miércoles, 30 de septiembre de 2009

Personajes de Feria. EL CHIQUILLO





Seguramente ayer se levantó nervioso, como en una mañana de Reyes: ¡ayer era el día en que salían los gigantes y los cabezudos! Y nervioso se fue a la escuela, y nervioso intentó comer y no pudo tragar, y nervioso fue de la mano de su padre, Real abajo, camino del Ayuntamiento para ver la festiva procesión. Y nervioso quería pero no quería que los cabezudos se acercasen a él. Y ya los nervios no se van del estómago del chiquillo en toda la Feria.

Está bien que el chiquillo –que mira con ojos grandes, abiertos como platos, todo lo que la Feria trae– esté nervioso en estos días de Feria, porque sus nervios son un indicativo de felicidad. Está nervioso porque para él todo es nuevo, porque quisiera poder tenerlo todo, cogerlo todo, está nervioso porque sabe que lo esperan los carruseles, porque se ensimisma ante las miles de bombillas encendidas, porque quiere algodón dulce y que su padre meta en la tómbola y le toque no sabemos que muñeco con el polvo de trescientas ferias a cuestas. Está nervioso porque aunque los maestros le han dado la Feria y tiene que ir a la escuela a la mañana siguiente, se queda hasta tarde en las casetas y juega en las calles del Ferial, rey absoluto de todo lo que el Ayuntamiento ha organizado para que haya diversión, sobre todo para que pueda divertirse ese chiquillo que llora cuando sus padres le dicen que es hora de irse, ese que moquea pidiendo una vuelta más en el carrusel, ese que patalea si no le compran el algodón dulce o una panocha asada, ese que tiene que ser sacado a rastras del Ferial pero que pasados unos metros le pide a su madre que lo coja –los nervios y las vueltas de escalextric lo han dejado rendido–, ese que al poco de iniciarse la caminata de vuelta a Úbeda ya se ha dormido en los brazos de su padre, con la baba cayéndosele por la boca que dibuja una felicidad.

Pensamos que no habría Feria si no hubiese casetas, ni tómbolas, ni carruseles, ni conciertos, ni teatro, ni verbenas: pero cuando en realidad dejará de haber Feria es cuando no haya chiquillos que, nerviosos, atraviesen la portada del Ferial apretando en el bolsillo sus pobres monedas. Porque el chiquillo, el anjalico, la criatura, es el verdadero protagonista de la Feria: no se hizo el chiquillo para la Feria, pero sí se hizo la Feria para el chiquillo.

(Publicado en Diario IDEAL el 29 de septiembre de 2009)

DICCIONARIO DE FERIA




ANJALICO. Dícese del espécimen humano cuya edad se sitúa entre los 2 y los 12 años y que goza de la suficiente capacidad intelectual como para llorar, moquear, babear y berrear cual toro en celo si no lo montan en los carruseles un mínimo de diez veces por día, le compran algodón dulce, martillos con sonidos y demás instrumentos inventados por los feriantes para martirio y tortura de los padres y abuelos del citado anjalico.

BARATO. Condición económica de los productos y servicios que brilla por su ausencia en el conglomerado de la Feria, donde el término apropiado una vez que se atraviesa la portada del Ferial es el antónimo en grado superlativo, useasé, carísimo.

CARRUSEL. Artefacto diabólico compuesto por elementos móviles y luces de colores, del que uno no quisiera bajarse cuando tiene entre 2 y 18 años, y en el que a uno se le convierten en eternas las vueltas y subidas y bajadas cuando ha superado esa edad, periodo en el cual suele provocar vómitos, dolor de cabeza y cabreo por no habérselo pensado antes de pagar los 3 euros que cuesta el viaje en el cacharro.

DIVERSIÓN. Estado del espíritu propio de los días de Feria que, no obstante, suele verse empañado por diversos elementos: interminables colas en las taquillas de las casetas, comidas frías y cervezas calientes en los mismos recintos, barraqueras de los anjalicos, camino sin fin hasta el Ferial y un largo etcétera.

EURO. Dícese del gran ausente de los bolsillos durante la Feria. Oficialmente se trata de la moneda que inventaron en la Unión Europea para jubilar a la bendita peseta y arruinar a los españoles.

FEALDAD. Aspecto físico presentado por algunos seres humanos pocos agraciados en el reparto divino, pero, sobre todo, cualidad estética de las máscaras de cartón piedra con las que desfilan gigantes y cabezudos, y que poseen el extraño de don de provocar los llantos de los anjalicos asustados ante tal concentración de adefesios.

GUARNÍO. Estado físico próximo a la ruina en el que el cuerpo humano se encuentra mientras se tira la traca de la noche de San Francisco, y que comúnmente se traduce en rozaduras en los pies, gastritis aguda y diarreas de regalo, dolor de cabeza, falta de sueño y ganas de que suene de una vez el trueno gordo. Dicho estado se acentúa cuanto mayor es el número de horas que se le ha dedicado al asunto de la Feria.

HARTURA. Estado espiritual que traducido al lenguaje de la calle resulta “¡Por Dios, que se acabe la Feria de una vez!”.

IBUPROFENO. Invento farmacéutico, suministrable en polvos o pastillas, que posee la capacidad milagrosa de reducir los efectos propios de la condición de guarnío, facilitando así la resistencia a los envites propios de la Feria.

JAMÓN. Pata trasera propia del espécimen animal denominado “marrano”, que debidamente cortada y salada puede alcanzar cotas de sublime exquisitez. En la Feria dícese de los escasos pedazos de carne medio cruda y de color rojizo por la que, debidamente servida en un plato de plástico, se cobran no menos de 15 euros.

KALIMOCHO. Brebaje realizado a base de vino y cocacola, que por la grafía de su nombre parece importado del mundo radical vasco, y que los adolescentes y jóvenes toman en el macrobotellón que cada noche organizan con motivo de la Feria en los espacios aledaños al Ferial, con gran contento de vecinos y transeúntes, afortunados destinatarios de cientos de litros de orina y varios kilos de basura.

