sábado, 28 de noviembre de 2009

UNA HISTORIA DE AMOR





En Carta a D. Historia de un amor André Gorz le cuenta a Dorine Keir la biografía de su amor, lo que para él significo amarla. Dorine vivió muchos años atormentada por un cáncer de endometrio y por una aracnoiditis, y Gorz la cuidó con la paciencia del amante en una de esas hermosas casas decimonónicas del campo francés, alejados del tumulto y de la medicina convencional. Estaban solos el uno para el otro, el uno con el otro. Allí, ella pudo haber sido feliz –se lo dice con Gorz con ternura– si la enfermedad no la hubiera consumido en dolores.

El libro destila pasión, compasión, comprensión: habla del amor y de la vida en pareja, que es crecer con la persona que se quiere. Pero los párrafos finales no pueden leerse sin que un nudo apriete en la garganta. Están escritas desde la certeza del fin: André y Dorine seguramente habían hablado de su vejez, de su soledad, de la tragedia que sería agostarse sin poder ayudarse, devorados por los años. André y Dorine querían morir juntos, el mismo día, de la misma manera, y el 22 de septiembre de 2007 se inyectaron una sustancia letal. Murieron abrazados en su casa de Vosnon, no sabemos si oyendo a Kathleen Ferrier cantando los versos de Gluck que dicen que “El mundo está vacío/ no quiero vivir más”. Algunas noches André veía la silueta de un hombre caminando detrás un coche fúnebre en el que viaja Dorine, ya muerta. Y le dice que no quiere asistir a su incineración ni que le den un bote con sus cenizas, y que se despierta cuando oye la voz delicadísima de Ferrier cantando esos versos. “A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro”: ninguno quiere quedarse en ese mundo vacío e inhóspito que la muerte inaugura con la ausencia de la persona amada.

Gorz es un anciano de más de ochenta años cuando escribe esta carta de amor. Pero es un anciano enamorado: confiesa que hace poco volvió a enamorarse de Dorine y que está poseído por “un vacío devorador que sólo sacia tu cuerpo apretado contra el mío”. De pronto, en esas palabras cuajadas de melancolía y de tristeza y cercadas por la inminencia del fin –la proximidad de la muerte ha dotado al filósofo de una clarividencia mágica– resuenan algunos de los más bellos versos de amor. ¿No se anuncia en ese amor postrero el polvo enamorado de Quevedo? ¿No está el amante André diciéndole a la amada Dorine que “con la lengua muerta y fría en la boca/ pienso mover la voz a ti debida”? El amor, claro, es una forma de vivir juntos, pero para Gorz es también una manera de morir juntos, porque sabe que cuando lo amado muere, muere una parte del amante, tal vez la parte fundamental de su persona. Y entonces el mundo está vacío, pero no tanto, pues las palabras del amor “harán parar las aguas del olvido”. Morir amando y quedarse en lo amado. Amar con la intensidad de los huesos y los músculos, creciendo cada día en el amor. “Recién acabas de cumplir ochenta y dos años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca.” Todo está dicho.

(Publicado en Diario IDEAL el día 27 de noviembre de 2009)

viernes, 20 de noviembre de 2009

EL ESTUDIO DEL ARTISTA




Los estudios de los artistas tiene algo sagrado, mágico, como si guardaran un misterio al que el resto de los hombres no podemos acceder. Cuando se atraviesa la puerta del estudio de Antonio Espadas –pequeño, todo lo pulcro que puede estar el lugar donde pinta un pintor, situado al final de una escalera difícil– uno se siente preso en la red invisible de algo que de tener nombre debería ser “arte”, supongo yo. En ese espacio ha pintado Espadas sus cuadros en los que los paisajes de Úbeda descansan sobre el lienzo llenos de luz, quietísimos. Allí están los testigos del laborioso proceso creador: los pinceles limpios o todavía con restos de pintura; los tubos de óleo y la caja de acuarelas, como un muestrario de caramelos; los cuadros amontonados contra la pared y los retratos que los amigos –Góngora, Pepe Dueñas...– y el hijo han hecho del artista; mascarillas de barro como testigos funerarios de no sabemos que rituales antiguos; la mesa en la que Antonio pinta y traza los cuadros, el boceto de una acuarela sobre el caballete con la iglesia de San Pablo todavía en ciernes, como detenida en una lejana Edad Media de manchas esbozadas o presentimientos de agua coloreada...

