viernes, 31 de julio de 2009

PATRONOS SIN PIEDAD



Este hombre todavía tiene algunos ramalazos que nos recuerdan que llegó al gobierno con un programa que prometía –con palabras de su abuelo, fusilado en agosto de 1936– “el mejoramiento social de los humildes”. Ahora los patrones –me gusta esa palabra para designar al empresariado español: recuerda la vena caciquil y chulesca que conservan los chicos de Díaz Ferrán– piden sin piedad que la crisis la paguen los currantes. Y solicitan permiso para dinamitar la Seguridad Social y pasar la apisonadora sobre los derechos de los trabajadores, a los que quieren mandar al paro con una estampita de Escrivá de Balaguer, san Josemaría para los amigos. La actitud de la patronal está más clara que el agua: que la soga se estreche sobre el cuello de los que menos tienen, que aumenten las penurias de las familias de los mileuristas –luego, claro, los empresarios irán a las marchas en defensa de la familia, porque ellos son muy cristianos–... Que el desbarajuste de la ambición lo paguen los que solo ambicionan un trabajo decente con un sueldo para ir tirando. Esa es su receta y se la entregaron a ZP en una cena que cenaron en La Moncloa.

Y a ZP le dio un patatús socialdemócrata, ya digo, y se ha limpiado el culo con la receta de los patrones, a los que sólo les ha faltado pedir que los parados hagan un esfuerzo solidario y renuncien a sus prestaciones para pagar una subidita de sueldo de los juezazos del Consejo General del Poder Judicial, que las criaturas no llegan a fin de mes con seis mil y pico euros. Y es que los ricos están colmando la paciencia de los más pacientes, y hasta Obama ha tenido que señalar que los banqueros carecen de vergüenza. El nivel de escrúpulos de nuestros patrones lo indica el que hayan logrado sacar de sus casillas al hombre tranquilo, al Presidente que había venido tragándose todos los “trágalas” de nacionalistas, que una cosa es el chantaje de Ridao y Montilla y otro la tropelía que proponen Díaz Ferrán y sus acólitos. Y ZP ha dicho basta: está bien que sea el Gobierno el que señale que hay líneas rojas que no se pueden pasar, porque la voracidad empresarial es ilimitada. Y está bien que el Gobierno –aunque sea este gobierno del buen rollo y del optimismo a prueba de crisis y de gripes– haya dicho “no” a la desfachatez de los poderosos. En realidad la socialdemocracia es mucho de esto y muy poco de todo ese cuento autonómico e insolidario que viene royendo el proyecto del PSOE desde el lío del Estatuto catalán: lo de izquierdas es defender que España es un proyecto de todos y que es justo que se esfuercen más quienes más tienen... o quienes más a contribuido a meternos en este follón.

Todavía falta una palabra por pronunciarse: la del PP, que a estas alturas y con estos calores no sabemos qué opina de las inmisericordes peticiones de los patronos. Y es necesario saberlo para ir a votar en las próximas elecciones. Porque si los populares quieren ganar para sacar adelante la desfachatez de la CEOE habrá que predicar –y votar en consecuencia– que más vale lo malo conocido que lo peor por conocer.

(Publicado en Diario IDEAL el día 30 de julio de 2009)

martes, 28 de julio de 2009

DE SEGURA A TRAFALGAR



Vicente Ruiz García es un joven historiador ubetense y sufrido profesor de Secundaria que ha vuelto nuevamente a las andadas. Desde hace tiempo venía dedicándose a elaborar sabrosos e interesantes documentales, principalmente sobre la historia de Úbeda, que además de su innegable valor divulgativo poseen un gran valor documental, sobre todo el último de los que realizó, centrado en medio siglo de la historia de su ciudad y que recoge una impagable colección de testimonios orales sobre sucesos tan trascendentales como la Guerra Civil. Ahora, como digo, ha vuelto a lo suyo, que es hurgar en el fondo de la historia partiendo de situaciones que, en principio, parecen poco trascendentales –situaciones “intrahistóricas”– pero que al decir de Miguel de Unamuno conformarían el tejido vivo de la realidad histórica. Es eso lo que nos demuestra Vicente Ruiz en su libro De Segura a Trafalgar (publicado por la Editorial El Olivo), en el que partiendo de la historia de los pinos que crecieron durante el siglo XVIII en los bosques de la Sierra de Segura nos descubre la fascinante realidad de una nación que por última vez en su historia fue importante para el resto del mundo.

Siempre he tenido el convencimiento de que el siglo XVIII español era un siglo anodino, soso, aburrido, un mero paréntesis entre la época grandiosa –grandiosa también en sus sombras– de los Austrias y la agitación zarzuelera del siglo XIX. Ya la profesora Adela Tarifa se preocupó por desmontarme esos prejuicios sobre el siglo de las pelucas y los polvos de rapé: pero ha tenido que llegar el libro de Vicente Ruiz para hacerme ver esa realidad escondida de aquella centuria. Porque este libro tiene algunas virtudes interesantes: la primera es, sin duda, la facilidad con que puede leerse, y la segunda es que esa capacidad comunicativa no le resta ni un ápice de seriedad y rigor. De lo que obtenemos que a través de una lectura que nos entretiene, que casi novela la historia española del XVIII, nos adentramos en los entresijos de la realidad política de aquellos años. Las conclusiones, lógicamente, son más que pesimistas, sobre todo si las proyectamos sobre el presente.

De Segura a Trafalgar habla de los pinos que crecían en los montes de Segura de la Sierra, de los pinos que fueron talados con una racionalidad desconocida en nuestro país hasta entonces, para poder construir una flota naval que sostuviera la capacidad imperial del país y su pugna contra Inglaterra por el control de los mares. Esto es gran política, la desplegada por todos los defensores del despotismo ilustrado español. Una política ambiciosa que dio resultados extraordinarios, que garantizó las comunicaciones con la América española, que mantuvo la posición militar española en el Atlántico y que facilitó un extraordinario desarrollo de la investigación científica en España, de la que la expedición de Malaspina sería sólo una muestra. Una política hecha con los mimbres de la constancia, de la seriedad y del patriotismo.

Pero esto es también vida cotidiana, porque Vicente Ruiz nos habla de aquellos habitantes de la sierra que veían como se expoliaban –sistemática y ordenadamente– sus bosques en aras de un imperio lejano y de una política que pagaban con las vidas de sus hijos en los campos de batalla de Europa, o de la vida de los madereros ubetenses que perdieron sus derechos sobre el comercio de la madera de pino, o de los pastores que vieron como los terrenos del común en que se mal buscaban la vida pasaban a estar bajo jurisdicción militar y, por tanto, con una explotación muy restringida. Alta política y vida del pueblo: la historia –ya lo he dicho, creo– en estado vivo.