LIMPIEZA. Estado y condición que nunca se encontrará en los WC instalados en las casetas del Recinto Ferial.

MEADA. Urgencia física que suele aparecer en el momento más inoportuno: cuando la cola es más grande en los WC de las casetas, cuando no hay manera de encontrar un rincón del Ferial sin gente donde soltar el líquido elemento o cuando el torero se encuentra en plena faena dentro de una Plaza de Toros llena hasta la bandera. Nota no machista: suele darse con más asiduidad y menos capacidad de contención entre los (o las, que diría Bibiana) especimenes del sexo femenino, que cuando bordean la catástrofe no dudan en apropiarse de los WC destinados a los sufridos caballeros.

NUBE. Dícese de aquello parecido al algodón que en condiciones normales aparece en el cielo durante los días de Feria, que suele descargar agua e ir acompañada de viento y frío, estropeando el normal desarrollo de la celebración y por ello deseada por los que se encuentran guarníos y temida por los feriantes, anjalicos y resistentes a base de ibuprofeno.

ÑAÑARA. Extraña palabra que hemos tenido que rebuscar para poder completar este diccionario. Significa “pereza” y es lo que uno siente cada vez que tiene que iniciar el largo camino de peregrinación al Recinto Ferial, instalado por los sabios munícipes allí donde Dios dejó el palustre cuando terminó la creación.

OREJA. Apéndice auditivo del animal parecido al gato o a la cabra que, con pretensión de o a imitación del toro, sale por la puerta de toriles de la Plaza de Toros de Úbeda, y que el público ubetense está desando ver cortada y en manos del torero sea cual sea la faena que este haya realizado. Diversos estudios revelan que una vez que saca su entrada, el aficionado ubetense se ve poseído por una extraña dolencia llamada “orejetis”, tanto más aguda cuanto más rato se permanece en el sol.

POLVO. En el buen sentido de la palabra, tierrecilla minúscula que se acumula en los zapatos día tras día de Feria, con la consiguiente molestia del usuario. En el mal (y placentero, por otra parte) sentido de la palabra, acto sexual con el que los más atrevidos o fogosos quisieran culminar las memorables noches de Feria.

QUEJAS. Alocuciones propias y tradicionales pronunciadas constantemente y en tono lastimero o cabreado durante los días de Feria: “¡Qué lejos está el Ferial!”, “¡Este chiquillo me tiene harta!”, “¿Cuánto te queda que llevas dos horas pintándote!”, “¡El vestido de gitana me ha rozado los muslos, no me lo pongo más!” y otros similares.

REBUJITO. Exitosa bebida que malogra la manzanilla a base de añadirle una bebida espumosa similar a la gaseosa, vendida a mansalva por los amigos de la Caseta de La Sentencia en botellas de a litro, con gran éxito entre los pertenecientes al grupo “Amíloquemeechen”.

SILLA. Dícese del mueble compuesto por reposadero para el culo, cuatro patas y respaldo que uno busca desesperadamente por las casetas de la Feria para poder descansar mientras se come y se bebe y que siempre está ocupado, en no pocas ocasiones por chiquillos que juegan en la puerta y en otras por abuelos que con un triste botellín echan la noche dormitando al son de las sevillanas.

TOCAPELOTAS. Espécimen humano cuya única función en la vida consiste en incordiar y molestar al pacífico ciudadano que sólo quiere disfrutar de la Feria. Considerando que la verdad más verdadera es la ley de Murphy durante los días de Feria lo normal es que el tocapelotas o la tocapelotas se sitúen detrás de ti en los toros y te claven las rodillas, a tu lado en el teatro y no paren de comentar lo guapa que es la actriz o de preguntar “¿qué han dicho?” o delante de ti en la cola de la taquilla y no pare de ir a preguntarle al que está en la mesa qué es lo quiere.

URBANO. Autobús que transita por las calles de Úbeda echando más humo que un perol de callos y que en los días de Feria te recoge en el Hospital de Santiago y te deja en la Gasolinera del León, abandonándote a tu suerte para que recorras el no corto trayecto que todavía queda hasta llegar al Ferial, donde Dios dejó el palustre, como ya se ha dicho, y nosotros las suelas de nuestros zapatos.

VÓMITO. Alivio necesario para el sufrido estómago tras varios días de excesos ferieros, que los más civilizados depositan en el WC de sus casas y los bárbaros donde primero les pilla.

WHISKY. Una de las muchas bebidas destiladas que, debidamente envasadas en garrafones, se sirven en las casetas de copas y en las que no lo son, a mayor honra y gloria de los cinco euros que el infeliz ha pagado por el cubata.

XENÓFOBO. Repugnante espécimen pseudo humano, resistente a todas las situaciones políticas, que se dedica a hacer gracias con las desgracias de los emigrantes que pasean por las casetas intentando vender un cd o unas antenas de colores.

YERBA. Ser vivo de carácter vegetal que debidamente cortado, secado, liado y encendido puede ser olido en determinadas casetas de la Feria a ciertas horas de la noche, con el consiguiente riesgo para la diversión sin problemas, pues cuentan que la citada yerba pura, que diría Paco Gandía, provoca alucinaciones y mala leche.

ZAPATO. Prenda de vestir –o más concretamente de calzar– que uno no puede sacarse del pie hinchado cuando llega a su casa después de comer churros y de peregrinar desde el Ferial hasta la lejana Úbeda. En el caso de los especimenes de condición mujer, los zapatos, elevados por tacones, causan daños irreparables desde el mismo momento en que se mete en ellos el pie y se soportan los referidos años durante horas y horas en el Ferial, con baile incluido, por el solo afán de estar guapas, elevando a la categoría de dogma aquello de que “para presumir hay que sufrir”.

