viernes, 24 de abril de 2009

ROSAS Y LIBROS



Me gustan las fiestas civiles del mes de abril: la conmemoración de aquella República que trajeron “unos cuantos hombres honrados, que llegaban al poder sin haberlo deseado” y la celebración del Día del Libro. Creo que estas fiestas son importantes, sobre ahora que banqueros y políticos están tabicando puertas y ventanas para que no entre la luz, y por eso cada 14 de abril leo los discursos de Azaña –en los que vibra un patriotismo mesurado, razonable y hoy más necesario que nunca– o las sensatas reflexiones de Juan de Mairena, tan actuales. El 14 y el 23 de abril me regalan una oportunidad para la esperanza, la certeza improbable de que todavía es posible para el pueblo español recuperar el camino perdido, la tambaleante seguridad de que este pueblo puede sacudirse la caspa de sus políticos y reconstruir la educación pública y el espíritu colectivo, de que puede volver a tejer su ardua pasión por la libertad y el sentido del deber y del honor: “y es tan alto y tan grande el honor/ que en el hombre es un timbre de gloria/ el nacer y sentirse español”, que decía la letra que Antonio Machado compuso en 1931 para el nuevo himno civil y nacional.

Hoy, en las alamedas de Cataluña, se instalan puestos de rosas y de libros. ¿Hay en España, a lo largo de todo el año, una fiesta en la que más intensamente se celebre la importancia de la cultura? ¿No es realmente hermoso ese festejo multicolor de los tenderetes que ofrecen libros y flores como posibilidad de un mañana menos estúpido, sencillamente mejor? Si yo fuese alcalde –que nunca lo seré, no teman– instalaría puestos de flores y mostradores de libros bajo las acacias florecidas, para que la gente pudiera pasear con el sosiego de los que son conscientes de su serio deber de ciudadanos, que es un deber para con el porvenir. Y si fuese ministro de Cultura –tampoco lo seré, estén tranquilos– declararía el 23 de abril fiesta nacional e instalaría altavoces en las avenidas para que la música de Bach pusiese un fondo musical al paseo literario y floral de las multitudes silenciosas y felices. Pero sé que en esta tierra “por donde cruza errante la sombra de Caín” soñar con una fiesta civil de esas dimensiones es soñar en vano, porque nos falta altura moral para cuajar esta celebración catalana en el resto del país. Nunca entenderé como hemos aceptado con tanta naturalidad estupideces anglosajonas como el tal jalogüen, mientras somos incapaces de hacer nuestro el fino gesto cívico que el pueblo catalán repite cada 23 de abril.

Comprar libros y rosas es, hoy, un acto de afirmación cívica, urgente y necesario en estos tiempos oscuros en que la casta política y la inquisición episcopal quieren reducirnos a la condición de siervos de la gleba. Regalar rosas y libros cada 23 de abril es un acto de anticipación civil, de serena rebelión ciudadana. Porque llegará el día en que “con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros” habrá que ensayar otra rebelión, yo no sé que rebelión.

(Publicado en Diario IDEAL el día 23 de abril de 2009, Día del Libro)

jueves, 23 de abril de 2009

DÍA DEL LIBRO



A los que fueron niños y crecieron leyendo historias de piratas y viajes al centro de la tierra, a los que de adolescentes buscaron en los libros mujeres ardientes en la soledad de sus dudas y de sus dormitorios, a los mayores que se remansan ante los libros abiertos, a los que leen sobre la cama, en un sillón, en el mar de agosto, a la sombra de un árbol, sobre los prados verdes, a los que leen en las tardes largas del verano o los domingos en que noviembre golpea con la cantinela de la lluvia gris, a los que levantan la mirada del libro para asombrarse aún del milagro de los vencejos que vuelven y a los que son incapaces de apartar sus ojos de las letras para no perderse el instante en que va a morir el malo de la historia, a los que devoran libros y a los que los saborean con la lentitud de un café cremoso, a los que llevan a sus hijos de la mano para hacerlos socios de la Biblioteca Pública, a los que fueron niños en la Biblioteca y a los que ahora aprenden a leer siendo mayores porque la dictadura les negó el derecho de la escuela, a los que acarician el lomo de sus libros con la ternura del que sabe que están en deuda con ellos, a los que se sienten herederos de sus libros y a los que siempre llevan un libro como compañero de viaje, a los que le gustaría que al morir le pusieran entre las manos el libro que tantos consuelos le dio en las noches de angustia, a los que leen novelas de amor y poemas existenciales, a los que leen ensayo político y filosofía kantiana, a los lectores de novela negra y a los de cuentos infantiles, a los que para comprar un libro se privan de muchos pequeños placeres, a los que leen libros prohibidos y a los que leen a escondidas desafiando al poder a las leyes, a los lectores de ayer y a los de mañana, a todos los lectores de todos los tiempos y de todos los lugares, a los que hoy comprarán y regalarán libros y rosas, felicidades.

miércoles, 22 de abril de 2009

EL ROSTRO DE UN ASESINO



Como el tema es interesante y complejo (ya se ha tratado aquí en varias ocasiones) vayamos por partes y resumiendo para no liarnos mucho.

Una red cívica de padres y madres de familia me hace llegar un correo electrónico en el se acompaña –junto con el espeluznante relato de sus fechorías y del crimen horrendo de Sandra Palo– la foto de Rafael García Fernández, alias “Rafita”. La petición de colaboración es expresa: esta foto apareció en no sé qué programa de Tele 5, pero la Fiscalía y el Defensor del Menor, en su inagotable afán de protección del criminal y burla de las víctimas, obligaron a retirar la fotografía de la web de la cadena basura. Sin embargo, estuvo el tiempo suficiente como para que las redes cívicas que piden una revisión del sistema penal español –su justa pretensión es llevar la Ley del Menor al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, a ver si allí alguien se apiada de las víctimas de la ley española– pudieran cogerla. Y ahora la mandan por las redes cibernéticas instando a que los padres españoles la difundamos: “si la ley no lo hace lo haremos nosotros. Por eso, es importante que hagamos una cadena en Internet para que todo el mundo sepa como es la cara de este ‘angelito’ y estar prevenido”.

Ciertamente con este sujeto, que cuando asesinó a Sandra Palo ya sumaba más de ¡700 denuncias! y que mientras estuvo internado en el centro de menores en el que purgó durante cuatro años –¡cuatro años!– su horrible crimen no cesó de amenazar a las educadoras con violarlas y quemarlas vivas, hay que estar prevenido. Sobre todo los padres de adolescentes. Por eso desde este Camino nos sumamos a esa red cívica de difusión del rostro del asesino. Que además, según parece, reúne todas las papeletas para volver a delinquir, porque de reinserción y arrepentimiento nada de nada.

Supongo que ahora vendrán los que se la cogen con papel de fumar diciendo que esto supone un linchamiento moral del tal Rafita, que conforme a las leyes –se olvidan que las leyes también pueden ser injustas– ya ha sido juzgado y ha pagado su pena, etcétera, etcétera. Vale, muy bien, pero para mí este argumento no es válido. Para mí sigue siendo válido el sufrimiento de las víctimas, el dolor de unos padres a los que ley privó del derecho del justo resarcimiento de su pérdida. ¿Debe la ley proteger los derechos de los criminales? Por supuesto: pero eso no puede suponer, como supone en el caso de la ley penal española, un mearse encima de los derechos de los que han padecido la violencia del crimen. Un ejemplo muy reciente y doloroso ilustra la indefensión y la desprotección de las víctimas.