De esa viveza que desprende el libro de Vicente Ruiz, de esa capacidad para tejer los mimbres de las decisiones ministeriales y de la vida de los serranos, obtenemos dos lecciones fundamentales.

Primera: que el viejo lema despótico e ilustrado de “todo para el pueblo pero sin el pueblo” escondía, en realidad, una farsa. Porque para conseguir mantener las posiciones internacionales de España, para garantizar la capacidad imperial del país, se tuvo que sacrificar al pueblo que durante siglos había convivido pacíficamente con el medio ambiente de la Sierra de Segura. No es posible negar la buena fe que guió la actuación de los ministros y militares reformistas del siglo XVIII cuando decidieron convertir la provincia del Segura en una provincia marítima, militar, ni su afán por garantizar lo mejor para el país. Lo único que el libro de Vicente dice es que lo mejor para España no tiene por qué ser lo mejor para los españoles. Y esto, desgraciadamente, puede seguir aplicándose a este tiempo nuestro.

La segunda lección tiene un marcado cariz político. El gigante con pies de barro que heredan los Borbones, aquella España desangrada por la tara de los últimos Austrias, por la supremacía francesa, por la Guerra de Sucesión, por las epidemias y las hambrunas, fue un país capaz de superarse a sí mismo, de salir del agujero, de sobrevivir, de convertir el resurgir de su Armada Real en una cuestión nacional. Los fallos del reformismo español del XVIII son muchos, pero lo evidente es que aquel siglo fue capaz de sumar a la causa española una nómina de hombres –políticos, científicos, militares, sacerdotes– verdaderamente extraordinarios y que si a la altura de octubre de 1805 –mientras el vigilante de la torre Tavira intuía el desastre marino de sus compatriotas y el país estaba gobernado por una familia real degenerada y unos políticos incompetentes– España era una potencia mundial era gracias al esfuerzo de aquellos hombres que convirtieron el traslado de los pinos de Segura hasta los astilleros de San Fernando en un asunto de Estado. De esos hombres que ordenaron las fuerzas del país para que el país siguiera teniendo un papel que interpretar en el concierto internacional. El papel que sin duda jugó durante todo el siglo XVIII y que podría haber jugado en el XIX si la soberana estupidez de Carlos IV y sus ministros hubiera puesto la flota española en el disparadero de esa máquina imparable que era la Armada de Nelson. Ya digo: la lección es terrible, porque nos dice que nada viene dado, que en política no hay caminos sin retorno y que el progreso no es una línea que no puede pararse o borrarse: lo que muchos construyeron, uno sólo lo puede destruir. Para eso, sólo es necesario sumar ambición, torpeza e incapacidad.

Vicente Ruiz García –una buena persona que tanto sirve para el roto de una murga de Carnaval como para el descosido de una investigación concienzuda y seria– nos deja con De Segura a Trafalgar un libro recomendable. Un buen libro para adentrarnos en nuestra historia durante las largas tardes del verano.

(Publicado en Diario IDEAL el día 27 de julio de 2009)

lunes, 27 de julio de 2009

SOBRE LA LEY AÍDO



El 12 de julio, en el dominical de este periódico, Juan Manuel de Prada escribía un magnífico artículo que puede ser suscrito por un amplio abanico de personas, desde fervientes católicos hasta agnósticos o ateos confesos, gentes de derechas y de izquierdas. La única condición para suscribir ese artículo es estar “en contra” del aborto, sobre todo de ese aborto libre que desde la progresía militante se nos quiere hacer pasar por un ¡derecho! de la mujer. De Prada, inteligente, no recurre en su artículo a los argumentos de la Conferencia Episcopal: sabe que eso limitaría la aceptación de su artículo, incluso entre amplios sectores de cristianos de base que discrepan profundamente con las posiciones de la jerarquía, tantas veces sectaria. El escritor, por el contrario, recurre a dos grandes tótem de la cultura de izquierdas del siglo XX, Pier Paolo Pasolini y Noberto Bobbio, que siguen siendo referentes para quienes desde cualquier posición ideológica entienden la condición del ser humano como un todo complejo, rico, que no es posible reducir a los parámetros defendidos por los políticos que practican un discurso sesgado, sectario y –muy posiblemente– incapaz de ser encajado dentro del elenco de altísimos valores éticos que desde hace dos siglos han buscado la dignificación de la persona.

Dignificación que supone, guste o no, la consideración de que cada ser humano es portador –desde el momento en que es vida en potencia, pero vida humana en definitiva–, de derechos que estando por encima –sobrevolando, vigilantes– de las leyes democráticas las “fundan”: no hay verdadera democracia cuando –por mucho que una mayoría lo quiera– se viola el espacio de esos derechos fundadores de la dignidad humana. El régimen hitleriano nació de unas elecciones, pero no era democrático: no sólo porque anuló la discrepancia política sino sobre todo porque pisoteó la dignidad de la persona e invadió los espacios que desde el siglo XVIII se habían considerado coto cerrado a la actuación del Estado. Y pisoteó esa dignidad desde antes de que se levantasen los hornos crematorios: la pisoteó con las leyes de Nuremberg o con las políticas de eugenesia que asesinaron a miles de seres humanos –enfermos mentales y terminales, discapacitados físicos– con el argumento de liberarlos de una “vida indigna de ser vivida”.

Dignificación de lo humano que, igualmente, implica la aceptación de que hay algo luminoso en nuestro interior, algo que no podemos apresar ni entender, algo que puede no ser divino pero que supera lo meramente humano, y en lo que reside esa particularidad radical de la persona. Algo que se puede llamar inteligencia, razón, espíritu, alma… pero que es, esencialmente, dignidad. Dignidad que no puede ser podada según el gusto del jardinero político de turno, porque trasciende el propio hecho de lo político y constituye ese espacio cerrado del que hablaba más arriba.

Y no es necesario creer en ningún dios ni ser seguidor de ninguna iglesia para defender que cada ser humano aloja en su interior esta almendra intocable de dignidad personal. Y se puede ser creyente y se pueden defender esos valores fundadores sin recurrir a un argumentario religioso, pues están a mano los argumentos “laicos” de los ilustrados que pensaban que la obligación del poder político es garantizar, precisamente, esos derechos, que son la vida, la libertad, la felicidad humanas… Esa, y no otra, fue la gran conquista de la revolución iniciada en el siglo XVIII.