(Publicado en Diario IDEAL el 29 de septiembre de 2009)

viernes, 25 de septiembre de 2009

NENE, PAPI TE AMPARA





De los polvos levantados por la LOGSE vienen los lodos que exigen que los profesores y los maestros se vean convertidos en agentes de la autoridad, como un guardia civil. El gobierno de Esperanza Aguirre –por otra parte tan preocupado por mandar al garete lo público– ha aprobado una norma así, que es bien recibida por casi todos los sectores implicados en lo de la educación. Con la norma madrileña aflora el malestar generado por las sucesivas leyes educativas y los gobiernos de todos los colores, que han convertido la educación española en la peor del mundo occidental, amén de haber transformado los institutos –sobre todo los institutos– en espacios donde impera la ley del matón, que suele ser el más vago, el que está en la escuela sin querer estar, el que ni come ni deja, el que ni aprende ni deja que se aprenda o se enseñe, el más protegido por el sistema, las leyes, los políticos y los dichosos pedagogos, que nunca han pisado un aula pero que con sus teorías peregrinas han dejado la educación más raspada que la vergüenza de un banquero.

Ya el Panfleto antipedagógico de Ricardo Moreno –convertido en evangelio de los que consideramos la educación como el bien más fundamental– puso de relieve el drama de la educación en España, sobre todo el drama y calvario por el que atraviesan los chavales que van a la escuela a aprender y los profesores que aman su trabajo, y que se encuentran machacados por el matonismo impuesto por algunos alumnos, mimados por la ley, los consejos escolares y las asociaciones de padres. Ahora, los sucesos de Pozuelo –ya saben: masas de jóvenes pijos, sin ideas ni valores, que destruyen por destruir en una orgía del nihilismo absoluto– nos enseñan que en realidad el problema son los mismos padres. Todos vimos, estupefactos, al papá del niño bien que acudía encorbatado y muy enfadado al juzgado: enfadado no contra su niño –que según parece había incendiado coches y linchado policías o había intentado asaltar una comisaría– sino enfadado contra las autoridades que habían detenido a su criatura que, por supuesto, no había hecho nada y al que le pilló la refriega sacándose un moco o comiendo pipas, supongo. O sea, que el mensaje que se manda a los jóvenes –los padres lo llevan lanzando hace mucho tiempo, y eso es triste– es que pueden hacer lo que quieran, porque papi y mami siempre estarán a su lado, aunque su lado sea el de los hijosdeputa y los chulos.

¿Indisciplina en la aulas? ¿Insultos, amenazas, agresiones...? Sí, y detrás un alumnado profundamente analfabeto por muchos exámenes –fáciles, fáciles– que apruebe. Ahora, para rebajar el nivel todavía más, se anuncia una selectividad nueva, pero yo creo que lo correcto para ahorrar suspensos y traumas sería que al inscribir a los hijos en el Registro Civil se pudiese elegir el título universitario: “para mi nene uno de Medicina, para mi niña una Ingeniería de Caminos...”. Supongo que con esto sí estarán de acuerdo los progres de la CEAPA que no quieren que haya autoridad en las aulas, no sea que sus nenes se traumaticen, anjalicos.

(Publicado en Diario IDEAL el día 24 de septiembre de 2009)

jueves, 24 de septiembre de 2009

¿CONTRA QUIEN VA LA POLICÍA?




De verdad, creer en lo público se está convirtiendo en algo no ya difícil sino directamente heroico. Aunque había prometido hablarles de la desfachatez de lo privado a raíz de un problema con el BBVA –ya volveré sobre eso– hoy toca volver a la desvergüenza de lo público, y esta vez nada menos que en aquello que más sagrado debería ser, o sea, relativo a los que tienen el encargo moral y profesional de defender a los ciudadanos. Y es que hoy he vivido en mis carnes la falta de respeto con la que un policía nacional puede tratar a ciudadanos medianamente decentes. Les cuento, brevemente.

Esta mañana me ha recogido en la puerta del Ayuntamiento mi amigo Cristóbal, popularmente conocido como El Rano, ejemplar trabajador municipal. Íbamos a subir al Recinto Ferial para arreglar diversos problemas y echar una ojeada. Al pasar por la Plaza de Santa María le he comentado que habría que hablar con la empresa encargada de las obras en dicho lugar para que cambie a otro sitio la caseta de personal que ahora está puesta junto al Ayuntamiento, para dejar ese espacio despejado de cara a las actividades de Feria. Al pasar por delante del Parador de Turismo ha parado el vehículo unos segundos, los justos para decirle a un operario de la obra que había que cambiar la caseta, que el Alcalde ya lo sabía, yo le he dicho que era para la Feria y el hombre ha dicho que hablaría con su encargado. Esa ha sido toda la conversación: cuarenta, cincuenta segundos.

Mientras esto tenía lugar había detrás del coche de Cristóbal un coche de la Policía Nacional que, cuando hemos continuado la marcha, nos ha ordenado que nos parásemos. En ese momento, el agente –joven, con bastante poca educación y en actitud chulesca– se ha dirigido a Cristóbal, le ha exigido que se identificase y al no llevar encima su DNI le ha pedido la documentación del coche. Por más que hemos intentado explicarle que estábamos trabajando, que nos esperaban en el Ferial, que nos hemos detenido a penas unos segundos, no ha habido manera: con voz cortante me ha mandado callar y ha dicho que hemos obstaculizado el tráfico y vulnerado los derechos de los vehículos que iban detrás, y que no hemos permitido el paso de un vehículo de la autoridad que nos ha pitado. Os juro que no hemos oído los pitidos: no decimos que no hayan existido, simplemente no los hemos oído, o sólo hemos oído el que se supone ha sido el último, el realizado mientras pedían el alto. Bueno, pues ninguna de estas razones le han servido al tipo, que ha seguido a lo suyo mientras yo hablaba con sus superiores en la Comisaría o mientras desde la Alcaldía hacían gestiones para frenar el desaguisado.