Durante estos días estamos asistiendo al triste espectáculo de ver como después de patearse el Guadalquivir desde Sevilla a Sanlúcar, la policía lleva varias semanas removiendo miles y miles de kilos de basura, para ver si se encuentra el cadáver de Marta del Castillo y se le puede entregar a sus padres, para que construyan el armazón de su duelo y puedan ir superando la angustia de no saber si quiera dónde están los restos de su hija. Yo pienso que Marta ni siquiera está en ese vertedero, que esto es una estratagema de los asesinos para volver a reírse de los tribunales y tenerlos entretenidos. Y así, llegaremos a una situación en la que muy posiblemente el cuerpo de Marta, enterrado nunca sabremos dónde, no aparecerá, sus padres no podrán superar esa fase del duelo que se liga al entierro del ser querido que se pierde, sus asesinos serán juzgados y en pocos años saldrán a la calle, reinsertados y con la misma chulería que en los últimos días demuestran ante las cámaras. ¿Reinsertados? ¿No debería pasar en este caso al menos la reinserción por la previa aparición del cadáver? ¿De verdad no es reírse ya en demasía del sufrimiento de los familiares de la chavala el que sus asesinos puedan salir a la calle en diez o quince años, riéndose de todos y no diciendo mientras vivan dónde enterraron a Marta? ¿De verdad decir estas cosas supone un linchamiento de aquellos que son malos? ¿De verdad estamos tan ciegos –la ceguera de los puros aupó el mal al poder en la década de los 30, no lo olvidemos– que nos negamos a aceptar que el mal existe y que hay personas malvadas?

El Rafita está suelto. Aquí está su foto. Seguramente difundirla no sirva para mucho, pero al menos el día en que vuelva a violar o asesinar a una joven indefensa que suplica clemencia tendremos limpia la conciencia, porque cumplimos con nuestro deber de padres y, sobre todo, de ciudadanos.

viernes, 17 de abril de 2009

HORA DE MIRAR



Hemos nacido para poetas o para muertos, lleva razón Gloria Fuertes. El poeta escribe o llora versos, pero también es poesía la madre que peina la cabeza rubia de su hijo. Y es poeta el que sin ganas ni esperanza madruga y viaja en metro hasta la oficina o el tajo, y lo son los que escriben algoritmos sobre las viejas pizarras negras y los que buscan en el café de la mañana la razón de tener abiertos los ojos. Esos –aunque vivan en la desgana, aunque estén espoleados por el desánimo– nacieron para poetas de la poesía de lo pequeño y de la supervivencia, que es como una mariposa que cada día quema sus alas de papel en los soles declinados de la tarde. Para muertos, claro, nacen los que se escabullen del esfuerzo y de la inteligencia, y hacen oficio de tinieblas en el matonismo o el pasotismo. Nacieron para poetas los que nacieron para la vida, con todos sus reveses y con sus amarguras, los que quieren torcer –rectamente– la esquina de lo negro para darse de bruces con las fuentes limpias en las que beber a chorro. Nacieron para muertos los que con su cara de bobo o con su maldad a cuestas trajinan en la política, los de los discursos hueros, los del gesto implacable que siempre se descarga contra el indefenso. Lo que pasa es que está tan oscura la mañana del siglo que no sabemos separar a los poetas de los muertos, que como avisó Neruda podrán cortar las flores pero no detendrán la primavera. Y esto es una esperanza necesaria.

Roberto Juarroz dijo que “la vida nos acorta la vista/ y nos alarga la mirada”. Yo pienso que ahora vemos mucho pero miramos poco y que si Machado anunciaba que estabamos ciegos por estar hartos de mirar sin ver, ahora nuestra ceguera la provoca el ver sin mirar. Vemos mucho más allá de nuestras narices, porque internet y la televisión han convertido el mundo en un establo a la medida de nuestra condición de borregos. Soberbios porque creemos que hemos puesto bombillas en todos los tapices de la realidad, somos incapaces de mirar. ¿Qué miramos? En realidad no miramos nada: yo creo que este mundo nuestro es un mundo ciego, hechura de los muertos y no de los poetas. Nos da miedo mirar, pero sobre todo nos espantan las miradas que se alargan y abarcan profundidades hasta llegar a las simas donde nuestro ser habita. Esa es la cuestión: que no queremos mirarnos dentro. Que nos espanta lo que somos, que nos da miedo adentrarnos en la inseguridad que propone nuestra condición de seres fronterizos.

Vivimos la era más soberbia de la historia. Era de certezas sin fisuras, de unanimidades, edad inquisitorial de seguridades dogmáticas. Nunca el hombre ha sido tan estúpido, nunca ha malvivido tan sin pulso, tan a imagen y semejanza de los que nacieron para muertos. Pero hay que resucitar el tiempo y las esperanzas. Para eso hay que alargar la mirada, hasta abarcar los infinitos espacios, los universos profundos. Es necesario que volvamos a hacernos preguntas, que dudemos. Es necesario que miremos largamente aunque escuezan los ojos.

(Publicado en Diario IDEAL el 16 de abril de 2009)

jueves, 16 de abril de 2009

MANJARES


Lo reconozco: alguna vez he dicho que Dios también habita entre los hornazos. Y es que no puede ser de otra manera, sobre todo si tenemos en cuenta la riqueza que la cocina ubetense alcanza durante estos días de Semana Santa. No hay semana en el año en que se coma mejor, y no porque en otras épocas no haya manjares más caros, sino porque no hay otros días en que la comida sea más de aquí, con tanto sabor a casa y a tiempo ido, con tanta capacidad para resumir lo mejor de los productos de nuestra tierra y de nuestros antepasados: el aceite, la harina, el azúcar, el huevo, el tomate... La Semana Santa de Úbeda son los tambores y las trompetas de la Santa Cena o de la Oración del Huerto, los lamentos de la Soledad, el incienso de la Columna o los Romanos de la Humildad… Pero también –¡ay, que hambre!– esas comidas que con tan sólo olerlas nos retrotraen a los años en que comenzamos a cuajar nuestra personalidad.

Me acuerdo de aquellas tortas de aceite y de los hornazos que se guardaban en las alacenas en un saco de papel y aguantaban toda la Semana tiernos, brillantes, pringosos de aceite. Ahora, por desgracia, es difícil encontrar en los hornos ubetenses pan de aceite que contenga el fruto de la aceituna en cantidad apreciable y por eso las tortas y los hornazos no se pueden guardar fuera del congelador de un día para otro, pues se quedan resecos, tiesos. Pero aún así es impensable la merienda del Jueves Santo sin una torta de Semana Santa con fiambre, o la cena del Viernes Santo –cuando el cuerpo es puro cansancio– sin devorar un hornazo. Como es impensable una Semana Santa sin tortillas –de espárragos, de habas, de espinacas– que se hacen la tarde del Miércoles, o sin ensaladas de pimientos y atún, o sin bacalao encebollado o con tomate –tanto monta–, o sin huevos rellenos y ensaladilla rusa. Y luego, claro, están esos dulces de Semana Santa que son como una invitación a que vuelva el niño que fuimos ayer. Las torrijas, pero sobre todo los roscos de Jesús –manjar del amanecer de Viernes Santo, de antes de que salga Jesús– y los puritos americanos, que nos ponían las manos pringosas de caramelo blanquecino cuando íbamos a nuestra casa a quitarnos la túnica morada y a comer churros, ese paraíso.