Diego Rivera, Hubert Robert o Jan Vermeer pintaron el estudio en el que creaban, en el que cada día trabajaban para dar forma exacta y precisa de lo bello. ¿Qué es el arte? Es difícil definirlo en este tiempo en que las grandes ferias de lo artístico confunden lo bello con lo postizo o con lo realmente asqueroso, como esa “Mierda de artista” de Piero Manzini. El argumento de que cualquier cosa salida de la cabeza del “artista” es arte ha puesto al arte verdadero en un apuro, lo ha abandonado en una retirada. Y por eso es necesario volver a los estudios de los artistas para intuir una definición del arte. ¿Qué es el arte? Lo que sale de ese recinto íntimo en el que la luz se declina sobre las formas de los edificios, sobre los rostros de las personas que sirvieron de modelos y que son ya química fosilizada sobre la tela blanca, la carpeta sorprendente en la que Antonio Espadas guarda una colección de acuarelas que apresan con la levedad de lo numinoso los espacios de Úbeda, todavía hermosos.

Hay un magisterio en el oficio del artista que urge reivindicar. Por lo que tiene de minucioso, de constante, por su capacidad de mirar. El acto íntimo de la creación es un acto definitivo de soberanía personal, de independencia frente al mundo y sus estupideces. Al crear, el artista da forma plástica, palpable, a aquello que su mirada ha apresado en el tiempo herido. A través de su laboriosidad el artista congela las emociones que palpitan en su interior, su visión del mundo. En realidad, el artista trabaja como un artesano del arte, con la paciencia del padre que espera el nacimiento del hijo y luego lo acuna. Con la emoción del que siente que la luz del mundo lo atraviesa pidiendo paso en el cuadro, que es así retal de una época, testigo de un momento. Eso –pienso– es lo que yo sentí la tarde de noviembre en el estudio de Antonio Espadas.

(Publicado en Diario IDEAL el 19 de noviembre de 2009)

lunes, 16 de noviembre de 2009

MÁS ALLÁ DEL MURO




Se han cumplido veinte años de la caída del Muro de Berlín: el 9 de noviembre de 1989 los ciudadanos alemanes ponían fin, pacíficamente, a una de las etapas más sombrías de la historia del género humano. Porque pese a sus promesas de redención universal y pese a su afán –o precisamente por ese afán– de hacer de la tierra un “paraíso, patria de la humanidad” el comunismo acabó convertido en un capítulo más de la historia del sufrimiento humano, tal vez el más siniestro y sanguinario, el que más dolor contabiliza en su haber: en palabras de John Gray “el resultado final del experimento bolchevique fueron los asesinatos masivos y las vidas truncadas a una escala sin precedentes”. Por eso sorprende oír las palabras de José Luis Centella, el flamante secretario general del PCE, cuando dice que se siente orgulloso de ser lo que es y que los comunistas no tienen que arrepentirse ni pedir perdón. Y sorprende más aún que lo diga mientras los berlineses conmemoran la noche en la que comenzaron a sentir que eran dueños, nuevamente, de sus vidas y que se podía poner fin al futuro controlado, vigilado, frío, que el partido comunista alemán había dibujado para ellos, porque en realidad el comunismo no fue otra cosa que una administración ineficaz económicamente pero muy efectiva en la destrucción del alma, a la que aniquiló con una terrible capacidad para oscurecer los afanes mejores del genio humano. Que aquella ilusión de 1989 fuera un espejismo y que la voracidad de la derecha neoliberal y neoconservadora se haya encargado de dinamitar cualquier esperanza no quita mérito a lo conseguido en la mágica noche del otoño de hace veinte años, la noche en que la historia volvió a hacerse presente y las personas enseñaron que a veces los tanques no bastan para frenar la ola de la libertad.