Al final, el valiente policía ha avisado a la Policía Local, teniendo Cristóbal la mala suerte de que no acudiesen dos compañeros nuestros con capacidad de comprensión y de compañerismo sino dos calcos del nacional, que han terminado la conversación diciendo que cuando un policía se comporta así algo habríamos hecho. Ni los testimonios de los obreros que había delante de El Salvador los han podido convencer de que nosotros decíamos la verdad. Los compañeros de la Local sensatos han llegado un poco después, y ya no han podido hacer nada para salvar la situación.

Más allá de lo triste que es para un par de trabajadores verse implicados en un asunto, mal asunto, en el que intervienen dos policías nacionales, dos responsables de la Comisaría y cuatro policías locales, algo que ni para los peores delincuentes se ha visto en Úbeda, lo verdaderamente patético es que seguramente los policías nacionales que han gallardos han sido con dos ciudadanos normales y corrientes son los mismos que luego, y por ejemplo, no se atreven a parar a los famosos pikikis cuando van con sus coches sin respetar señales, insultando a los ciudadanos, sin ningún papel o evidentemente bebidos. O los mismos que recomiendan a los padres que bajan a la Comisaría a denunciar que un pikiki ha amenazado o golpeado a su hijo, que se de la vuelta y que ni se complica la vida él ni mucho menos se la complique a los policías. En realidad es imposible creer en esto público que consiste en descargar toda su potencia sobre los ciudadanos decentes y en acobardarse ante los matones. Creo que si el domingo hubiese elecciones, como hay en Alemania, votaría a quien propusiese dinamitar lo público y privatizarlo hasta las fuerzas armadas: creer en lo público es de héroes, y yo no he tenido vocación de héroe.

PD. Lo anterior no significa que no haya, que los hay (en la misma Comisaría de Úbeda los hay, los responsables de la Comisaría –Miranda, Lomas– lo son) policías locales y nacionales ejemplares, serviciales, educados y comprensivos. Significa que hoy hemos tenido mala suerte y nos ha tocado uno que se parece mucho al médico del que un día hablamos en este Camino.

viernes, 18 de septiembre de 2009

VOLVER DE TAN LEJOS







Creo que era Unamuno el que hablaba de los “yos” que no hemos podido ser, de aquellas oportunidades que murieron en los brazos de nuestros afanes antes de poder cristalizar una vida distinta para nosotros. De vez en cuando, esos “yos” que forman en nuestro interior un lecho mortecino, como de hojas mohosas, prenden misteriosamente y hacen crepitar en nosotros una llama de imaginaciones: nos abren una ventana para soñar que vivimos otras vidas, que probamos otros nombres, que nos colamos en el traje y la piel de todos los tipos que nunca seremos, tal y como nos proponía Joaquín Sabina en su canción. Y pese a que somos sedentarios y estamos hechos de costumbres, y nos sentimos cómodos y felices en la certeza de lo cotidiano, a veces nos imaginamos montando un coche descapotable y avanzando, en la luz primera del amanecer, hacia no sabemos que mundos nuevos, desatando todo nuestro pasado, como si eso fuera posible, como si no fuésemos otra cosa que tiempo muerto que parlotea y escribe o sueña.

Me gusta imaginarme conduciendo, abstraído del mundo y de mí mismo, sin rumbo, como un velero a la deriva, mientras escucho “Romeo&Juliet” o “Walk of life” de los Dire Straits o, mucho mejor, “Hungry Heart” de Bruce Springsteen, esa canción tan llena de vida y a la vez tan hinchada de nostalgias, atravesando parajes infinitos, extensos contra un horizonte que nunca puede alcanzarse, paisajes desnudos y ofrendados por la tierra a la eternidad, tan desasosegantes como los horizontes urbanos y deshumanizados que pinta Antonio López. A veces, el lobo estepario que anida en mi interior me hace vagar preso de una tristeza infinita por imaginarias carreteras fronterizas, desiertas, alejadas de cualquier vestigio de vida, perdidas en el entramado barroco de los mapas, por carreteras que abandonan la ciudad en un borbotón de rotondas y salidas a campos grises y vaporosos y que se pierden, como una flecha sin dirección, en páramos arbolados o yermos, desnudos, cansados de tan amarillos, en sucesiones de colores que determinan la posición de los valles y los desiertos y los poblados abandonados en las cunetas carcomidas por la vegetación polvorienta, carreteras jalonadas de gasolineras inhóspitas y llenas de hierba seca que parecen sacadas de una historia de fantasmas o de un pasaje de las novelas de Cormac McCarthy, carreteras, en definitiva, que sólo parecen llevar a las últimas casas de Comala, acosadas eternamente por el viento y las sombras y coronadas por bandadas de cuervos. Y en ese sueño siento que el viento rompe sobre mi cara no sé qué mañanas de lluvias o soles, y que me salpica los ojos con la posibilidad de controlar el mundo, de sentirme su dueño.

A veces me asfixia el mundo. O me asfixio yo mismo. Y necesito huir, imaginar que huyo, sentir que los kilómetros me alejan de mí mismo, de mis propios miedos, de estos abismos que son mis “yos” perdidos. Luego, cuando despierto y siento la respiración tibia de María Luisa a mi lado o a Manuel revolviéndose en su cuna, sé que sólo puede ser feliz en esta cercanía.

(Publicado en Diario IDEAL el día 17 de septiembre de 2009)

lunes, 14 de septiembre de 2009

QUÉ DIFÍCIL CREER EN LO PÚBLICO



Desde siempre he sido un convencido de las virtudes de lo público, sobre todo de la virtud que lo público tiene como instrumento para la igualdad entre los ciudadanos, que es, no lo olvidemos, el soporte fundamental de la ciudadanía. Y sin embargo, las últimas semanas están haciendo que se tambaleen estas convicciones mías, que tan bien paradas salieron cuando nació mi hijo y el trato que recibieron mi mujer y mi Manuel por el personal sanitario de la Maternidad de Úbeda fue encantador.