(Publicado en diario IDEAL el 12 de abril de 2009)

BOTELLÓN Y TAMBOR


Esta noche, cuando en otros pueblos las multitudes se levanten silenciosas al paso del Sepulcro de Cristo, en un gesto antiguo y emocionado, Úbeda asistirá un año más a la representación del más grande botellón del año. Y es que al paso del cortejo de la Procesión General, las aceras de las calles se convertirán en una improvisada terraza de verano que consumirá miles de kilos de pipas. Pero todo será nada si lo comparamos con el insólito espectáculo que se desarrollará en la calle Ancha, donde cientos de zangalitrones consumirán litros y litros de alcohol mientras se revuelcan en el suelo al paso de las imágenes de Cristo. Esto viene celebrándose en Úbeda, con el beneplácito del Ayuntamiento y la bendición de las bandas de las cofradías (que ponen la banda sonora de tan solemne acto etílico), desde hace más de veinte años, y como aquí a poco que una cosa se celebre un par de años ya es tradicional, el botellón de esta noche debe tener tan honda raigambre como la campanilla de Jesús, y así nadie quiere acabar con él.

Con ser grave lo del botellón de la calle Ancha, no se piense nadie que esa es la única falta de respeto que se puede presenciar durante la celebración de las procesiones de Úbeda. Antes al contrario, el pueblo ubetense es un pueblo que le ha perdido el respeto a sus procesiones: se silba, se jalea, se alborotan las adolescentes… Y más aún: en un acto tan serio como el del Vía-Crucis del Cristo de la Noche Oscura es posible apreciar la falta de respeto que en Úbeda se le tiene a las procesiones. Y es que el pasado Martes Santo pudimos ver, una vez más, como personas de ley y orden se dedican a caminar al lado de los penitentes carmelitanos, pisoteándolos, arrollándolos, apartando a codazos los carricoches de bebé que les estorban en las aceras, mascando chicle, hablando de fútbol o de las nevadas, y exigiendo –eso sí– respeto a los jóvenes que en las aceras se dedican a gritar y a reír. Y si esto lo hacen personas teóricamente educadas, ¿qué se puede esperar de los adolescentes pasados por el filtro de la LOGSE y que, por consiguiente, tienen averiado cualquier atisbo de urbanidad, respeto y educación? Pues eso, se puede esperar eso, lo que veremos esta noche cuando desfile la Magna Procesión del Viernes Santo: eructos, risas, meadas, calimocho… botellón y tambor. O más exactamente: botellón a ritmo de tambor.

(Publicado en diario IDEAL el 10 de abril de 2009)

miércoles, 15 de abril de 2009

LOS TRONOS DE PALMA BURGOS



¿Hasta qué punto la Semana Santa no es hechura del malagueño Francisco Palma Burgos? Tras la Guerra Civil a penas quedó nada de la vieja Semana Santa ubetense: se habían perdido imágenes, tronos, enseres. Las cofradías se aplicaron a partir de 1939 a la tarea de reconstruir todo el patrimonio perdido, de manera que el resultado fuera el más parecido a aquel que redujeron a cenizas. El mismo espíritu para nuevos tiempos: es ese el encargo que nuestros abuelos hicieron a los nuevos imagineros, Jacinto Higueras, Benliure, Vasallo… y Palma Burgos, que en 1942 entrega su Señor de la Columna y que desde entonces no se iría de la Semana Santa de Úbeda. Tanto se quedaría en el fondo de nuestra Semana Santa, que hoy es imposible concebirla sin la impronta estética del malagueño.

Y es que Palma Burgos supo captar pronto y bien la “personalidad” de la Semana Santa según el pueblo ubetense. Más allá de las imágenes que dejara para nuestras cofradías –el Señor de la Columna, que ya hemos dicho, el paso del Santo Entierro, el Señor del Borriquillo o el Resucitado y los imponentes Cristos Yacente y de la Noche Oscura, o sus dolorosas– son los tronos que realiza para las imágenes los que definen el toque último de la particularidad cofrade ubetense. Tronos en los que el barroco se interpreta de manera muy contenida, de tal modo que cualquier desbordamiento se evade para no violentar el ser cofrade de los ubetenses. Grandiosos, serenos sobre las ruedas –ahora las ruedas no tienen buena fama: son cosas “antiguas”, feas–, se desplazan esos tronos con majestuosidad por las bacheadas calles de la ciudad, invitando a contemplar sin participar, desde una lejanía que facilita la contención de las emociones. Y así, es fácil afirmar que la Semana Santa de Úbeda es la que se refleja en esos tronos de Paco Palma, o en los que se hacen según su modelo. Hay otros tronos, otros “pasos” más retorcidos o recargados, claro, como hay otras imágenes modernas más acordes al gusto nuevo de exuberancias barrocas, más alejadas de aquella imaginería de la postguerra que interpretó un nuevo clasicismo. Pero algunos seguimos viéndolos como una importación, como algo de fuera: no tienen el sello de los tronos de Palma Burgos.

Y es que cuando esta tarde veamos el trono del Señor de la Columna o mañana el de Jesús o la Expiración sabremos que sí, que esos sí son de Úbeda porque es puro Palma. Ahí es nada.

(Publicado en diario IDEAL el 9 de abril de 2009)

DON VICTORIANO



Don Victoriano era un tipo con cara de bueno, humilde, introvertido, “frío como un ruso” dicen sus contemporáneos. Y a parte de eso fue un músico imprescindible para comprender la Semana Santa de Úbeda: tanto, que el cura Marcos Hidalgo llegó a decir –acertadamente– que si las cofradías de Úbeda prescindiesen de las marchas que para ellas había compuesto perderían su unción religiosa.

“El Murillo de la Música” nació en Játiva en 1870 y llegó a Úbeda siendo niño. En 1873 su padre –un músico humilde, director de la banda de Sabiote– ya había compuesto el “Miserere” de Jesús. Pronto encontró don Victoriano “El Joven” un grupo de amigos que lo atrajeron hasta Úbeda. Vivió aquí humildemente –en el número 9 de la calle Cervantes– aquí formó familia y aquí murió. Y aquí dejó su mejor música, que él nunca apreció mucho. Los “Dolores” de su cofradía de la Expiración y sus marchas fúnebres para las procesiones del Jueves y del Viernes Santo son hoy el lazo más intenso que ata a las generaciones de “ubetenses de las dos orillas” en el nudo de emociones que convoca la Semana Santa de Úbeda, que sobre todo es esa música emocionada. ¿Qué ubetense no ha tarareado las marchas de don Victoriano? ¿Qué ubetense semanasantero no conoce la melodía dulce de la marcha del Cristo de la Expiración, que tan poco gustaba a su autor? No se puede destacar una de sus marchas: desde 1897 el pueblo silbaba la de la Expiración por las calles, pero a él le gustaba “Sepulcro” –esa sí la consideraba realmente buena– y hoy nos emociona hasta la médula la desolada marcha que compuso a la Virgen de las Angustias, para la que se inspiró en la enfermedad que padecía su hija Carmen.

Hoy vuelven a estar de moda los extremismos y desde ambos bandos se postula “el nosotros o contra nosotros”. Pero don Victoriano dejó también una última lección de coherencia y de riqueza espiritual. Y así, el 15 de abril de 1931, el hombre que había dedicado la más hermosa música a las cofradías de Úbeda estaba presente en el Salón de Plenos del Ayuntamiento y –pese a su timidez– hizo uso de su autoridad moral para recordar a ilustres republicanos ubetenses, ya muertos, en cuya memoria pidió un minuto de silencio. No sabemos si ese 15 abril don Victoriano tarareó en la fachada del Ayuntamiento “La Marsellesa” que tocaba su banda o alguna de sus marchas. Pero sabemos que era un hombre feliz.