Ahora el poder no sólo priva de su dignidad a la vida potencial alojada en el vientre de una mujer y la somete al arbitrio de su voluntad: además quiere hacernos pensar que eso, ese nuevo “derecho” –absoluto porque niega ningún tipo de conflicto y que, por tanto, no es sustentable por la historia ética de la democracia– es un paso revolucionario, amén de credo de obligado cumplimiento. Pero la Ley Aído repugna éticamente, pues por una falsa dignificación de la mujer se está degradado el concepto mismo de dignidad de la persona, conquista de los revolucionarios ilustrados y liberales que si no se acepta en su integridad no sirve para sostener con plena garantía la libertad de lo que somos. El argumento que se utiliza para sustentar “éticamente” la ley es en sí mismo profundamente reaccionario: hay vidas potenciales que no merecen la pena que se conviertan en reales –¿es ético traer al mundo un niño que no va a ser querido por sus padres, o que va a carecer de bienes básicos porque sus padres son “pobres”?, preguntan los que apoyan la ley– y que por lo tanto es mejor que sean suspendidas, desechadas, si así lo quiere la nueva portadora de un valor tan absoluto que se extiende, incluso, sobre un bien ético distinto de su propio cuerpo y que es la vida potencial que surge del hecho biológico de la concepción. En realidad –dicen– al abortar esa madre estaría haciendo un bien mayor por “su hijo” que si lo dejase nacer. ¿No es esto un retroceso sin parangón en el camino de dignificación de lo humano?

La diferencia entre la aceptación del aborto y la aceptación de la eutanasia está en el sujeto que decide sobre la vida: cuando un enfermo terminal decide poner fin a su vida, y con ella a sus sufrimientos, está ejercitando en grado supremo la dignidad del ser humano, al ejercitar de modo definitivo –y terrible– la libertad fundadora de la persona. Porque se puede mantener esa dignidad soportando los sufrimientos de una muerte lentísima si así nos lo dictan nuestras creencias religiosas, pero también si libremente se decide poner fin a los sufrimientos, por considerar que sólo a cada uno –sin Dios y sin intermediarios– compete el decidir sobre su vida y su muerte. Pero en el aborto libre ese no es el caso: la nueva ley arroga a la madre un derecho absoluto a decidir sobre la vida de su hijo en potencia, que queda así privado de cualquier tipo de derecho. La embarazada podía –salvo en casos de violación– haber dispuesto medios para no quedarse en estado: el feto no dispone de ningún medio para poder llegar a vivir.

Las revoluciones liberales dignificaron el ser afirmando que hay un espacio moral que no está sujeto a los dictados del Estado. El Estado absoluto trató a las personas como súbditos, completamente sometidos: la revolución liberal privó al Estado del poder de decisión sobre cuestiones fundamentales en la constitución de la persona. El Estado democrático es, así, un Estado limitado: ni siquiera la mayoría puede sobrepasar esos límites, so pena de caer en un absolutismo de nuevo corte que considera que igual que las personas estaban sometidas a los caprichos del rey absoluto deben ahora someterse a los dictados de la mayoría, y defiende que no hay espacios intangibles para la voluntad de la mayoría. Pero la mayoría puede devenir una dictadura encubierta si viola ese espacio último de la dignidad personal, ese reducto del derecho sobre el que, limitado, se funda el derecho democrático.

No puede existir un derecho a abortar libremente, o al menos no puede existir en un Estado democrático, limitado, fundado en el conflicto, el mismo conflicto que reconoce la actual legislación sobre el aborto: la cuestión es saber si la Ley Aído toca, vulnera, traspasa, ese espacio de la dignidad humana que la historia ética de Occidente puso a salvo de las garras del Estado hace dos siglos. Esa es la cuestión, la verdadera cuestión.

(Publicado en Diario IDEAL el día 25 de julio de 2009)

viernes, 24 de julio de 2009

DISPARATES SANITARIOS



La trágica muerte de Rayan ha puesto de manifiesto, de golpe, las dolencias de la sanidad española. Porque pese a la propaganda oficial –ya saben: “la mejor sanidad del mundo” y bla bla bla…– ha tenido que morir un pequeño absolutamente indefenso para que descubramos que no todo es color de rosa. Y que el discurso de los políticos de todos los partidos esconde un panorama mucho más lamentable de lo que parece. El Consejo de Enfermería ha avisado de la grave situación –temporalidad, rotaciones discrecionales– que padece su colectivo. Y a partir del error cometido con Rayan otros muchos pacientes, en otros muchos lugares, han comenzado a expresar la legítima letanía de quejas de los ciudadanos contra un sistema sanitario con considerables dosis de disparate.

El primer disparate es, sin duda, el hecho de que en realidad existan diecisiete sistemas sanitarios, uno por comunidad autónoma, nacionalidad o nacioncilla, que ya no sabemos cómo se llaman. Y es un disparate porque los ciudadanos son atendidos de manera distinta según el lugar, y porque en Navarra tiene parámetros europeos en la ratio de enfermeros por habitante mientras que en Murcia el parámetro está en niveles casi africanos, por ejemplo. Y el segundo disparate es que en lugar de avanzar hacia una gestión eficaz y eficiente de lo público –para lo público y desde lo público– se ha adoptado un modelo de gestión perverso, que liga la mayor ganancia de los directivos hospitalarios a un ahorro del gasto, aún del gasto necesario para la mejor atención de los pacientes. Y el tercer disparate es que no hay controles en la sanidad pública, que es otro espacio más –como la educación, como la universidad, como el propio hecho de elección de representantes políticos– mediatizado por los intereses particulares y sectarios de partidos o sindicatos. Y en medio de esto, claro, están, estamos los ciudadanos, asustados: porque si la muerte de Rayan ha sucedido en uno de los hospitales supuestamente más prestigiosos de España y con un niño en el foco de la noticia, que no podrá suceder o estará sucediendo –sin que nos enteremos– en los hospitales de provincias.

Mientras el dolor se arremolinaba alrededor del diminuto ataúd blanco de Rayan, viví en primera persona uno de esos disparates del sistema sanitario, en este caso en la Andalucía imparable. Una tía mía, mayor, necesita una operación de cuerdas vocales para poder respirar con normalidad. La vieron en el Hospital “Virgen de las Nieves” de Granada, donde la operación es “civilizada”, moderna –en Úbeda arreglan el asunto con una traqueotomía permanente y punto–, porque operan con láser, cierto… pero ya en septiembre. Porque desde el 15 de julio hasta el 31 de agosto, la dirección del hospital granadino –como la de todos los hospitales andaluces– suspende las operaciones programadas, cierra habitaciones. Ahorra, en definitiva. Mejora la cuenta de resultados, aunque el enfermo corra el riesgo de un ataque de asfixia.

…¿La mejor sanidad del mundo?, ¿la que durante mes y medio cierra los quirófanos? ¡Venga ya!