Les cuento.

En primer lugar esta el tema de la seguridad ciudadana en Úbeda, que hasta hace unos meses era una ciudad tranquila y relativamente segura. Pues resulta que ya no lo es, que un grupo de matones que mi amigo Alberto ha denominado humorísticamente como de “los picachus” ha tomado la ciudad y se han apropiado de las calles. ¿Puede haber ciudadanía cuando las calles están tomadas unos cuantos que imponen su norma y su violencia y el Estado ha desaparece y renuncia, pecando de omisión, a imponer el imperio de la ley y la salvaguarda de los derechos de los ciudadanos? No, no puede haber ciudadanía y además es difícil conservar la fe en lo público, sobre todo en algo tan esencialmente público como la seguridad ciudadana, que de manera tan radical compete al Estado democrático (máxima expresión de lo público), cuando vemos día sí día también que los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado están ausentes en la protección de los ciudadanos ubetenses, que la Subdelegación del Gobierno no quiere saber nada de este tema y que los jueces se pasan la tranquilidad de los ubetenses por el forro de sus togas. Tranquilidad que, por cierto, bien se encargaron de garantizar con un despliegue policial sin precedentes hace unas semanas cuando algunos de los criminales que han impuesto su ley de la selva en Úbeda fueron juzgados en la Audiencia Provincial por asesinato: al fin y al cabo se trataba de la seguridad de los jueces y fiscales, ciudadanos de primera, y con eso no se juega y para garantizar eso sí hay policía y guardia civil y la guardia mora de Franco si hace falta.

En segundo lugar está el tema de la sanidad pública, donde mantener las convicciones en la virtud de lo público es algo que ponen más difícil cada día los supuestos profesionales de la sanidad. Ya sé que hay personas de extraordinaria valía y de comportamiento ejemplar dentro de la sanidad pública (podría dar nombres que lo atestiguan), pero no menos cierto es que otras muchas personas (que por sus responsabilidades gravísimas sobre la salud de los ciudadanos deberían prestar especial cuidado en su trabajo) están adocenadas en el escaqueo, la molicie y el pasotismo.

Yo –que soy funcionario– conozco bien lo que es la inoperancia de lo público y las difíciles condiciones en las que muchas veces tenemos que realizar nuestro trabajo y la extensión del número de vagos entre las filas de empleados públicos. Y yo, que con moderada satisfacción puedo decir que casi nunca he pecado, como funcionario, de desinterés, escaqueo o similares (he trabajado con trece grapas en la barriga, con fiebre o el día que enterraron a mi abuelo o a mi suegro), comprendo también la injusticia que supone, dentro de lo público, que no se cobre más por trabajar más o por mostrar más interés o más iniciativa, sino por lamer más culos. Y yo reconozco que es una injusticia que cobren lo mismo el médico o el enfermero que se preocupan por sus pacientes que los que pasan de ellos y van a firmar y a charlar con el compañero. Pero dicho esto, también estoy convencido de que nada de esto, ningún agravio comparativo, ningún desinterés manifiesto de la casta política por la sanidad pública o por lo público en su conjunto (no olvidemos que los políticos españoles, a imitación de los italianos, consideran los público como un simple brazo ejecutor de sus traperías), ningún servilismo de los gerentes de los hospitales y directores de la zona de salud hacia sus caciques políticos, nada justifica las penosas situaciones que este verano me ha tocado padecer en la sanidad pública: allí no se juega con una cabalgata, con un certificado de empadronamiento o con un papel cualquiera, allí se tiene en las manos la salud de la gente, su vida, sus miedos ante el dolor o, peor todavía, ante el dolor de sus hijos.

Ya he comentado en este blog la patética situación de una tía mía, gravemente enferma de las cuerdas vocales a la que a principios de julio le dijeron que era urgente operarla para evitar que se asfixie. No he contado que la iban a operar el 13 de agosto y que el señor que tenía que ponerle la anestesia dijo que no, porque tenía unos supuestos problemas de corazón que ningún cardiólogo ha visto después, claro. Y no he contado que al final, la operación urgente se va a realizar (salvo nuevo capricho médico) el 23 de septiembre, casi tres meses después. Tampoco he contado la penosa situación que pude ver el viernes pasado en el ambulatorio de Úbeda, cuando fui a que me pinchasen y tuve que esperar casi tres cuartos de hora. Y es que resulta que había un joven ATS atendiendo los pinchazos, las curas, los análisis de orina, los test de embarazo y los niños a los que había que darle puntos, mientras otros catorce personajes con bata o uniforme sanitario (yo conté catorce, lo que no significa que no hubiese más), se dedicaban a dar vueltas de un lado a otro, a mover papeles, a charlar de sus cosas o a fumarse un cigarrillo en la puerta, sin inmutarse ni ofrecerse a echar una mano a su compañero ni siquiera cuando llegó una niña sangrando por la frente con una brecha considerable.

Ayer estrenaron en televisión una de esas series estúpidas que precisamente por ser estúpidas retratan tan bien la realidad española. En ella se veía a un grupo de médicos, enfermeros y similares charlando delante de una máquina de café y discutiendo si la tortilla española lleva cebolla o no como añadido a las patatas (a mí, lo aclaro de paso, me gusta más con su chispa de cebolla), mientras una mujer salía a pedir auxilio porque su marido se retorcía de dolor. Los sanitarios, claro, le decían que no molestase, que aguantase, que esperase... ¿A que les suena?