(Publicado en diario IDEAL el 8 de abril de 2009)

martes, 14 de abril de 2009

LAS ESCUADRAS DE LA NOCHE OSCURA



La década de 1960 es la década que Juan XXIII, el Papa Bueno, lleno de aires nuevos para la Iglesia. Y eso, en Úbeda, se tradujo en la fundación de una cofradía que rompía los moldes dentro de los que se movían las cofradías ubetenses. Estamos hablando de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Noche Oscura, que es eso: una cofradía hecha con el espíritu del Concilio Vaticano II, a imagen y semejanza de una Iglesia que quiere ser nueva y estar en el tiempo. La de la Noche Oscura es una cofradía aggiornada.

Fundaron la cofradía, allá por 1963, antiguos alumnos salesianos y jóvenes de la Acción Católica –tan importante en la historia de la segunda mitad del siglo XX ubetense– y se inspiraron en una nueva espiritualidad, acorde con su juventud. Partiendo de San Juan de la Cruz –el hábito de la cofradía, sobrio, espartano, austero, es puramente carmelitano y renuncia a brillos y rasos– transformaron la oración en un compromiso compartido de los fieles. Así, durante su procesión del Martes Santo no suenan tambores ni trompetas: sólo el báculo del capataz que guía el paso resuena sobre los adoquines, sólo la oración del Vía Crucis y el rezo del Padrenuestro, tras cada estación, van anunciando por las calles de Úbeda el paso del Cristo hecho por Palma Burgos a la imagen del de Juan de Yepes o Dalí. Y así, todos los ubetenses pueden hacerse partícipes del acto penitencial que realizan los hermanos de la Noche Oscura.

La Cofradía de la Noche Oscura es una cofradía participativa. Y no porque invite a los fieles a sumarse a su procesión –lo que muchos hacen sin el respeto debido– sino porque el guión de sus hermanos bulle de vida, se mueve, se articula en torno al Cristo, al que todos portan. He ahí las escuadras de la Noche Oscura, he ahí los hermanos organizados –mal que bien– por estaturas para ir turnándose en la tarea de cargar el trono sobre el Cristo cae hacia el mundo. Se detiene el guión, y unos hermanos caminan hacia Cristo mientras otros van cogiendo sus faroles y se sitúan al final de las filas. Y así, durante 14 Estaciones.

Modernidad. Reflejo de un tiempo nuevo, de un nuevo catolicismo: he ahí la Cofradía de la Noche Oscura con su interpretación vital de la espiritualidad católica, que es posible manifestar en una procesión por lo demás ubetensísima.

(Publicado en Diario IDEAL el 7 de abril de 2009)

EL MAESTRO HERRERA



Mientras en otras Semanas Santas se repiten machaconamente las mismas marchas –las mismas en Sevilla y en Niebla y en Granada– en Úbeda cada cofradía tiene su propio patrimonio musical, sus propias marchas, sus himnos privativos que sólo se interpretan en su fiesta principal y (se interpretaban) en su procesión. Y cuando esta tarde la Virgen de Gracia salga a la calle será posible oír una de las más hermosas marchas de uno de los grandes músicos del siglo XX ubetense, el maestro Herrera Moya.

Hombre y músico de temperamento –apasionado de la grandilocuente música romántica– debutó joven como compositor de marchas cofrades con la de la Virgen de los Dolores de la cofradía de la Expiración, allá por los primeros años 60. Para entonces había ya marchas de don Victoriano y Sánchez Plaza, pero Herrera Moya compuso las de casi todas las Vírgenes ubetenses: Amor, Esperanza, Caridad, Fe, Paz…, a más de algunas para Cristo –ahí queda la intensidad de la marcha de la Buena Muerte–. (A la postre, es la obra del maestro Herrera Moya la que redondea un patrimonio musical cofrade único en España.) Queda en su haber el no querer componer una marcha para la Virgen de los Dolores de la cofradía de Jesús por considerar –humilde, pudoroso– que el “Miserere” es tan grande y significa tanto en Úbeda, que interpretar otra marcha en la mañana del Viernes Santo es violentar los sentimientos sedimentados en la salida del Nazareno.

Su trayectoria como compositor cofrade alcanzó su cenit –pensamos– con la marcha de la extinta Agrupación de Cofradías, y quedan en su haber composiciones tan solemnes como esa que recoge todo el espíritu cofrade de su pueblo, y marchas tan populares como la que esta noche silbarán las aceras al paso de la procesión. Porque de todas sus marchas, la de la Gracia es la más pegadiza y popular, precisamente por ser la que menos se parece a las otras del maestro, tan grandiosas y solemnes. La marcha del Lunes Santo es leve como el viento de un cielo con estrellas: con ella Manuel Antonio Herrera Moya alcanza la categoría de músico de la calle y se adentra ya, para siempre, en los resortes íntimos de nuestra Semana Santa. ¿Qué es la Semana Santa de Úbeda? Lo que hicieron Palma Burgos, don Victoriano, Ruiz Olmos… y también, no tenemos duda, lo que desde hace casi cincuenta años viene haciendo el maestro Herrera.

(Publicado en diario IDEAL el día 6 de abril de 2009)

lunes, 13 de abril de 2009

SÁBADO DE PÁJAROS Y COHETES



Manuel, ya sí, ya sí huele a Semana Santa. Lo que pasa es que tú eres todavía demasiado pequeño y no eres capaz de asomarte al balcón y ver como la tarde de hoy se va a llenar de cohetes y de pájaros. Es la primavera. ¿Que qué es la primavera? Pues me vas a dejar que te lo diga con un pregón pequeño, y puede que hasta estúpido.

Ayer la primavera fueron Los Dolores de la cofradía de La Expiración y las imágenes que se llevaron a Santa María, y hoy es un aire que huele raro, como a humedad inflada de nostalgias, como a vencejos que acaban de volver a sus nidos en las torres viejas trayendo en las alas el olor de las sabanas africanas, hoy la primavera es el presentimiento de los tambores y de las trompetas, hoy es un torbellino de emociones que acuden a mi corazón recordando los años en que era niño. Me gustaría que un día tú también recordarás con nostalgia esta tarde del Sábado de Ramos, que es la tarde más hermosa del año porque todo está intacto, porque aún está sellado en el fondo del corazón el cofre en el que se guardan las melancolías que estos días levantan en nosotros como vulanos escapados del alma.

Hoy –lo verás cuando te saquemos a pasearte– las calles tienen como otro color, y hay gente con prisas para casi todo: para ir a la superlimpieza a recoger la túnica que se manchó y la capa de raso blanco, para ir a la Casa de Cofradías a comprar el capirucho nuevo, para ir a la Casa de Jesús a por un corazón que –por desgracia– ya no se parece a aquellos tan hermosos que bordaban las monjas de Santa Clara, para ir a la panadería y encargar hornazos y tortas de aceite, para ir a por una corbata o unos pendientes que algo hay que estrenar mañana –ya aprenderás que el Domingo de Ramos al que no estrena nada se le caen las manos–. Hoy parece que hay prisa hasta para que pasen las horas: mañana, cuando amanezca, el aire ya se colará por las ventanas aromado de trompetas. Y a partir de ahí, pronto lo vivirás en primera persona, la vorágine de unos días intensos, cristalinos, en los que de un modo u otro vuelve a nosotros la edad que ya hemos vivido, el tiempo que se ha ido para siempre.