Pero ya digo que la esperanza inaugurada aquella noche, cuando se desintegraban las fronteras de la dictadura comunista, ha acabado en nada. Hoy el mundo es más inseguro que en 1989 y avanzamos imparables –y lo que es peor: ciegos– hacia el cumplimiento de la profecía de Alain Minc, que predijo la llegada de una nueva Edad Media, con la desintegración de los estados en muchas zonas del mundo –África, Afganistán, Iraq, Colombia, México– y la expansión de zonas controladas por poderes particulares, sean estos multinacionales, piratas, asociaciones mafiosas o grupos religiosos o terroristas. Hoy los riesgos para la supervivencia de la especie humana son más evidentes y más graves que hace veinte años. Hoy la violencia y el aumento de la población y de la pobreza y el descontrol armamentístico y la presencia cada vez más amenazante de los efectos del cambio climático, auguran una época terriblemente incierta para la humanidad, que por primera vez desde hace decenios se enfrenta a la evidencia de que el futuro que nos espera es, con todos esos condicionantes, necesariamente más oscuro que el que nos promete una casta política adobada por una estupidez sin límites.

Pero lo peor de todo es que frente a esa catástrofe anunciada por los signos de los tiempos, no hay alternativas. La crisis económica y social provocada por los postulados del pensamiento de la derecha no tiene enfrente argumentos que permitan considerar viable una rectificación del rumbo. La izquierda, lo hemos visto, sigue desaparecida bajo los cascotes del muro, aferrada al pasado, cuando el pasado ya no es una alternativa. Hay una necesidad urgente de que la izquierda se repiense: pero para ello es necesario que antes asuma que está desnuda, en la indigencia intelectual. Si la izquierda sólo ofrece pasado, la izquierda carece de futuro. Y hablo de la única izquierda posible, la socialdemocracia, que es la que puede ofrecer un catálogo real de mejoras en la vida de las personas.

La izquierda tiene que pensar un futuro limitado, sin pretensiones, con modestia: el tiempo de las utopías y de las revoluciones universales terminó, felizmente, hace veinte años. Ya no es tiempo de redenciones, porque la gran enseñanza del siglo XX es que la utopía y la revolución degeneran siempre en horror y tiranías. Esa izquierda que soñaba con transformar el mundo, abarcando todas las facetas de la realidad y queriendo modificarlas incluso con la herramienta del crimen masivo, ya no sirve: ahora es necesario un pensamiento nuevo que intente rescatar y acotar espacios para salvaguardar la dignidad del ser humano y el futuro de la especie. Es necesario, pues, un pensamiento sin ambición, consciente de que el pesimismo ofrece una imagen más certera de la realidad, un pensamiento tocado también por un halo poético que se implique en la tarea diaria, no mesiánica, de ayudar a reducir el dolor del mundo. La tarea del futuro no es la gran tarea revolucionaria, sino la acumulación de tareas pequeñas en una política hecha con rostro humano, una política de lo cotidiano, tal vez al modo en que Obama está reinventando la política en Estados Unidos. No se trata, por lo tanto, de pensar en cómo remover las fuerzas cósmicas ni las superestructuras del capitalismo que impiden la felicidad del hombre, sino de reflexionar y acordar las fórmulas que permitan remover lacras como la tortura, el hambre, la esclavitud, la explotación infantil, la soberbia empresarial, la desprotección de las mujeres y los homosexuales, la persecución ideológica, la falta de libertad de creación y expresión. No hay posibilidad ninguna de construir paraísos, pero tienen que abrirse caminos que permitan avanzar en el cierre de los infiernos.

En realidad la izquierda posible –heredera de la socialdemocracia y del humanismo cristiano– tiene que superarse así misma, superando la herencia ideológica de la modernidad: hay que pensar en otros términos. El paradigma de un futuro que acumula mejoras, la creencia de que la historia es una flecha que avanza hacia un mayor bienestar o una mayor seguridad, son falsos. Pero esa fe ciega permanece inamovible en la mentalidad de políticos y pensadores, que tal y como advierte Philip Roth ni siquiera han permitido que el nivel más bajo de pensamiento imaginativo acceda a la conciencia, para evitar que se cause el menor trastorno. Y sin embargo urge (re)construir un “pensamiento imaginativo” que, desde el desencantamiento del mundo y del futuro y desde la conciencia alerta del pesimismo, permita articular respuestas que eviten los horrores del futuro, para los que Robert D. Kaplan piensa que tal vez todavía no se han inventado las palabras que los denominen.