Cada vez estoy más convencido de que en este país aún hay todavía mucho por hacer y mucho que cambiar (sobre todo esa devastadora autosatisfacción y regocijo que a los españoles nos causan cosas tan graciosas como que los quirófanos se cierren todo un verano y que justificamos sonrientes con el “es que España es así”) y que, pese al triunfalismo de los discursos oficiales, algo grave, muy grave, nos pasa, cuando mantienen toda su actualidad los artículos que Larra escribió hace un siglo y medio o las reflexiones de Joaquín Costa sobre el caciquismo. En estas condiciones, mantener la fe en lo público es difícil, muy difícil: ganas de dan de pasarse al bando de los buitres que preconizan la privatización y el consiguiente sálvese quien pueda... pagar. Y pese a todo hay que amarrarse a lo público y exigir su ineludible reforma para mejorarlo, sobre todo porque les garantizo que lo privado no es garantía de calidad. Un día de estos les contaré la aventura (propia del país de Mortadelo y Filemón) que mi mujer y yo hemos vivido este verano con el BBVA.

viernes, 11 de septiembre de 2009

AÑORANZAS MARINAS



A medida que el tiempo y sus años imparables pasan sobre mí, me crece esa que –según Joaquín Sabina– es la peor de la nostalgias: la de “añorar lo que nunca jamás sucedió”. Se trata de una nostalgia del marino que nunca seré y que debió nacerme, sin que yo me diera cuenta, cuando era niño y leía historias de piratas y naufragios, de veleros que capotean la tempestad y llegan a un puerto de la América española o una isla de bucaneros donde esperan mujeres hermosísimas, frutas desconocidas, ron de caña y casas de colores vivos con balcones de madera desde los que envejecer recordando las tardes en que se hablaba con las anclas, los palos y los mascarones. Luego, en la juventud, como me dio por leer novelas rusas esa sed de mar se me calmó. Pero ahora me la devuelven –intensamente clavada en el costado de las memorias imposibles– los libros de Pérez Reverte, de Patrick O’Brian o de Conrad y por eso crece la necesidad de buscar en las novelas las vidas que no viviré, que en el fondo de toda obra literaria lo único que late es eso: la oportunidad de hacernos vivir lo imposible.

Y yo no viviré nunca en un puerto del Caribe ni en las aldeas donde el océano Atlántico rompe sus melancolías grises, ni sabré diferenciar entre el palo trinquete y el de mesana, y no sentiré en la cara curtida por la brisa marina el viento que viene de babor o estribor ni sabré calcular la distancia de la tierra por las gaviotas o los cormoranes que sobrevuelen las banderas del palo mayor. Para mí el lenguaje marinero seguirá siendo la expresión de un misterio fabuloso que acumula aventuras, amores, crímenes y naufragios, gestas y batallas que cambiaron la historia, un lenguaje desconocido y vedado que conserva la forma imprecisa –ininteligible– de la voz con que los marineros viejos relatan las miles de cosas que les sucedían –a lo largo de todos los tiempos y en todos los mundos que el mundo es– cuando la proa de sus barcos hería la tersa piel del mar, cuando las olas ascendían ansiosas y obscenas para acariciar los pezones de las diosas sin nombre que dan forma a los mascarones de proa. Me causa envidia –sana envidia– la sabiduría antigua de los marinos, que han visto el espectáculo de la naturaleza callada cuando el fuego de San Telmo incendiaba de azul la punta de los mástiles, que han huido de los jirones fantasmales de las velas del Holandés Errante o que han puesto nombres hermosos a los accidentes de la geografía, como ese de “Cabo de Buena Esperanza”, tan henchido de sueños y de hazañas marineras, tan abierto de horizontes y océanos nuevos, tan pleno de evocaciones.

Necesito la añoranza de la mar amarga para sentir mi libertad: el mar es una puerta de escape frente a todas las sequedades. Advertía Baudelaire que el hombre libre siempre preferirá el mar, que con su voz “indómita y salvaje” nos tironea del alma, nos lleva hasta el bosque de palos y velas plegadas que cada puerto es, hacia los bancos de bogas y de jureles. Y nos recuerda infinitamente que todos los entresijos humanos están cojos y llenos de orgullo, como el capitán Achab.

(Publicado en diario IDEAL el día 10 de septiembre de 2009)

lunes, 7 de septiembre de 2009

ÚBEDA EN DOS ARTÍCULOS



El pasado sábado día 5 aparecieron dos artículos en la prensa que describen a la perfección la lamentable situación por la que atraviesa Úbeda. Uno, lo firmaba Alberto Román en Ideal: en él hablaba de la situación de miedo, de pánico, que se está instalando entre la ciudadanía ubetense gracias a la acción de un grupo familiar de matones y criminales, que campan a sus anchas cometiendo todo tipo de tropelías con el consentimiento (la omisión también es un pecado, y aquí lo es bien grave) de las autoridades judiciales, políticas y policiales. Pinchando sobre el nombre de Alberto, en esta entrada, se puede leer ese magnífico artículo, colgado en su blog La calle del Ángel.

El otro artículo aparecía en el diario El País y en él, el ubetense Antonio Muñoz Molina reflexionaba sobre la lamentable (por decir algo amable) situación que presenta la conservación del patrimonio histórico y artístico de Úbeda. Sus consideraciones sobre la casta política española, sobre las obras que en general realizan los ayuntamientos españoles y en particular el ubetense, y el artículo en su conjunto, no tienen desperdicio. Por eso, y considerando su importancia, nos atrevemos a transcribirlo en este humilde cuaderno. Ahí va, con el deseo de que lo lean sus destinatarios últimos y tomen notan y rectifiquen allí donde sea posible rectificar todavía.