Manuel, hoy son las vísperas de la Semana Santa. No es que lo diga tu padre, es que lo dicen el aire y la luz. ¿Vamos abriendo tu corazón pequeño, en el que tanto cabe, para que vayas haciéndo hueco a lo que dentro de unos años vivirás en estos días?

(Publicado en diario IDEAL el día 5 de abril de 2009)

¿QUÉ IGLESIA?



Durante los primeros días del mes del pasado mes de diciembre los periódicos de todos los países despacharon una noticia que debería haberle puesto la piel de gallina a todos los cristianos: el Vaticano se opuso a que se despenalizase la homosexualidad en el mundo. Francia, en nombre los veinticinco países de la Unión Europea, había anunciado su intención de presentar en Naciones Unidas una propuesta para que se despenalice la homosexualidad en el conjunto de la comunidad internacional. Europa, que tanto debe al humanismo cristiano, volvía a dar un paso adelante en la defensa de los derechos y la dignidad del ser humano y pretendía evitar que siguiera teniendo respaldo legal –y aún moral– la situación terrible que los homosexuales padecen en decenas de países asiáticos, africanos y americanos, donde legalmente pueden ser detenidos, encarcelados, vejados y torturados y en ocho países islámicos, además, asesinados vía pena de muerte. Y al Vaticano esta iniciativa le pareció un error porque “una declaración política de ese tipo crearía nuevas e implacables discriminaciones”, según el cardenal Celestino Migliore, que es el representante de la Santa Sede ante las Naciones Unidas. ¡Implacables discriminaciones!: a mí, me parece que lo que es implacable es la persecución que miles de personas sufren en todo el mundo por su condición sexual, que no deja de ser algo que les atañe a ellos y solo a ellos y que nadie causa ningún mal. Pero el Vaticano ve este asunto de otra manera –¿por qué el Vaticano siempre ve de otra manera los asuntos que causan tanto sufrimiento en el mundo?–, que es más o menos la manera en que lo ve un país tan civilizado, democrático e inspirado en los valores del humanismo cristiano como es Irán.

Siempre he pensado que la verdad es la verdad la digan Agamenón o su porquero, eso es cierto. El Vaticano puede defender que la verdad es que la homosexualidad es un crimen terrible y que eso es así aunque para defenderlo haya que cargar con un compañero de viaje tan desagradable como Irán. Lo que ocurre es que a veces la verdad no es tan fiera como la pintan e incluso los que se dicen representantes de Dios en la tierra pueden tener averiado el conocimiento de la verdad. Porque, aún suponiendo que la homosexualidad fuese el execrable crimen, el terrible pecado que la Iglesia oficial nos quiere hacer creer, ¿no es mayor pecado el de omitir la defensa de esos seres humanos consintiendo tácitamente los padecimientos a que son sometidos en tantos lugares del mundo, precisamente en nombre de Dios, de cualquier dios? Desconozco si cuando la Iglesia toma posturas políticas como ésta –no nos engañemos más: a veces la Iglesia también juega a la política, lo hemos visto muchas veces en España y se oye todos los días en una radio– sus representantes hablan después de haber estado muchos días sin leer el Evangelio. Sea cómo sea me parece que a la Iglesia de hoy –a nuestra Iglesia: a nosotros mismos, los cofrades, que somos Iglesia– le falta la frescura, la ternura y la pasión amorosa que destila el mensaje de Jesús.

Pedro Casaldáliga avisa del riesgo que para la revitalización del mensaje de Jesús supone una “Iglesia clericalizada”, esto es, una Iglesia alejada de las pulsiones de la calle, del suelo, de la realidad de la gente de carne y hueso. En ocasiones como ésta de que venimos hablando la Iglesia parece demasiado alejada del mensaje de Jesús: ¿nos imaginamos a Jesús sentado entre su legión de marginados, de sufrientes, de presas del dolor y de la exclusión, y levantándose para expulsar del grupo a la prostituta, al homosexual, al “rojo”...? No, yo no puedo imaginarme a ese Cristo, porque el mensaje de Jesús –volvemos a Casaldáliga– no fue un mensaje neutro: el Evangelio toma partido y lo hace claramente por los que sufren cualquier sufrimiento, para ofrecerles la posibilidad de la redención en la caridad, en la fraternidad y la comunión del amor y de la entrega, en la alegría de un Dios al que le gustaba comer con sus amigos, y beber buen vino y gozar de los perfumes y la charla en las noches de primavera debajo de las parras fecundas de Galilea. José Antonio Pagola ha descrito a Jesús de manera hermosísima: “Judío de Galilea, vecino de Nazaret, buscador de Dios, profeta del Reino de Dios, poeta de la compasión, curador de la vida, defensor de los últimos, amigo de la mujer, maestro de vida, creador de un movimiento renovador, creyente fiel, conflictivo y peligroso, mártir del Reino de Dios, Resucitado por Dios”. En esos títulos se resume todo el mensaje de vitalidad cristiana, toda la fuerza de su apuesta por transformar la realidad de los hombres: el “amaos los unos a los otros” no es un mero postulado estético, es un llamamiento profundo a la transformación radical –esto es, de raíz– del que escucha la palabra de Jesús. Transformación para la acción: el amor cambia a los hombres para que generen más amor: “Donde no haya amor pon amor y encontrarás amor”, que dijo nuestro San Juan de la Cruz. Y atendiendo a San Pablo podemos encontrar que el empuje del amor según Cristo es mayor aún: “el Reino de Dios no consiste en palabras, sino en acción”, en la acción de amar, en el ejercicio de la poesía de la compasión.

¿Sirve hoy la Iglesia a este Reino de Dios? ¿Es la suya –nos referimos a la Iglesia oficial, “clericalizada”, no a la Iglesia que este invierno ha dado de comer al hambriento en el comedor de Cáritas– una acción al servicio del amor sin condiciones? La Iglesia da síntomas de agotamiento: le faltan ese compromiso con el dolor del mundo y esa alegría que exhala el Evangelio. Carece de esa fuerza poética de la compasión del Nazareno. Está anoréxica de capacidad de ponerse en el lugar de los que sufren y lloran y parece incapaz de aguantar en la vera del camino cuando oye acercarse los cascabeles que anuncian el paso de los leprosos del siglo XXI.

A mí, como creyente, me gustaría una Iglesia que convocara menos manifestaciones en defensa de la familia y que se dedicara más a defender a la familia; yo quisiera formar parte de una Iglesia que se preocupa menos por la entrepierna de las personas y más por su situación económica o social: una noche de campamento, en La Barrosa, le planteábamos a Manolo Molina –y él asentía– que la obsesiva preocupación de la Iglesia por el sexo aleja a los jóvenes y a la parte más viva de los creyentes de los templos, donde por cierto nunca se oye clamar contra los empresarios que pagan mil euros o que despiden a las empleadas cuando se quedan embarazadas, que eso sí sería defender a la familia.

Yo quisiera ser Iglesia de una Iglesia que escuchara al Cardenal Martini –¡cuántos Carlo María Martini hacen falta en la Iglesia!– cuando dice que las preocupaciones de la Iglesia tienen que ser las mismas preocupaciones que tienen los jóvenes y los hombres de aquí y ahora.

