un báculo de la cofradía de Jesús Nazareno en la mano, que se mueve de aquí para allá poniendo orden, acicalando el guión. Por entonces, la Procesión General era el orgullo máximo de la Semana Santa de Úbeda y don Cristóbal, un ubetense nacido en 1900, era consciente de la necesidad de que todo reluciese para que todos los españolitos de aquel Viernes Santo –todavía casi sin bares, sin teatros, todavía de luto oficial– pudieran ver la catequesis plástica de la noche magna de Úbeda. Su voz no se oye en el vídeo, pero es fácil imaginarlo colocando la capa de un penitente, reprochando a otro el descosido de la túnica, tirando de la manga del emperifollado concejal para situarlo en la presidencia oficial, detrás del Santo Entierro, plantando a los maceros a los lados del alcalde… Don Cristóbal Cantero amaba a las cofradías de Úbeda, con las que tenía una fluida relación. No en vano, muchos de los dirigentes cofrades de esa época se habían educado en su legendaria escuela de San José de Calasanz.

Muchos curas ubetenses han mimado y cuidado a las cofradías: ahí están don Diego y don Manuel, los curas hermanos; ahí, don Marcos Hidalgo o don Juan Vico; ahí está todavía don Robustiano y su fervor por “su” cofradía de la Columna, en San Isidoro. Otros tantos curas, por desgracia, no han sabido ni querido entender el valor eclesial de las cofradías y casi han acabo a tiros con ellas. Y parece que la parroquia de San Nicolás se ha llevado la peor parte. Mientras don Cristóbal se volcaba con la Procesión General, el párroco de San Nicolás montaba en cólera, irritado por las mantillas “ye-yé” de un Domingo de Resurrección; o ahí está “El Cuco”, otro Domingo de Pascua, diciendo que la marcha que preparada para las trompetas se tocaba “con cura o sin cura”, que no quería oírla ni por asomo; o mucho pero fue aquél cura de infausta memoria que además de arrasar San Nicolás y vender sus retablos, fue abucheado un Domingo de Ramos en la puerta de La Trinidad, como pago a su soberbia; o aquél que… Basta: nos quedamos con el ejemplo de ese cura vivaracho que fue don Cristóbal.

(Publicado en Diario IDEAL el 31 de marzo de 2010, Miércoles Santo)