(Publicado por Diario IDEAL el 23 de julio de 2009)

lunes, 20 de julio de 2009

CAMPANA Y SE ACABÓ



Hace cuatro o cinco meses salía en un programa de televisión –de esos que cada tarde pretenden matarnos el aburrimiento… o de aburrimiento– la situación kafkiana que estaban viviendo los habitantes de un pueblecito del Pirineo leridano, creo recordar. Resulta que llevan toda su vida, generación tras generación, dedicándose a la cría de animales, sobre todo de vacas. Una imagen idílica en un pueblo pacífico, sosegado, donde aún se remansan las estampas del tiempo dio. Pero hete aquí que para desgracia de los pacíficos habitantes de ese pueblo del norte desde hace unos años los turistas rurales –tan pulcros, tan aseados, tan modernos– pusieron su mirada sobre él. Y ahí comenzaron los problemas: porque los enfermos de la ciudad acuden al campo buscando la riqueza del campo, pero en cuanto llevan allí dos días les molestan todas las cosas que son esencia de lo rural. Y así, los vaqueros de ese pueblo de cuyo nombre no he podido acordarme explicaban, entre atónitos y desesperados, como los nuevos vecinos arribados desde las grandes ciudades habían puesto denuncias contra el olor de las boñigas de las vacas, contra los kikirikí de los gallos y sobre todo contra el ruido de los cencerros cuando las vacas van, mansamente, por las calles de piedra camino de los prados. Y lo peor es que las leyes españolas, tan disparatadas, le daban la razón a los recién llegados porque las cacas de vaca, los cencerros de los terneros y el canto de los gallos deben estar sometidos a la normativa contra el ruido y contra el olor y contra su santa madre, y se ve que es perfectamente legal imponer el deseo de los nuevos propietarios de casas para que el domingo por la mañana las vacas no paseen por las calles para que el “tolón tolón” no los despierte. Son nuevos y se han hecho los dueño de todo, pervirtiéndolo, condenándolo a muerte. Y así, quienes habitan el pueblo desde que nacieron, quienes han conservado las “esencias” –sus comidas, sus costumbres, sus olores… sus ruidos– que lo hicieron admirable a los ojos de los estresados urbanitas, iban a ser obligados a trasladar sus animales fuera del pueblo, para no molestar.

Algo así –tan surrealista, tan fuera de lógica, tan aberrante al sentido común– está ocurriendo en Jaén, donde un vecino tiquismiquis, ávido de una millonaria indemnización, ha conseguido que la ley le dé la razón y se imponga contra la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos. Y contra la historia, y contra el patrimonio sonoro de la ciudad de Jaén. Y es que el tal ciudadano se compró una casa junto a la Catedral de Vandelvira para, acto seguido, descubrir que su vida era incompatible con las campanas y que quien sobraba en ese barrio no era él –que podía haberse mudado a uno de esos bloques del extrarradio, tan sin alma: tan sin campanas– sino las campanas. No le molestaban los bocinazos de los coches, el tronar del camión de la basura o los martillos hidráulicos de las obras que padecemos, sino, simplemente, el canto de las campanas.

Su cruzada ha dado resultado, como era de esperar: las leyes españolas siempre se inclinan por el lado de la balanza que más daño causa. Y las campanas –Santo Rostro, Asunción, Santísimo Sacramento…– tendrán que enmudecer. Y con ellas, enmudecen los tiempos idos, las nostalgias colectivas de los jiennenses, una riqueza de sonidos que pertenece a católicos y no católicos, que en realidad es propiedad de cualquier persona con sensibilidad para emocionarse cuando el aire de la mañana se llena de repiques o de toques antiguos, o cuando el reloj anuncia con su aldabonazo el paso del tiempo que huye. Y creo que enmudece hasta la pretensión de que la hermosísima catedral pueda ser Patrimonio de la Humanidad, porque ya no tiene bocas con las que hablar sobre el vasto horizonte de olivares, que se las ha sellado el poco sentido común de este país y el ombliguismo de un tipo triste y oscuro.

Que esta columna vaya como firma de apoyo a las muchas que ya hay recogidas a favor de las campanas de la catedral de Jaén y de los cencerros de los Pirineos. Porque eso es firmar a favor de la sensatez, tan escasa en estos lares.

(Publicado en Diario IDEAL el día 18 de julio de 2009)

sábado, 18 de julio de 2009

MENORES


Las distorsiones sociales son una constante a lo largo de la historia: nuestra sociedad no está enferma porque un grupo de menores, acompañados por un adulto, cojan a una chica de 13 años y la violen en grupo, reiteradamente. No, es drama horrible, pero el problema viene cuando vemos las consecuencias que el pensamiento políticamente correcto –ese cáncer que corroe la dignidad de las víctimas, la decencia de una sociedad y el sentido reparador de la justicia– saca de un hecho tan terrible. En realidad de este caso también podemos extraer una conclusión generalizable a todo el sistema jurídico español: el protegido es siempre el delincuente y todo el escarnio, toda la burla, recaen sobre la víctima.

Hace tres o cuatro días veíamos a la madre de Sandra Palo destrozada reflexionando entre lágrimas sobre el hecho de que el Malaguita, uno de los asesinos de su hija, pida –con toda la caradura del mundo– una pensión vitalicia porque el jeta dice que tiene problemas de no se qué. El simple hecho de que una solicitud de ese tipo se pueda tramitar indica la espeluznante enfermedad moral que corroe al sistema penal español. Pues el caso de la chica violada en Baena lo expresa todavía con más claridad: ¿hay una Ley del Menor?, sí, pero para defender sólo y exclusivamente a los menores delincuentes. Los otros, los menores víctimas de violaciones, de abusos, de maltrato, de acoso escolar, son despreciados, como ocurre con todas las víctimas en todos los casos. Invariablemente, la Ley y el Defensor del Menor –un tipo siniestro– encuentran argumentos para intentar justificar la injustificable actitud de los menores que cometen delitos: que si las condiciones sociales, que si su familia, que si la desestructuración… ¿Y es justo, y es legítimo, que todo eso lo paguen las víctimas? ¿Por qué no lo pagan quienes tienen la obligación de acabar con las marginaciones y desestructuraciones que supuestamente causan estos menores terroríficos?