¿No avanza el mundo sin control? ¿No es realmente suicida pensar que un ser esencialmente destructor como es el hombre podrá controlar los efectos aniquiladores de los grandes avances científicos, como la clonación? ¿No es evidentemente suicida seguir creyendo que podemos forzar la máquina del planeta porque podremos rectificar antes de llegar al punto de no retorno? ¿No es claramente suicida escamotear las respuestas a los grandes interrogantes que plantea un mundo superpoblado y cada día menos integrado y más violento? Frente a estos retos no caben las revoluciones: pero cabe y urge pensar en los términos de lo posible, de lo factible. Sólo así será posible derribar sin dramas, como en 1989, los muros que hoy oscurecen el futuro.

(Publicado en Diario IDEAL el día 14 de noviembre de 2009)

viernes, 13 de noviembre de 2009

EREMOZOICO




Hace unos años Edward O. Wilson avisaba que la humanidad está dejando atrás el cenozoico, o edad de los mamíferos, para entrar en el eremozoico, o era de la soledad. El prestigioso darwiniano no realiza profecías: señala que la acción del hombre sobre el medio ambiente está produciendo la mayor extinción en masa desde el fin de los dinosaurios. Miles de especies animales y vegetales desaparecen diariamente y el ritmo de destrucción no tiene visos de frenarse, por lo que es fácil prever que la generación de nuestros hijos asistirá a la desaparición de todos los parajes naturales y salvajes y el ser humano se quedará –con la triste compañía de las especies domesticadas y hechas a imagen y semejanza de sus necesidades– sólo sobre la faz de la tierra. En tres décadas poblaremos el mundo 8.000 millones de seres humanos: John Gray, con su sensata clarividencia, tiene muy claro que no se puede mantener esa población sin desolar la tierra. Para sobrevivir tendremos que quedarnos solos y nuestra supervivencia nos convierte, según el científico James Lovelock, en una “enfermedad planetaria”: la tierra padece “primatemaia”, una plaga de personas.

La perspectiva de vivir solos en un mundo post-natural, arrasado y ceniciento, rodeados de humanos clonados y hechos a imagen y semejanza de las tiranías que se otean en el horizonte, es desoladora. Pero la solución que Lovelock ve más viable para que no cuaje históricamente la era de la soledad, es sobrecogedora. Porque uno de los mecanismos que pone fin a las plagas es la destrucción del parásito, y los más lúcidos pensadores del momento prevén que el aumento de la población y el descenso de los recursos generarán en el futuro conflictos de tal magnitud que la mortalidad humana alcanzará niveles desconocidos. Así, el hombre, que su ceguera viaja hacia la soledad de un mundo artificial, frenará en las próximas décadas el viaje hacia el espanto al coste de un sufrimiento y una destrucción de vidas sin parangón en la historia. ¿La plenitud del proceso de destrucción del mundo marca el inicio del ocaso del crecimiento de la especie? O más aún, ¿es necesaria una disminución radical, brutal, en el número de seres humanos para que la especie y el planeta tal y como lo conocemos se salven?

Los pensadores más lúcidos alertan sobre los dramas que se avecinan. Pero, despojados de la fe ciega en el progreso y la tecnología propia de la modernidad, lo hacen sin acritud, con la sensatez escéptica de los que saben que ya no son posibles las utopías y que sólo caben las pequeñas modificaciones de la realidad para garantizar que nuestros hijos hereden un mundo hospitalario. El último aviso lo ha dado el profesor de Stanford Paul R. Ehrlich: si no se controla la natalidad, a nivel mundial, el mundo está abocado o al caos horripilante vislumbrado por Lovelock o al páramo anunciado por Wilson. No sé si estaremos solos en el futuro, pero lo cierto es que hoy estamos solos frente el futuro. Pensemos, pues, desde la soledad. Sin miedo a pensar, pero con miedo al futuro.