A mí me gustaría que mi Iglesia estuviera llena de vida y que los templos no fueran un lugar donde las viejecitas –más o menos aburridas– van a dormitar la tarde del domingo sino el espacio alegre de celebración de un mensaje que revoluciona con la alegría y para la fraternidad entre los hombres.

A mí me gustaría ser tocado por la fuerza misteriosa de una Iglesia que está presente allí donde hay un hombre que sufre, una mujer que llora, un preso torturado, un homosexual ahorcado, un niño violado o explotado, una Iglesia que en medio del dolor alza su voz y denuncia el crimen y dice basta y pide que no se penalice el sufrimiento ni la diferencia y que sabe ver en la multiplicidad de las personas la riqueza de los hijos de Dios.

Y yo quisiera ser parte de una Iglesia que escucha atentamente las palabras de André Compte-Sponville –filósofo y ateo– cuando dice que hay que luchar “contra los fanáticos y contra el oscurantismo”, miembro de una Iglesia que sea aliada “de todos los espíritus libres, abiertos y tolerantes, crean o no en Dios”: ¿qué hace la Iglesia de Francisco de Asís votando en la ONU al lado de Irán o de Yemen, por el amor de Dios?, ¿qué hace la Iglesia de Erasmo de Rotterdam tendiendo la mano a los lefebvrianos Abrahamowicz y Williamson, que bromean con las cámaras de gas del nazismo –“Sé que las cámaras de gas existieron para desinfectar, pero no sé decir si provocaron muertos o no”–, mientras persigue a los teólogos de la Liberación que se juegan la vida en las selvas de África o de Iberoamérica?

Y me gustaría ser un creyente al que dejasen coger –con amores de hijo dolorido– la mano de la Iglesia y, como a un niño al que se le enseña a andar, ayudarle a caminar más al lado de Maximiliano Kolbe, Juan XXIII, Ignacio Ellacuría, Antonio Gutiérrez “El Viejo” o Kike Figaredo y menos al lado de Kiko Argüello, Lefebvre o Escriba de Balaguer. Y enseñarle a pronunciar más palabras como amor, gracia, auxilio, esperanza, caridad, fe, compasión en el dolor y en la amargura y en la angustia y en la soledad, y paz, y menos palabras como exclusión, pecado o portazo.

Y a mí, para terminar, me gustaría ser parte de una Iglesia más humana y menos romana, que es menos italiana y menos europea y más universal para ser más católica, una Iglesia mestiza que no vuelve a hablar en latín porque quiere seguir hablando en las lenguas en las que la gente reza y pide pan y trabajo, una Iglesia que come el Pan y el Vino con la alegría de una misa bajo los pinos de La Barrosa, una Iglesia de las personas que abre las manos y acoge y que reza con el corazón limpio porque como dice Casaldáliga la verdadera revolución cristiana sólo se podrá hacer a fuerza de mucha oración.

(Publicado en GETHSEMANÍ, núm. 26, abril de 2009)

viernes, 10 de abril de 2009

ETERNIDADES





Por los secretos caminos de Internet habrán ido llegando a la redacción las noticias de todo el mundo. Las rotativas han estado toda la madrugada imprimiendo las páginas de este periódico y los camiones lo han llevado hasta los quioscos. Tinta, palabras, fotografías: el terremoto de Italia, los cambios en el gobierno, el liderazgo de Obama... ¿No son los mismos temas de todos los tiempos pero con distintos actores? ¿No son distintas palabras para nombrar los mismos acontecimientos?...

En Úbeda, la madrugada del Viernes Santo ha estado tejiendo su tapiz de eternidades. Y desde muy pronto los penitentes morados de la cofradía de Jesús Nazareno han vuelto a llenar las calles de un sonido antiguo, han revestido las plazas del jazmín florecido de una impronta de siglos. ¿Terremotos? Ya estaba la cofradía de Jesús cuando el maremoto arrasó la ciudad de Lisboa o cuando el terremoto dio al suelo con la torre de San Isidoro. ¿Cambios políticos y revoluciones? Ya salía Jesús los Viernes Santo de amanecida cuando decapitaron al rey de Inglaterra, cuando aguillotinaron al de Francia o cuando fusilaron al zar de todas las Rusias. Porque Jesús Nazareno, en Úbeda, convoca cada año a mucho tiempo ido, y lo dicen las cruces de 1638, el pendón de 1775, la campanilla de 1798, el “Miserere” de 1873...

Nada es nuevo el Viernes Santo por la mañana, cuando el sol rompa sus rayos primeros sobre la puerta oriental de Santa María. El ritual es el mismo, y aunque las páginas de los periódicos sean distintas, los ubetenses están citados para que convoquen en su interior las nostalgias de los idos, de los que padecieron otros terremotos, de los que vivieron otras revoluciones, otros cambios, otros tiempos. Allí, esta mañana, cuando el reloj de El Salvador daba las siete en punto, han estado nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos y todos los ubetenses que han sido desde marzo de 1577. No se trababa de una presencia de fantasmas, no eran espíritus desvanecidos: hablaban en las lágrimas del hombre recio que lloraba, de la mujer que apretaba sus manos recordando quién sabe qué recuerdos, quién sabe que penas, quién sabe qué plegarias.

Hoy es Viernes Santo. Hoy, un año más, ha salido Jesús por la puerta de La Consolada. ¿Qué importa el tiempo? ¿Qué importa lo que digan las páginas del periódico? ¿Qué importan estas mismas palabras mías? Ese milagro tímido que cada ubetense siente cuando el “Miserere” de don Victoriano “El Viejo” rompe en su interior todos los tiempos idos, toda la carga sentimental de su sangre desnuda, nos dice que el tiempo está humillado, que esta mañana ha sido humillado por la tradición, y que es posible –hoy ha sido posible en la salida de Jesús, en su procesión por las calles de Úbeda– seguir contando el tiempo desde la medida de los siglos, que es una medida de eternidades. Hoy lo infinito ha elevado en nosotros la plegaria de lo que no pasa y nuestras lágrimas al ver salir a Jesús han sido el reloj de ese horizonte despejado. Es Viernes Santo.

(Publicado en Diario IDEAL el 10 de abril de 2009, día de Viernes Santo)

sábado, 4 de abril de 2009

LA TRANSFORMACIÓN PENDIENTE






La imagen es una de las más bellas y perdurables de la historia del cine, apocalíptica, desesperada: en un fotograma de llamas y humo aparece, casi de pronto, una multitud de niños y ancianos y mujeres que lloran mientras llevan a sus bebés en brazos y de hombres desarmados –solo un arma llevan: la cruz de caña que alzan hacia el cielo y bajo las balas–, una multitud con miedo encabezada por el padre Gabriel, que camina sereno vistiendo un alba blanquísima y una estola dorada sobre su hábito de jesuita. Abraza con sus manos crispadas la custodia de oro que guarda a Jesús Sacramentado, mira hacia el horizonte breve de los verdugos, rodeado de esa multitud indefensa que levanta una cruz contra el horizonte denso de la selva apretada y la iglesia de palmas que devora el fuego.