DESOLACIÓN DE VOLVER

Desde una esquina en la zona de sombra en la que me he apoyado para leer el periódico miro la plaza que he recordado e imaginado tantas veces, la que está igual de arraigada en mi memoria infantil que en los mundos de ficción que he ido inventando a lo largo de mi vida, hasta el punto de que a veces ni yo mismo sé distinguir en qué medida estoy invocando un recuerdo verdadero o proyectando sobre el pasado un episodio de novela. Vista con ojos objetivos, la plaza no tiene nada o casi nada de extraordinario, salvo la torre del reloj, que forma parte de una muralla medieval. Es una plaza austera, menos andaluza que castellana, con soportales en dos lados, con edificios poco memorables que sin embargo, en conjunto, dan una modesta impresión de carácter, de lugar verdadero. En los soportales solía haber carritos en los que se vendían pipas, cacahuetes tostados, pequeños juguetes; también se vendían y se alquilaban tebeos. Había una farmacia, una tienda de lanas, un almacén de tejidos, la sede de un banco en el que trabajaba de cajero el padre de un amigo mío. Íbamos a verlo y estaba detrás de su ventanilla con barrotes dorados, y a mí me impresionaba lo blancas que eran sus manos, por contraste con las de mi padre, y la velocidad asombrosa a la que contaba los billetes.

En la zona central de la plaza se levanta sobre una base de figuras alegóricas talladas en piedra la estatua en bronce del general Saro, picoteada de agujeros de disparos. En los primeros años veinte el general Saro dirigió no sé qué campaña victoriosa en la guerra de Marruecos; en el verano de 1936 un pelotón anarquista lo fusiló en efigie, dado que ya estaba muerto. Durante años, con motivo de alguna de las muchas reformas que la plaza ha padecido, la estatua desapareció, porque algún analfabeto con cargo municipal -en la política española el analfabetismo es un mérito casi tan valorado como la desvergüenza- debió de pensar que siendo de un militar tenía que ser de un militar franquista. Me cuentan que se pensó sustituirla por una escultura más acorde con los nuevos tiempos de reglamentaria cultura andaluza, un monumento al penitente. El general Saro sobrevivió, dramático y sereno, con sus agujeros negros de disparos en la cabeza y en el pecho y su mirada hacia el sur, pero a su alrededor la plaza que desde hace mucho ya no lleva su nombre fue sometida a una de esas modernizaciones que gustan tanto a las autoridades locales: de los jardines, de los bancos, de las acacias y los aligustres sobre cuyas copas sobresalía la cabeza del general no quedó ni rastro, si bien en su lugar se pusieron unos coquetos maceteros de hierro forjado con la “U” de Úbeda artísticamente inscrita en cada uno de ellos, y se coronó todo con la boca enorme de un aparcamiento subterráneo y con la torre del ascensor correspondiente.

La primera vez que vi lo que habían hecho con esa plaza que era el corazón de mi ciudad se me puso en la garganta un nudo de congoja. Ahora vuelvo y la miro y la costumbre no mitiga el escándalo. Con la lógica peculiar de la renovación urbana, se ha considerado que en una ciudad donde hay varios meses de calores saharianos su plaza central no necesita árboles, salvo un par de naranjos escuálidos que difícilmente pueden prosperar en los inviernos mesetarios. A mediodía, desde mi esquina a la sombra, alzando los ojos del periódico, veo a la gente que se atreve a cruzar la plaza arriesgándose a un síncope, buscando a toda prisa el alivio de los soportales. Aparte de sus ventajas estéticas, el aparcamiento tiene la virtud práctica de atraer más tráfico hacia el centro de la ciudad, atascando las calles estrechas que llevan a él, algunas de las cuales están además levantadas gracias a la misma catástrofe de obras en gran medida innecesarias que azota al país entero. Algunos de los coches que hacen cola para entrar en el aparcamiento llevan las ventanillas abiertas y emiten a volumen sísmico una música de discoteca al parecer muy del agrado de los policías municipales que pastorean el tráfico.

En las noches calurosas, con los balcones abiertos, la música de los coches, los rugidos de las motos y la algarabía alcohólica del botellón animan las plazuelas y los callejones de mi barrio de San Lorenzo, que de otro modo estarían sumidas en un anticuado silencio. Iglesias y palacios se van hundiendo literalmente en el abandono mientras se tiran ríos de dinero cambiando sin ninguna necesidad antiguos pavimentos enlosados o empedrados por groseros baldosones de terrazo. Vuelvo a la hermosa plaza de Santa María y no puedo cruzar su limpia perspectiva porque está entera convertida en una zanja. Un amigo que vive en la ciudad me cuenta que los trabajadores, como no disponen de instalaciones con aseos, usan como urinario la fachada de la iglesia del Salvador.

En el curso de una generación se ha destruido para siempre lo que tardó siglos en hacerse. Lo que se está robando a quienes vengan detrás no es una memoria sentimental y un paisaje urbano que fue único, sino también una forma de disfrute de la vida y de prosperidad. Donde hubo perspectivas de huertas y de casas blancas que llamaban desde los caminos lejanos ahora hay bloques horrendos que se amontonan los unos sobre los otros para mayor beneficio de los constructores. Viajando por Europa uno descubre con envidia cómo en pueblos pequeños y en ciudades provinciales el cuidado en la preservación de lo más valioso del legado del tiempo es perfectamente compatible con el progreso tecnológico y tiene la ventaja práctica de hacer la vida más gustosa y crear una duradera riqueza: en España se empieza por arrasarlo todo. Cuanto más se alimentaban los orgullos locales y las lealtades vernáculas a lo largo de los últimos treinta años más impunemente se han destruido los paisajes. El orgullo local separado de la conciencia cívica es paletería, igual que el patriotismo sin ciudadanía es fanatismo. Se inventan pasados y se alimentan nostalgias rústicas al mismo tiempo que se impone la ignorancia y se borran las huellas del pasado verdadero, el que habría sido tan fértil para mejorar el porvenir.