La ley que permite que dos menores estén ya en sus casas porque son “inimputables” es una aberración: porque se está cebando en el sufrimiento de la víctima, que ha quedado palmariamente desprotegida. Estremece el sufrimiento de su madre, pero esas lágrimas se ven que no remueven las entrañas de los progres que dictan las leyes. Y ahora no caben pomposas reflexiones filosóficas, ni andar echando la culpa al juez que aplica la ley: la culpa, es urgente dejarlo claro, la tienen los diputados que entre vacaciones y vacaciones –mira que viven bien estos tipos– no cambian la Ley del Menor y el Código Penal. Claro, son los mismos políticos políticamente correctos que piensan que un menor que viola a una adolescente no es imputable, pero que una adolescente sí tiene capacidad para decidir si aborta o no. Paranoia: esa es la enfermedad que el indecente pensamiento políticamente correcto está inyectando en el cuerpo social español.

viernes, 17 de julio de 2009

UN VERANO DEL NORTE



A veces, en el sopor de la tarde, me gusta imaginarme sentado en el vagón de un tren –una mañana de julio, con un libro del que no puedo levantar los ojos– camino del norte, atravesando Despeñaperros, la llanura infinita de La Mancha, las estepas castellanas peinadas de mieses rubias, hasta llegar a un pueblecito de pescadores de Cantabria o de Asturias o de Lugo. Una vez allí me imagino alojado en una casa blanca con ventanas azules, levantada sobre el mar y a la que cada mañana llegan los sonidos de los barcos que regresan de pescar y el bullicio de las gaviotas esperando su cuota de sardinas o de boquerones. En el sueño de mi pereza supongo que los veranos del norte son veranos en los que se necesita la manga larga cuando cae la tarde y se sale a pasear por el puerto para tomar un chato de vino blanco con unas almejas, y en los que uno –si deja abierta las ventanas para oír el rumor del mar contra la noche– necesita arroparse para dormir, y que incluso algunos días es posible sentarse en un sillón para ver como la lluvia empapa los prados y el viento agita las copas de los árboles mientras en el fondo de nuestra alma feliz se oyen la música de Bach y el bramido del Cantábrico. En un verano así, transido de frescores y de mañanas limpias, es posible sobrevivir. Incluso se debe poder ser feliz sin necesidad de estar deseando a cada instante que llegue el mes de noviembre.

Y es que ese verano del norte que yo imagino cada tarde es un verano civilizado, condición que nunca pueden alcanzar estos detestables veranos del sur de España, que nos hierven la sangre –bueno, a esto también contribuyen las noticias que cada día nos despachan los periódicos– y que nos ponen en el alma un tanto creciente de barbarie desértica. Lo desolado puede tener su punto de belleza: los ascetas se retiraban a los desiertos para, entre el pedregal y lo lagartos, buscar a Dios. Pero ocurre que el dios salido de los desiertos, de la calor, de los veranos, es un dios de toma pan y moja, un dios enrabietado, vengativo, destructor. Yo estoy convencido de que la historia del mundo hubiera sido muy otra si las grandes religiones hubieran surgido de los valles frescos y verdes del norte del mundo: allí, donde la vida tiene el rostro amable y donde la supervivencia es más fácil, Dios –cualquier dios– no habría puesto nunca un cuchillo en la mano de Abraham ni habría segado la vida de los primogénitos de Egipto –¿no les espanta, y les repugna, esta divinidad que para salvar a sus elegidos acaba con cientos, con miles de niños?–, y no habría adquirido la forma de una zarza que arde y hiere sino de un chopo que tiembla bajo el ventalle del anochecer.

Tengo pocas posibilidades de pasar un verano a lo cántabro, a lo asturiano, a lo gallego: a lo civilizado. Así que seguiré aquí, en este páramo del sur alejado del mar, perdido entre un desierto de olivares polvorientos y tristes, pensando qué libros me llevaría hasta esa casa soñada de Castro Urdiales, Luarca, Laredo o Cervo.

(Publicado en Diario IDEAL el 16 de julio de 2009)

martes, 14 de julio de 2009

REFLEXIONES SOBRE LA MUERTE DE RAYAN



Primero. En realidad, lo único importante en este momento es la cantidad de sufrimiento causado por –digámoslo así– las “torpezas” del sistema sanitario español.

Segundo. Una madre y un hijo prematuro muertos en apenas quince días, y por errores médicos en un caso sobre el que estaban fijos los focos de los medios informativos, es motivo suficiente para causar preocupación entre los ciudadanos. ¿En qué manos estamos?, ¿si esto pasa cuando se deben extremar los cuidados para evitar salir en los medios, que no pasará en los hospitales lejanos y con los enfermos anónimos?, ¿saben lo que hacen en los hospitales?, ¿estamos seguros y están seguros nuestros hijos en los hospitales? Después de lo ocurrido, estas preguntas son legítimas.

Tercero. Hay errores médicos todos los días. Y los errores pueden ser perdonables, entendibles, disculpables. Pero las negligencias no: cuando a un enfermo salido de la UCI tras una operación sencilla que se complica por pasotismo del médico le dan manzanilla en lugar de la alimentación normal que le corresponde hay que preocuparse, porque a otro enfermo pueden estar dándole las lentejas que no puede comer en lugar de la manzanilla que le corresponde. Hay “profesionales” de la sanidad a los que los pacientes les importan tan poco como a los gerentes de los hospitales. Trabajan con desgana y se les nota.

Cuarto. La rapidez con que la dirección del Gregorio Marañón salió a dar la noticia terrible no los exculpa: hay responsabilidades más allá de la enfermera. Y más allá de la supervisora. Y más allá del jefe del servicio de neonatos. Y más allá del gerente del hospital. En definitiva: hay responsabilidades políticas. Y no puede ser la enfermera –supongo que estará hundida, y es digna de compasión: cuenta con la mía– la que cargue con las culpas de todos.

Quinto. ¿Si el error trágico, terrible, lo hubiese cometido un médico en lugar de una enfermera el gerente del Gregorio Marañón habría actuado con tanta rapidez, con tanta “contundencia”? No lo hizo cuando la madre del pequeño fue evidentemente mal atendida en urgencias. Urge poner fin al corporativismo médico, a la suficiencia –o la prepotencia– con la que tantos médicos se enfrentan a su trabajo, al desprecio con el que tratan a los pacientes. Es legítimo pensar que el gerente quiere apuntarse un tanto a costa de la enfermera, pero que no lo habría hecho si el fallo hubiese sido cometido por un compañero médico.

Sexto. Este país tiene que hacer un alto en el camino y reflexionar sobre la necesidad de reordenar el trabajo de los profesionales de la sanidad, porque no puede seguir habiendo guardias de 24 horas, porque hay que estabilizar el trabajo de los profesionales y acabar con la rotación, porque hay que cubrir con oposiciones las plazas que se necesitan acabando con este sistema de pasteleo que beneficia a los organizadores de cursos y a nadie más. ¿Esta penosa situación laboral de los enfermeros no ha influido en la muerte de Rayan? No lo creo.