En el siguiente fotograma los soldados se colocan –con la certeza de la maniobra mil veces ensayada– frente a la multitud de los hijos de Dios y cargan sus fusiles y disparan. Caen los viejos, las mujeres que dejan rojos de sangre sus vestidos de lino blanco, mueren fusilados los niños. Y el padre Gabriel sigue caminando: en su rostro no hay odio, ni miedo, en sus ojos sólo se refleja una desolación infinita y un convencimiento definitivo de que la Iglesia de Cristo es esa que camina con los que nada tienen, entre los que todo lo van a perder, la que anda hacia la muerte con los que han sido condenados por los poderes del mundo y por la Iglesia de Roma a entregarlo gratuitamente todo, hasta la libertad, hasta la vida.

Y avanzan los fotogramas. Y los soldados desaparecen pero siguen las balas acabando con las vidas de los que sólo ponen como parapeto, como trinchera, la custodia en la que resplandece el Cuerpo de Cristo: son soldados católicos, sus reyes –que son los de España y Portugal– comulgan cada día y su acción militar viene bendecida por el cardenal Altamirano, comisionado del Vaticano para ver si es conveniente entregar a los indígenas a la tiranía de la esclavitud (al final el cardenal aprueba la tropelía: ¡es tan fácil confesarse de crímenes tan horribles como ésta cobardía!), pero ni siquiera los detiene la visión de Jesús y disparan contra el sacerdote que lleva como una bandera de paz el Cuerpo que fue entregado por la redención de los hombres. Y así, las balas de las tropas católicas, las balas de los soldados justificados por el príncipe de la Iglesia cobarde, rompen el pecho del padre Gabriel, que cae –desmadejado ya, muerto ya– sobre la custodia dorada. La multitud huye de las balas, con el deber sagrado de salvar a sus hijos, de no entregar sus vidas ni sus libertades ni sus esperanzas rotas a unos reyes viles, por muy bendecidos por óleos vaticanos que estos reyes estén. Y cargan los cuerpos ensangrentados. Y uno de los indios se agacha y saca la custodia de debajo del cuerpo del jesuita asesinado y la alza como un nuevo mensaje y continúa caminando, impasible ante las balas, con Cristo alzado mientras la misión de San Carlos es ya una pura herida de fuego y cenizas.

Los últimos minutos de "La Misión", la espléndida película de Roland Joffé, son de una tensión inolvidable, de un dramatismo cósmico. Pero también son un llamamiento a la reflexión de los creyentes, un aldabonazo en nuestras conciencias de hombres que se reclaman cristianos. En el padre Gabriel, interpretado por Jeremy Irons, y en la piedad con que abraza el Cuerpo de Cristo en medio del vendaval de balas y sangres y camina con Él hacia la muerte, consciente de la potencia de su gesto heroico, se resume toda una lección de cristianismo. Ese padre Gabriel, mártir, es la imagen viva de una Iglesia doliente y comprometida que camina en medio del caos y del presentimiento de la derrota inminente, consciente de que todo el universo bellísimo cantado por los oboes sobre los horizontes vaporosos de las cataratas y los árboles inmensos, se desmenuza cada segundo en un instante de horror. Y la Iglesia, en esa encrucijada, no retrocede: antes al contrario encabeza la marcha de los que van a perderlo todo no teniendo nada.

El padre Gabriel renuncia a defender la Misión de San Carlos con las armas, que sí empuñan sus compañeros jesuitas los padres Mendoza y Fielding, pero renuncia también a avenirse a las razones criminales con las que el cardenal Altamirano vende la vida de los indígenas al yugo y al látigo de las coronas europeas. En la figura de Gabriel se materializa una Iglesia que desde la paz se compromete con la vida: es la Iglesia de la alegría y la felicidad que rezuma en cada frase del Evangelio de Jesús.

¿Y nosotros, los cristianos no del siglo XVIII en las reducciones del Paraguay sino en la Úbeda del siglo XXI, con quién estamos? ¿Y nuestra Iglesia de hoy, con quién se identifica, con ese padre Gabriel y su mensaje y su ejemplo de amor o con el cardenal Altamirano y su concupiscencia con los poderosos y con sus crímenes? No sé, pero tengo la sensación que esta Iglesia rouca y valera –el calificativo, genial, es de Jesús Tíscar– está más con los poderosos que con los que tienen hambre y sed de justicia, más con el cálculo político de determinadas opciones partidistas que con los que lloran, más haciendo cuentas para no perder nunca en el tablero de la historia que con los misericordiosos o los limpios de corazón o con los perseguidos por defender la justicia.

El padre Gabriel nos dice que la Iglesia, para ganarlo todo, tiene antes que perderlo todo: es ese el ejemplo del Jesús Torturado, del Jesús Asesinado en una cruz, del Jesús Resucitado que ahora celebramos en el esplendor barroco de nuestras procesiones. Cristo lo entrega todo para ganarlo todo por nosotros, y lo entrega desde el lado de los que nada tienen, de los que todo lo pierden, de los despreciados: Jesús está con las prostitutas, con la mujer adúltera, con los cojos y los ciegos, con los leprosos, con los niños... A ellos les habla, a ellos les promete un mundo mejor, es a ellos a los que quiere liberar de sus opresiones y de sus dolores, con ellos come y bebe y se divierte, que sus palabras son las palabras no del que regaña sino del que festeja. El suyo es un mensaje de redención y de alegría, pero no de una redención y una alegrías diferidas a un futuro indefinido: Jesús –como acertadamente señala José Antonio Marina– no habla del Reino de los Cielos, sino del Reino de Dios, esto es: de un proyecto de humanidad nueva aquí, en este mundo, un proyecto de amor y de entrega para ahora, para ya. Lo ha dicho Pedro Casaldáliga: "el Reino (...) es desafío, conquista, práctica, respuesta nuestra". Y el obispo poeta ha señalado que "la bienaventuranza se realiza en los pobres", debiendo entender pobres por todos los excluidos de nuestra sociedad.

Ahí esta Jesús: lo lleva el padre Gabriel entre sus manos antes de caer asesinado por no dejarse sobornar por los poderosos de la tierra. A Cristo le pasó lo mismo: resucitó, pero antes tuvo que entregar su vida para demostrar que el suyo no es un mensaje para después de la muerte, para dejar claro que Él no vino a jugársela para que luego ajustemos cuentas con Dios. No se trata de eso, y Jesús lo dijo claro: por eso no invita a hacer el bien, ordena la práctica del bien –del amor– como cumplimiento del proyecto de Dios –"Amaos los unos a los otros"–, porque Dios se encarna en el bien, porque Dios, que es amor, es el bien y por eso el mensaje de Jesús no tiene que producir sólo "un cambio psicológico, ni moral, sino una transformación ontológica", según Marina. Esa transformación desde la raíz, ese estar al lado de los que padecen y sufren cualquier padecimiento y cualquier sufrimiento, es la transformación pendiente de la Iglesia, nuestra transformación pendiente. Ojalá que debajo de nuestras túnicas, en nuestra soledad de penitentes, supiésemos entender esa lección suprema del amor que lleva a un hombre recto a empuñar el Cuerpo de Jesús como única bandera de la dignidad y la decencia del ser humano que ama frente al horror de los políticos, los banqueros o los obispos que han olvidado el mensaje del Sermón de la Montaña, esa revolución de los limpios corazones.