(Publicado en Diario IDEAL el día 12 de noviembre de 2009)

viernes, 6 de noviembre de 2009

ALAKRANA




No entiendo a este país. Y a veces, incluso, me avergüenza: demasiadas veces. Este es el país donde los partidos políticos se pasan la democracia por el arco del triunfo, pero donde todos se la cogen con papel de fumar cuando hablan del Estado de Derecho en según que ocasiones: el mismo Estado de Derecho que, por ejemplo, no respetan ni el PSC ni CiU ni ERC cuando cargan contra el Tribunal Constitucional a cuenta de la sentencia sobre el a todas luces inconstitucional Estatuto de Cataluña.

No entiendo este país, que carcomido por el cáncer del buenrrollismo y de la política guay se ha olvidado de lo que los pensadores alemanes denominaban la realpolitik. La política cruda y dura, el hueso desnudo de la política, la política en estado puro, ese espacio en el que el político se enfrente con la realidad y sólo cabe el riesgo y la decisión valiente, la política en el borde mismo de la guerra o del enfrentamiento, contra otros países o contra piratas. La política descarnada, cruda, donde se juega al todo o nada por cosas realmente importantes y urgentes.

Y todo esto me viene a la cabeza a propósito del secuestro del pesquero Alakrana.

No entiendo cómo desde el primer momento, y antes de haber permitido llegar a esta situación espantosa, el Gobierno no dibujó un plan para liberar a los pescadores por la fuerza, con toda la fuerza que aún pueda conservar unas fuerzas armadas a las que se prepara y adoctrina para la paz pero no para la guerra, como si los ejércitos fuesen otra cosa que máquinas de guerra, máquinas, en este caso, para defender a los españoles que lo necesitan. Pero no hubo acción militar, porque nuestros soldados no están para eso: lo extraño es que todavía no hayan recibido un fax del Ministerio ordenándoles que se vistan de gallinas caponatas para saludar a los piratas cuando se crucen con ellos, rebajando así la tensión. No hubo operación militar y ya no puede haberla, porque se traduciría en una escabechina de pescadores españoles. Hoy, los piratas son dueños absolutos de la situación.

Menos aún entiendo cómo se pudo detener a dos piratas y en lugar de mantenerlos a bordo del buque que la Armada tiene en el Índico –para negociar con los piratas, para chantajearlos, para intercambiar– los mandaron a España: la detención le daba a España una ventaja en la negociación, su envío a España le da toda la fuerza a los piratas. Ya sabemos que hay jueces ciegos por ser famosos o nobeles y que acabarán juzgando hasta al lucero del alba. Pero en este caso hubiera sido preferible que los militares –respaldados, protegidos, amparados por el Gobierno y por la deber de obedecer a los superiores y por las barbas del abuelo de Heidi si hace falta– hubieran puesto a buen recaudo, escondidos en las bodegas del buque, a los piratas retenidos y le hubieran dicho al juez (si este se emperraba en reclamarlos para hacerles radiografías) que se habían fugado: aquí era más importante y necesaria esa dosis de realpolitik, con todo su cinismo, que el sarampión de Estado de Derecho que de pronto entró. Y lo curioso es que el sarampión les ha dado, incluso o más que a nadie, a quienes ven bien que se vapulee al Constitucional por lo que ya he dicho más arriba.

Poniendo en manos de la justicia española –perdonen la expresión, pero no se me ocurre otra para designar el tenderete de tribunales que tenemos aquí– a los dos piratas se ha dejado en un callejón sin salida a los pescadores españoles: los piratas amenazan con matarlos de tres en tres si no son devueltos a Somalia sus dos compañeros. Y sus compañeros no pueden ser devueltos porque el Estado no funciona así y esta bien que una vez llegados a este punto no funcione así. Luego llegados al punto de imposible solución, ¿ahora qué?, ¿le damos una medalla al méritodenosequé a los todos los lumbreras implicados en la detención legalísima de los piratas? ¿Una medalla por todos los marineros que asesinen los piratas o una por cada uno? ¿Qué hacemos para rescatar a nuestros compatriotas de ese pozo de caos que es la costa somalí? ¿Seguimos elaborando bonitos discursos? ¿Seguimos consintiendo la bochornosa bronca política y el desprecio a las familias?