Séptimo. Este país tiene que hacer un alto en el camino y reflexionar sobre la necesidad de poner freno al sistema imperante de gestión hospitalaria. La sanidad es un bien público fundamental y hay que oponerse con todos los medios disponibles a que sea privatizada: ninguna privatización, por muy encubierta que esté, es legítima. Así, hay que acabar con el sistema de gerencia por el que se rigen hoy los hospitales, que sitúa en la cúpula de los mismos a esbirros políticos que buscan sólo abaratar costes para cobrar más productividad y a los que les importan poco los pacientes. ¿En el caso de Rayan no hay nada de esto? No lo creo.

Octavo. Máxima política y médica completamente olvidada: el paciente es el centro del sistema sanitario. Salvar la vida de las personas, cuidar la salud de los ciudadanos debe volver a ser el eje vertebral de la sanidad pública. No mejorar cuentas, optimizar recursos o abultar productividades: eso, si acaso, puede venir dado por añadidura una vez que todo gire en torno a los ciudadanos enfermos. Y aunque sea duro escribirlo que nadie olvide que el ciudadano enfermo ha sido antes un ciudadano contribuyente, que con sus impuestos ha pagado el sueldo de la enfermera y la auxiliar, pero también el sueldazo del médico y del gerente.

Noveno. Este país tiene que hacer un alto en el camino y reflexionar sobre la necesidad de cortar de cuajo tanto autobombo y tanta complacencia: el nuestro, no es el mejor sistema sanitario del mundo. Eso es evidente. Tan evidente como que puede estar deteriorándose cada día más, presa de la rapiña autonómica –¿es sensato que haya 17 sistemas sanitarios diferentes y que cada español sea atendido de una manera y con unas prestaciones según la región en la que viva?–, la avaricia sindical –¿les interesan a los sindicalistas las condiciones de trabajo de sus “compañeros” o sólo quieren mantenerse en el peine ancho para no atender, nunca mais, a ningún paciente?– y la incompetencia política –aquí sobra cualquier comentario–.

Décimo. Todo lo anterior, en realidad, es palabrería vana: a Rayan le inyectaron leche en polvo en la sangre, se infectó y murió. Casi no tenía quince días de vida y ha muerto. O lo han matado. Eso es lo que importa, que sobre su cuerpo indefenso han confluido, por una broma macabra del destino, todos los despropósitos que España es.

domingo, 12 de julio de 2009

NEVERLAND




Hay veces en que una persona se convierte en personaje que parodia su propio papel en el mundo. Algo de esto –pienso yo– tuvo desde muy pronto Michael Jackson, el negro que quiso ser blanco para acabar convertido en una especie de monstruo amorfo y sin rostro definido, como un horizonte nublado. Ahora el esperpento que fue su aspecto físico de hombre imitado se alarga hasta más allá de su muerte, y si antes el mito necesitaba de lo sublime para acceder a tal condición –la cornada de un toro en Talavera o en Linares, por ejemplo, o el cuerpo de una rubia llamada Marilyn que se adorará por los siglos de los siglos, o que te fusilen en tú Granada, pobre Granada, en su Granada– parece que ahora es necesario nada más que el ridículo o el espectáculo huero para que el mito sea mito y lo adoren los mortales, que es lo que sus fieles están haciendo con Jackson.

Quisieron enterrarlo en Neverland, el rancho de El País de Nunca Jamás, porque el nuevo ídolo se refugió en un supuesto síndrome de Peter Pan para justificar sus rarezas y excentricidades, tan injustificables. Pero a estas horas en las que escribo el cuerpo continúa sin enterrar –hasta donde sabemos–, vagando embalsamado por entre un limbo de sinsentidos tan acordes con su vida y parece ser que las autoridades de California no permitirán el entierro fuera de un cementerio, lo que es un mal negocio para los herederos de Neverland. Porque de haberse enterrado allí al “rey del pop” el rancho levantado sobre los prados de California habría podido adquirir ese carácter casi sagrado que en el cine tiene Xanadú, en la literatura Comala o la Ciudad de los Inmortales o en la pintura los lugares imposibles surgidos de las noches de insomnio de M.C. Escher. Y convertido en lugar de peregrinación habría podido convertirse en la mina de dólares en que finalmente, y pese a todo, acabará convertido.

En el fondo la muerte de Jackson es la fiebre de un tiempo enfermo, que adolece de esa misma enfermedad del hombre que aborrecía el haber nacido negro. Ya lo advirtió Lorca: “He visto que las cosas/ cuando buscan su curso encuentran su vacío.” ¿Qué curso buscó la vida de este nuevo ídolo de cara de papel desteñido? No lo sabemos, pero entre sus seguidores ha dejado el vacío de los conciertos que no van a celebrarse y él mismo puede que al morir haya descubierto lo vacuo de su existencia. Extraño síndrome el del ídolo vacío, extraña vaciedad de Neverland sin su capitán acartonado y surrealista, sin su negocio de romerías para adorar el cuerpo blanquinegro y yerto. Extraño tiempo sin brújula donde los ídolos se mueren tomando morfina que alivie los dolores de su alma o sus estómagos vacíos, pese a tener llenas las neveras. Todo resulta extraño en la muerte de Michael Jackson, extraño y como sin rumbo, como sin un fin, como si el ídolo hubiera surgido de la nada para alumbrar con su sombra todo el espacio, hasta hacernos descubrir que en Neverland “debajo de las multiplicaciones/ hay una gota de sangre de pato”, o un girón de piel negra. O lo qué sea.

(Publicado en Diario IDEAL el día 11 de julio de 2009)

viernes, 3 de julio de 2009

HACE SEIS AÑOS



Hace seis años, a esta hora de la tarde (son casi las seis) un grupo de trabajadores del Ayuntamiento de Úbeda entrábamos en Santa Fe, Granada. Íbamos a recoger una partida de gigantes y cabezudos y un buen número de hermosos pendones decorativos por si... Por si... llevábamos dos días trabajado a todo pistón. El martes 1 de julio le había comentado al nuevo Concejal de Cultura y Fiestas, Antonio Jimena, que deberíamos tener algo preparado para el 3 de julio por si Úbeda y Baeza eran finalmente declaradas por la UNESCO, en París, Patrimonio de la Humanidad. Consultó con el Alcalde y los empleados del Negociado de Cultura tuvimos manos libres para preparar lo que pudiésemos por si...

Y por si... hablamos con todos los párrocos de la ciudad y con los priores y superioras de los conventos: si finalmente obteníamos el título de Patrimonio de la Humanidad, la campana del Reloj arrancaría a sonar en cuanto se conociera la noticia y sería bueno que se le sumasen todas las otras campanas de la ciudad.