Hace treinta años, en una de tantas idas y venidas, volví a mi ciudad para votar por primera vez en mi vida en unas elecciones municipales. Pensábamos que la democracia iba a traer a las ciudades un aire limpio de ilustración y racionalidad, espacios públicos rescatados del abandono y la roña franquista de los especuladores. Me paseo por Úbeda, entre zanjas y mugre, entre el deterioro de lo abandonado y la ostentación palurda de lo que no había necesidad de cambiar, me adhiero a una pared para que no me atropelle un coche con la música a todo volumen en una calle estrecha. Ya sé que en todas partes sucede lo mismo, que el gobierno de las ciudades españolas es un grosero catálogo de venalidad e incompetencia: pero sólo en ésta el escándalo político se me convierte en íntima desolación.

domingo, 6 de septiembre de 2009

LA CARRETERA



Hay veces en que un escritor, un libro, se te cruzan en la vida y fraguan en tu interior un recuerdo difícil de borrar. Eso me ocurrió con Cormarc McCarthy, uno de esos grandes ases de la literatura norteamericana entre los cuales deberían repartirse los Nobel de Literatura de los próximos seis o siete años. Después he leído más cosas de McCarthy, pero nunca podré olvidar el mazazo que para mí supuso “La Carretera”, una novela magistral. Magistral por la patética belleza literaria que contiene, pero magistral también por el mensaje desolador, demoledor: es una novela tristísima, asfixiante, una novela que remite a un mundo en el que una catástrofe nuclear lo ha reducido todo a frío y cenizas, un mundo apagado en el que se ha extinguido la civilización y sobre cuyos restos se alza la barbarie, pero sobre todo un mundo que en medio de ese páramo infinito de amargura es capaz de hablarnos del amor de un padre por su hijo. Esa es para mí la clave real de la novela: la lucha del padre por salvar a su hijo (¿es posible la salvación en el infierno de la novela?), que deja uno de los más bellos e intensos testimonios de amor que haya habido nunca en la literatura. Amor, sí, pero como todo en esta novela, amor terrible, postrero, marcado por la catástrofe: por eso el gesto más certero de ese amor que el padre siente por su hijo, es la pistola que siempre lleva cargada, dispuesta para matar a quienes los asalten pero también y sobre todo dispuesta a descerrajar un tiro en la cabeza de su hijo y en la suya propia antes de dejar que los apresen, los torturen, las bandas de hombres deshumanizados que pululan por los parajes desolados de la novela.

Ahora, esa novela magistral, canónica, ha sido llevada al cine por el director John Hillcoat. Y todo parece indicar que la adaptación es fiel a la novela de McCarthy y, además, notable en su calidad. Lo cual es un mérito considerable, porque cuando un libro es realmente bueno las películas que se hacen basándose en él difícilmente le hacen justicia. Sea cómo sea tendremos que esperar a que la película llegue a los videoclub para verla y juzgarla, aunque el trailer es prometedor (está en youtube, pero no es posible enlazarlo, o yo no sé hacerlo): ese paisaje desolado es el paisaje que yo leí en la novela, el paisaje desarraigado, gris, con el que me emocioné como muy pocas veces me he emocionado leyendo.

viernes, 4 de septiembre de 2009

NIÑOS



He aprendido otra mirada: la sonrisa de Manuel me ha hecho comprender que hay muy pocas cosas verdaderamente importantes. Pero sobre todo, mi hijo me ha dicho con sus ojos azules que nada hay en el mundo más importante que un niño: cada vez que lo miro me replanteó muchas de mis convicciones. Porque ahora intuyo que frente a la defensa de los niños, de su dignidad, su integridad, de su vida, de su felicidad, de su sonrisa, declina todo lo demás. Machacar los derechos de los niños es tan gratuito, es un crimen tan incomprensible, que ante eso no puede haber componendas jurídicas, ni filosóficas. Nos lo decía Bernard Rieux cuando se negaba a amar una creación en la que los niños son torturados; lo sé cuando aprieto a Manuel entre mis brazos y siento que es algo valiosísimo, mucho más valioso que todos los derechos, que todas las reinserciones o que todas las monsergas falsamente humanitarias, porque ya no creo que haya humanidad en la defensa del que causa daño a alguien tan desprotegido como un niño. Ante el sufrimiento de un niño todo cede, hasta el respeto hacia un Dios que no lo frena.

Ahora sé, o comienzo a saber, que no hay, que no puede haber perdón para quién abusa de un niño, para quién lo tortura o lo golpea, para quien lo asesina. Y pienso que la ley no puede ser tan misericordiosa con quien comete un crimen contra un niño, porque tengo la certeza de que en los niños hay algo numinoso y sin nombre, algo purísimo que nos trasciende y cuya sola violación pone sobre el culpable una carga, una acusación moral que no podemos limpiar. En el propio Cristo desfallece su afán amoroso cuando se enfrenta a los que hacen sufrir a los niños: a esos, “mejor les fuera que se le atasen una piedra de molino al cuello y que se les arrojare al mar” (Marcos 9, 42).

Y ahora siento como algo se me desgarra dentro cuando veo a los niños africanos con sus brazos finísimos –cañas quebradizas y sin esperanza–, cuando los padres palestinos alzan al cielo de la rabia los cadáveres de sus bebés, o cuando la televisión me trae el rostro triste –un niño triste es una tristeza demasiado grande para que pueda ser soportada por el universo sin conmoverse– y lleno de mocos de los niños nepalíes o la carita llena de polvo de las minas de los niños hispanoamericanos. Ahora me siento acusado de no sé todavía que responsabilidad trágica por cada niño que no tiene un vaso de agua limpia o un trozo de pan tierno, por cada niño que no tiene un cuaderno y un lápiz y que trabaja de sol a sol, o por cada criatura obligada a prostituirse o a empuñar en fusil para luchar en guerras mucho más absurdas que cualquiera, pues los niños juegan a matar y mueren.

Manuel me mira y soy feliz. Pero también pone en mi corazón una tristeza: la de saber que hay padres en el mundo que no pueden ver reír a sus hijos, la de saber que hay padres que los torturan. Y una esperanza: cada niño que nace trae bajo el brazo el pan de un mundo que puede ser mejor, un pan recién hecho con mañanas distintos a este hoy cabrón que hemos construido entre usted que lee y yo que escribo.

(Publicado en diario IDEAL el día 3 de septiembre de 2009)