No sé, estoy hecho un lío. Y cabreado, claro, como tantos españoles decentes que hoy pensamos más que nada en el sufrimiento de estos trabajadores y de sus familias, en el terrible desasosiego de no saber qué va a pasar pero de saber que la solución, si la hay, es difícil. Y lo que más miedo me da es oír a los políticos de turno decir que Ministerio de Defensa (y Pacificación) tiene la situación controlada. Que Dios o el destino o el hado de los dioses se apiaden de los pescadores españoles, porque la torpeza de su país los ha dejado en la estacada, casi casi abandonados a su suerte, que es lo español. Supongo que muchos de ellos estarán pensando en estas horas de angustia cuánto mejor es nacer estadounidense, francés o inglés. Por desgracia no podemos elegir y nacimos españoles. Y los piratas nos tienen calados, seguro: deben estar tronchándose de la risa viendo como ellos aprietan el cuchillo sobre el cuello de los pescadores mientras aquí la indecente casta política intenta sacar tajada y beneficio de esta desgracia.

Ya digo, no entiendo este país. Y muchas veces, incluso demasiadas pocas, me da vergüenza. Hoy es uno de esos días.

APUNTES EN CHILLUÉVAR




Ya al pasar por Torreperogil el paisaje aligera su carga monótona y rectilínea de olivares y en algunas laderas rastrean todavía las últimas cepas de vid que se conservan en la comarca, tan rica antaño en vinos. A la altura del Puente de la Cerrada y de Santo Tomé el campo adquiere una hermosura nueva: la cercanía del río puebla el horizonte de álamos y chopos amarillentos, de tierra oscura en la que se plantarán los cereales. Y ya en Chilluévar se presiente la sierra, como un avanzadilla o como una trinchera de un paisaje que no debió perderse nunca.

Se sube la cuesta en la que descansa el cementerio de Chilluévar –¡qué sensación de tristeza y abandono la de estos cementerios pequeños!– y los olivos comienzan a ceder terreno a las encinas, a los pinos, a los caminos olvidados de tierra roja que llevan hasta los barrancos hondos que tienen como telón de fondo la sierra: un muro de rocas grises, escarpadas, cortadas como una garganta seca y con la hermosura de la creación desnuda. Los olivos han ido arañando terreno en las lomas y el bosque ha cedido ante la presión del hombre, pero por suerte no se ha apropiado el olivar avariento de todo el horizonte. Porque entre tanto gris polvoriento, entre tanto campo con aspecto de cansado y sediento, serpentean los arroyos y los chopos elevan su melancolía pálida sobre el paisaje quieto. Allí, en las profundidades del campo, sólo existieron el fin de semana pasado el silencio de la vida y los días azules. Y la sensación vivísima de que el otoño es un apunte poético insinuado en las hojas marchitas de los perales y los manzanos sobre la hierba verde o en la belleza ocre y circular de las granadas.

El silencio es la paz interna e intensa, porque nos permite pensarnos y llegar a acuerdos con nuestro interior. El silencio y la belleza de la naturaleza –tan maltratada y pese a todo tan generosa– nos ofrecen no sé qué alegría de desconocidos acordes, no sé qué sensación de que se han restañado las heridas que dentro de nosotros abren las miserias de cada día. Era posible pensarlo y sentirlo las noches de la sierra, blanquecinas bajo la luz de la luna casi llena, cuando a lo lejos titilaban las luces de los pueblos lejanos, de las caserías perdidas entre los últimos pinares. ¿Hasta qué punto nos pertenece tanta belleza? Allí, perdidos en un trozo del paraíso –el paraíso debió ser un concierto de silencios y pájaros, un eco de balidos de oveja y cantos de gallo traídos por la brisa fresca de la tarde, un coro de ladridos perdidos en la madrugada–, creo que era fácil sentir que no somos propietarios de tanta belleza, que carecemos de títulos que nos legitimen para destruirla. En realidad, los únicos dueños de todo aquello son aquellos buitres que al mediodía del lunes sobrevolaban majestuosos el cielo apretado de nubes grises, dejándose llevar por el aire húmedo del universo suspendido e iluminado de tristezas, como dos señores extraños en un mundo que fue suyo durante milenios y que ya no les pertenece, pues no lo hemos apropiado para destruirlo.