Y por si... hablamos con la Cofradía de La Sentencia, para que estuviesen listos para montar un par de barras en la Plaza de Santa María para celebrar una verbena el viernes 4 de julio.

Y por si... hablamos con la empresa de pirotecnia con la que entonces trabajábamos y le dijimos que nos tenía que tener preparado un espectáculo piromusical (de unos 9.000 euros) para la celebración.

Y por si... llamamos a Manolo Puentes y le dijimos que para la posible verbena del 4 de julio necesitábamos una orquesta en condiciones.

Y por si... llamé a Antonio Espejo, mi amigo y entonces Concejal de Festejos del Ayuntamiento de Santa Fe, para pedirle que nos prestaran sus gigantes, sus cabezudos y los adornos de sus Fiestas de las Capitulaciones.

Y por si... la mañana del jueves 3, cuando ya el Negociado era un hervidero de partes de trabajo, órdenes y disposiciones, redacté el Bando Extraordinario que firmaría el Alcalde y las cuñas publicitarias para Radio Úbeda, y ahora sé que todavía no he escrito nada tan importante como aquellas palabras de aquel día.

Y por si... le dijimos a Gráficas Minerva que si éramos Patrimonio de la Humanidad necesitaríamos el Bando para esa misma tarde, cuando se le diese el visto bueno.

Y por si... después de comer a traganudo en el Navarro salimos hacia Santa Fe Leo y un servidor en el coche de Leo, Cristóbal y sus muchachos en el camión cafetera del Ayuntamiento y otros empleados del Parque de Obras en un camión más grande para cargar los gigantes.

Y acabando de salir de Santa Fe, con todo nuestro cargamento, nos llamaron nuestras madres y nos dijeron que sí, que finalmente habían dado el título de marras a Úbeda y Baeza y que ya estaban sonando todas las campanas de la ciudad. Y entonces Nani fue corriendo al Ayuntamiento a hacer partes de trabajo, saludas y llamadas, y entonces el teléfono fue un hervidero para decirle que sí a los fuegos artificiales, que sí al bando, que sí a la orquesta, que sí a la cabalgata, que sí a la Sentencia... Y a llegar a Úbeda –creo que nunca ha habido unos trabajadores municipales tan felices como nosotros ese día y tan conscientes de la importancia de su trabajo– a eso de las ocho de la tarde nos esperaba una comisión especial presidida por Luisa Leiva que dio el visto bueno al bando del Alcalde –media hora más tarde el mítico bando estaba impreso en el Ayuntamiento y se comenzaba a repartir por los comercios– y a todos los fastos del viernes 4 de julio, que amaneció bien pronto, con los adornos de las calles del centro histórico, con los preparativos de la cabalgata, con el montaje de las barras y del escenario en la plaza de Santa María, con los preparativos acelerados de los fuegos artificiales...

Seis años después miro aquel día con nostalgia. Con nostalgia en lo profesional, porque ya no ha habido nunca días como aquél en los que los trabajadores del Negociado de Cultura y Fiestas nos hayamos sentido tan importantes, tan necesarios y, sobre todo, tan respetados, sino más bien todo lo contrario. Pero también con mucha nostalgia en lo que como ubetense me atañe. Porque, seis años después, ¿qué ha sido de la Úbeda Patrimonio de la Humanidad?

En realidad ha sido que ha empeorado, que muchos monumentos –Santo Domingo, San Bartolomé, San Lorenzo, Madre de Dios, San Pedro, Santa María, Palacio de los Orozco, Palacio del Marqués de Mancera...–, están abandonados o tan mutilados que resultan irreconocibles; que se han realizado obras que son verdaderas barbaridades, y pienso ahora en la techumbre de acero y cristal del Palacio del Deán Ortega; que no se cuidan las intervenciones en el centro histórico, que cada uno hace lo que quiere y que la verdad más clara y más alta que se ha dicho aquí en los últimos años es la que Antonio Almagro proclamó en su brillante conferencia de antesdeayer.

De todos modos creo que hay un símbolo exacto, preciso, de lo que estos seis años han significado para Úbeda, que es nada: ese símbolo es la campana del Reloj Municipal.

Hace seis años, elevó su sonido vibrante todavía por encima de la Plaza de Toledo, dando a todo el pueblo la feliz noticia e invitando a sumarse a su alegría a todas las otras campanas de la ciudad. Dentro de un rato, esa misma campana dará el pistoletazo de salida al repique general de campanas con que se conmemorará la hora exacta de la declaración. Hace seis años le dijimos a los párrocos que tocasen cuando oyesen la campana del Reloj, hoy les hemos dicho que toquen a las seis y media, porque la campana municipal no se oye. Está cascada, abandonada, suena a huero, a tiempo derrotado o perdido. Y la indolencia de todos no hace nada para reparar la campana o, para en el caso de que no tenga arreglo, jubilarla gloriosamente y poner otra en su lugar. El sonido quebrado de esa campana que hace seis años vibró sobre los tejados de Úbeda es la imagen actual del abandonado patrimonio histórico de Úbeda seis años después de aquellos días maravillosos del “por si...”.

VERANO



Mi abuelo Juan decía que el verano es para los ricos, que, más o menos, vienen a ser los que, cuando torcemos la esquina de los días larguísimos de junio y nos encontramos de bruces con las alertas naranjas de julio, recogen los bártulos y se van, sin más, a sus viviendas en la playa. Tenía razón mi abuelo: el verano está hecho para la real familia, para los banqueros con yate o los señoritos con chalet levantado sobre las arenas de las playas atlánticas, pero no es un tiempo a la medida de quienes todavía se suben a un andamio o de quienes, simplemente, carecen de piscina para refrescarse cuando vuelven del trabajo y agonizan cada tarde durante las siestas imposibles que intentan dormir en pisos ya recalentados. A mí, que no soy rico y que no tengo chalet en la playa y que no sé si me cuadran las cuentas y los días para irme de vacaciones, el verano me provoca cansancio y, sobre todo, una profunda nostalgia de esos días felices, íntimos, recogidos del invierno, que es mucho más democrático e igualitario que el verano, sobre todo porque es más fácil abrigarse que refrescarse. Y así, me paso estos días en los que algunas sacan a relucir su vocación de tostadas, anhelando que lleguen los días frescos de octubre, las tardes grises de noviembre, el viento en las ventanas que diciembre trae o los fríos de las mañanas limpísimas de enero. Pero como el tiempo, tozudo, se empeña en no correr más de lo debido y julio y agosto y septiembre –el cambio climático nos ha robado la esperanza de frescor que septiembre ponía en el horizonte del verano– son unos meses pesados que avanzan muy despacio sobre el almanaque, mis anhelos acaban automáticamente convertidos en el deseo de ver un milagro, un hecho extraordinario, un suceso climático único en la historia, que puede ser, por ejemplo, una nevada el 12 de julio, una helada por Santiago o una temporada de lluvias allá por la Virgen de Agosto, cuando maduran las uvas.

Pero, ¿nada bueno tiene el verano? Ah, claro que sí. Lo que pasa es que al verano, además del calor, lo hacen insoportable todos estos tontos ricos y famosos que nos cuentan sus veraneos, sus bikinis y sus ligues playeros. Y aún así el verano tiene su aquél, sus bondades, sus frutas generosas. Ahí están las cerezas y los albaricoques y los melocotones, y la tajada fría de sandía con la que llenamos la barriga antes de dormir una de esas siestas antológicas, y ahí está el melón dulcísimo. Y está –la tengo grabada a fuego en mi memoria– la noche altísima, recortada entre una plaza de pinos en un campamento de mi juventud, la noche extendida sobre las olas y la luna con una legión incontable de estrellas. Están todavía las noches en que, durmiendo en el campo, se alarga la charla con los amigos mientras el campo se llena de pájaros que chillan y de grillos. Y están siempre los recuerdos de aquella niñez mía en la que yo era rico, porque siempre tenía una pereza que estrenar, un libro lleno de aventuras y una alberca en la que los días transcurrían llenos de luz, como en un cuadro de Sorolla.

(Publicado en diario IDEAL el día 2 de julio de 2009)

miércoles, 1 de julio de 2009

LA INDEFENSION DE LOS DECENTES



Hay ocasiones en que la ley y el Estado de Derecho parecen no disponer de argumentos ni de herramientas para defender a los ciudadanos. Y entonces, a medida que se retrae la autoridad y se abren los campos de impunidad de los que imponen el terror, crecen el descontento ciudadano, el desasosiego, la rabia. Luego eso se traduce en un aumento de los fascistas en las elecciones, y los políticos, cándidos, se preguntan qué está pasando.

Ese retraimiento de la autoridad y del imperio de la ley están sucediendo en Úbeda desde hace tiempo: concretamente desde que un clan mafioso (que se ampara en su condición de minoría étnica para gritar “racismo” en cuanto se señala la necesidad de practicar la mano dura contra ellos) está actuando libremente, desplegando sin cortapisas y sin temor –nada tienen que temer, a la vista está– sus normas, sus pautas. Palizas a camareros racistas que pretenden llevar a cabo el racista acto de cobrarles la cerveza que se toman, insultos presenciados por las fuerzas de orden público a quienes van a comprar a la Plaza de Abastos, intimidaciones brutales a niños –en los parques públicos y a plena luz del día: nada tienen que temer, repito– para robarles su cachorro de perro, su móvil, la paga del domingo… Y como les está funcionando lo de acobardar a la gente y como la política de miedo que practican impunemente es cada vez más potente, pues los rumores de acciones de esta escoria son cada vez mayores, hasta lograr que haya cuajado en Úbeda una sensación generalizada de indefensión. Sensación que crece cuando el rumor dice que los asaltados, golpeados o humillados bajan a la Comisaría a interponer una denuncia y salen de allí cabizbajos y con la beata recomendación de que no lo hagan, por su bien. Y tan generalizada es esta sensación de miedo y de indefensión que para las inminentes Fiestas del Renacimiento ya hay colectivos que van a preparar bates de béisbol en sus tabernas para defenderse de esta gentuza si aparece por allí, que aparecerán.

¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Tan averiado anda el espacio de la autoridad pública que es incapaz de desplegar sus medios para imponer la defensa de los ciudadanos decentes? ¿Qué habría ocurrido, por ejemplo, si una mañana de sábado unos ciudadanos cualesquiera hubieran cogido, delante de la policía, su coche con un cubata en la mano? ¿No habrían sido multados y detenidos? ¿No habrían sido inmediatamente detenidos y esposados los ciudadanos que hubieran insultado a los policías, los que los hubieran amenazado? ¿Por qué la ley cae con todo sus peso y todas sus togas y todas sus burocracias sobre los ciudadanos normales cuando cometen un error y escabulle sus responsabilidades frente a estas pandas del terror, que sistemáticamente se orinan sobre los derechos de la gente con la aquiescencia de la autoridad pública, por lo que vemos?

El repliegue de la legítima defensa de los derechos de los ciudadanos que practica la autoridad está poniendo a la ciudadanía ubetense en el filo de la navaja: bastará con que a estos malnacidos se les vaya la mano un día –contra un niño racista que no quiere darles su móvil, contra un camarero racista que presenta la cuenta, contra una adolescente racista que no quiere que la violen, contra un paseante cualquiera y racista que se los quede mirando, contra el conductor racista que les pite si se saltan un semáforo– para que estalle la olla a presión. Y para que, a la vista de que no hay justicia y de que la ley y la autoridad no han comparecido, muchos poseídos por la rabia sientan la necesidad de agruparse en masa encrespada que marche incontrolable a tomarse la justicia por su mano. ¿No están cometiendo las autoridades un delito moral cuando, con su falta de actividad contra los criminales, empujan a los ciudadanos hasta el precipicio de esta situación límite? ¿Realmente la ley, los jueces, las autoridades, no disponen de vericuetos, de atajos, de recursos, para imponer la protección de los decentes, para frenar la marea de la indignación que es algo que saca lo peor de las personas y que siempre acaba mal? Parece que no, que no se tienen medios legales para ello o que se carece de voluntad política y policial y judicial para poner remedio, pero entonces, cuando llegue ese día de la rabia y las hoces, vendrán los políticos con su retahíla de lamentos, con sus circunloquios sobre la necesidad de integración, con sus proclamas contra el racismo. Y la ley que no cae sobre los que provocan el terror caerá sobre quienes, desesperados o poseídos por la ira, acudan a vengar a los aterrorizados. Lo lamentable, lo verdaderamente lamentable, es que a fecha de hoy, cuando todos vemos como crece ese espacio sombreado del terror practicado por unos cuantos, no se toman medidas, no se actúa, no se levanta una barricada de poderosa ley, de urgente justicia, que frene los rumores, el miedo, la posibilidad real de que se desborde la rabia.

En Úbeda, con esta gentuza de los tiros y las navajas, acabará ocurriendo una desgracia. Algunos tenemos ya muy claro quienes serán entonces los responsables morales. Y cada palo político, cada palo policial, cada palo judicial, cada palo fiscal, tendrán que soportar su vela.

(Publicado en Diario IDEAL el día 27 de junio de 2009)