(Publicado en Diario IDEAL el día 5 de noviembre de 2009)

lunes, 2 de noviembre de 2009

ÁGORA




Me preguntaba mi hermano Jose Miguel que qué me ha parecido la película Ágora, de Alejandro Amenábar. Casi transcribo aquí el mensaje que le mandé contándole mis impresiones. Y es que la película me ha parecido entretenida, pero poco más. Pretenciosa, pues abarca demasiado y aprieta poco, o no aprieta nada, o aprieta allí donde le conviene, sectariamente. Y tendenciosa: es cierto que puede ser vista como una denuncia contra todos los fanatismos (creo que así la he visto yo), pero vuelvo a preguntarme si estos directores y actores tan modernos serían capaces de hacer una película no para criticar los crímenes cometidos por los cristianos o por los paganos o por los judíos hace 1600 años, si no para criticar los crímenes que se cometen ahora por los musulmanes o para denunciar la red de connivencia social con el terrorismo que corrompe el País Vasco. Esto es como dar un palo en la cabeza de otro, y al final eso no resulta, por mucho que la Iglesia siga manteniendo al asesino obispo Cirilo como un santo de especial categoría: si lo que se quiere es denunciar el fanatismo religioso, lo sensato y valiente es hacerlo con ejemplos actuales. Y si lo que quiere es que la Iglesia borre de su santoral a tanto hombre indigno (el tal Cirilo, un buen puñado de papas e inquisidores, Escribá de Balaguer...), que se diga abiertamente. Si se quiere denunciar el fanatismo cristiano que se haga contando las consecuencias terribles que en África tiene la doctrina papal sobre el condón, o que se cuente lo que hizo Fesser en Camino, arremetiendo contra el fanatismo del Opus Dei. Si se quiere denunciar un fanatismo que todavía se manche las manos de sangre, que se ponga el objetivo en los islamistas. Jugar de otra manera al hacer una película o al contar una historia es de cobardes, como los progres españoles, que consideran que las viñetas de Mahoma o la murga de Ceuta que criticaba al Islam son ataques injustificados a una religión y que, sin embargo, cuando los cristianos protestan por las burlas que se hacen de sus creencias consideran que están atacando la libertad de expresión.

No se puede estar al caldo y a las tajadas, y me temo que Amenábar, aquí, ha querido estar en misa y repicando, o sea, que ha estado cobarde. Técnicamente muy bien, muy bonita, el decorado precioso, pero detrás, más allá de una denuncia general y diluida del fanatismo, vuelve a caer en una crítica manida contra la religión cristiana, un ataque burdo que en realidad sólo puede ofender a los creyentes más extremistas. A mí, particularmente, me ofende poco: soy consciente de la ola de sangre y crímenes que tras de sí arrastra la religión cristiana.

Estoy convencido de que a la película, para ser honesta intelectualmente, le falta una segunda parte: si aquí se critica ese fanatismo criminal de los cristianos, debería Amenábar hacer una película en la que muestre cualquiera de los casos heroicos en los que los cristianos han dado ejemplo de humanidad: San Francisco o Maximiliano Kolbe, por ejemplo. La Misión, sinceramente, me parece que refleja mucho mejor, con más potencia, con más sinceridad y con más valentía la miseria del cristianismo (representada por la posición de la jerarquía que vende a los indios y las reducciones jesuíticas), mostrando la contrapartida de su grandeza (la defensa cerrada que los jesuitas hacen de los indígenas). Esa sí es una crítica valiente, expuesta, coherente: en Ágora se juega con trampa. Simplemente. Y no me gustan las películas tramposas. La he visto una vez, pero no creo que sea una película para ver más veces: el rato entretenido de la primera vez puede cortarse en las tripas, como la leche agria, si uno se planta delante de la pantalla para verla de nuevo.