(Publicado en COMPARTIR, núm. XV, abril de 2009)

viernes, 3 de abril de 2009

HORIZONTES DE DIOS




He ahí la religiosidad como tema para un tiempo sin más temas que el abismo al que nos aboca la crisis económica. Julián Marías señaló que a medida que se ha producido un retroceso de “lo religioso” en nuestras sociedades, el hombre ha sido reducido a lo no específicamente humano. Y es que lo religioso sería la pulsión última en la que la persona puede reconocer la almendra de su ser, que sería miedo ante la nada y la muerte, pero también elevación de una esperanza. Alguna vez lo he dicho: la gran tarea de nuestra época es recomponer la personalidad de las personas, esto es, dotar de contenido el recipiente de lo que somos. Y para eso, nos guste o no, hay que contar con lo religioso, que es una vía de contacto con lo que nos trasciende. Porque por más avances que la ciencia consiga, por más seguridades que nos ofrezca este mundo incierto, la única realidad es que al final chocamos contra el muro de lo desconocido, de lo que se abre más allá de los horizontes de lo abarcable. Y entonces lo religioso, que puede ser sentido tanto por ateos como por creyentes; he ahí lo religioso, que directamente sitúa la sensibilidad de los sensibles ante el drama de la existencia. (Porque también se puede creer, con la fe del carbonero, y no ser una persona religiosa: la religiosidad no es un ritual sino una sensibilidad.) He ahí el problema de Dios, la promesa de Dios, el tema de Dios, la oferta de Dios. He ahí la necesidad de Dios. La realidad de Dios.

Ahora que se aproximan los días de la Semana Santa el horizonte se reviste de Dios y lo divino se aproxima a nosotros, se nos enreda en el alma y en lo cotidiano, que diría Juan Pasquau. De igual modo que la tarde de primavera se hincha de nubes oscuras que traen la lluvia, las procesiones deberían hinchar en nuestro interior una humedad, una sensibilidad que nos acercase a los interrogantes que Dios plantea, a más de acercarnos hasta la revolución del amor que se lanzara hace veinte siglos en los valles de Galilea. ¿Para qué las procesiones? ¿Para el turismo, para la hostelería, para la fiesta? Pienso que Dios está en los hornazos y en los roscos de Jesús, como estaba en los fogones de Santa Teresa, pero sobre todo Dios debe estar –y he ahí el sentido verdadero de la procesión– en nuestros corazones, en el seno de nuestras dudas, en la raíz misma de nuestra condición de personas, en las emociones que reviven cada año en nosotros. Es Dios el trasfondo que debe humedecer, vivificar, lo que hacemos y sentimos en Semana Santa.

Porque puede que entre el oropel y la corneta estridente hayamos perdido los cofrades el horizonte de Dios. Y puede que hayamos convertido las procesiones en espectáculos de un parque temático. El reto es autentificarlas, volver a llenarlas de contenido, dotarlas de la conciencia de que son la expresión de un drama cósmico –el de la Muerte del mismo Dios–, la expresión de una esperanza definitiva –la de la Resurrección del Dios muerto–. ¿Para qué las procesiones? Para llenarnos de Dios los horizontes de la vida.

(Publicado en Diario IDEAL el 2 de abril de 2009)

jueves, 2 de abril de 2009

¿DIOS VIAJA EN AUTOBÚS?



"Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida". Ese es el lema que figura en los autobuses de Londres y ahora en algunos de Madrid y Barcelona, aquí en España. En nuestro país, como era de esperar, el sector de la jerarquía encabezado por el cardenal Rouco y Varela ha respondido virulentamente a una campaña que Juan José Millás ha calificado, con toda sensatez, como “en absoluto agresiva”. Y así, frente al poderoso y sugestivo –y respetuoso y absolutamente protegido por el derecho fundamental a la libertad de expresión– planteamiento realizado por los grupos de ateos y librepensadores la Conferencia Episcopal Española ha vuelto, en palabras de Tamayo, a dar “muestras de intolerancia para con los increyentes”. El todopoderoso arzobispo de Madrid ha llegado a decir que la campaña ataca los derechos fundamentales de los creyentes y hiere su sentimiento religioso cuando toman el autobús, y más aún que “pretende arrancar la fe del corazón de los hombres”, constituyendo todo eso un abuso en el ejercicio de la libertad religiosa al que deben poner freno las autoridades no cediendo espacios públicos para esa publicidad.

Ante tal reacción creo que desde la honestidad de determinados creyentes –entre los que me incluyo– sólo cabe la incredulidad. ¿De verdad esto lo dicen los mismos obispos que pusieron el grito en el cielo cuando el gobierno catalán insinuó la posibilidad de equiparar legalmente las procesiones católicas a las manifestaciones cívicas o sindicales, limitando la posibilidad de su celebración? ¿De verdad hay católicos que se consideran con un plus de legitimidad para ejercer sus derechos por el simple hecho de ser creyentes? ¿Es cierto –y por más que nos pellizquemos no despertaremos de esa pesadilla– que los obispos piensan que una pancarta en un autobús atenta contra nuestros derechos como cristianos? Este tema, especialmente, me parece muy peliagudo: Javier Marías dedica cada año un artículo a quejarse de las molestias –ruidos, cortes de tráfico, etc.– que le ocasionan las procesiones católicas que discurren en Semana Santa por el Madrid de los Austrias, en el que vive. Si la jerarquía católica piensa que una pancarta –silenciosa y pacífica, al fin y al cabo– hiere los sentimientos de los católicos y no sé cuántos desastres más, ¿no está legitimando a aquellos que se sienten ofendidos o simplemente molestados con nuestras procesiones para que pidan la limitación de las manifestaciones públicas de la fe católica? Determinados sectores católicos deben entender de una vez que la calle, en cuanto que espacio cívico, no es privativa de ningún colectivo, por muy mayoritario que éste sea, sino el lugar de encuentro y expresión de las distintas opiniones y sensibilidades, y que tanto derecho tengo yo a ir vestido de morado por las calles de Úbeda la mañana del Viernes Santo como un ateo a plasmar en un autobús su pensamiento. Y a mí, como creyente, me gusta vivir en un Estado que no tiene religión y que ampara y protege todas las opiniones y creencias que pacíficamente se expresan, aún cuando algunos –se ve que excesivamente puntillosos o susceptibles– se sientan ofendidos si pierden el control de lo público, que es lo de todos y no lo de unos pocos. Pero esto es asunto de otro artículo.

Yo ahora de lo que quiero hablar es del interrogante intelectual que plantea el lema del “probablemente Dios no existe.” Porque me parece que es algo que tiene que obligarnos a reflexionar a los creyentes: ¿qué imagen de Dios estamos “vendiendo” los cristianos para que una empresa de marketing pueda hacer un lema tan atrayente como ese que liga la imagen de Dios a una vida amargada de la que no se puede disfrutar? Me parece que la Iglesia de hoy –la Iglesia de hoy somos todos nosotros– sigue vendiendo en demasía la imagen de un Dios justiciero o algo así, que sólo se dedica a prohibir y sancionar y castigar. Tal vez la mejor respuesta a ese lema que liga el disfrute de la vida a la negación de la existencia de Dios sea volver a leer el Evangelio, pero leyéndolo sin anteojeras, sin dioptrías calculadas por ideologías que nada tienen que ver con el mensaje liberador de Jesús. Si alguien es capaz de lanzar una bomba ideológica como esa, que dice imposible la unión de la creencia en Dios con el disfrute de la vida, es porque los creyentes nos hemos olvidado de que el mensaje de Jesús Nazareno es un mensaje de amor y sobre todo de ALEGRÍA. Y creo que los representantes oficiales de la Iglesia, en las misas de sus concentraciones políticas, difunden otro mensaje: excluyente, sectario. El mensaje de un Dios amargado y triste, que yo no identifico con ese Cristo que come y bebe con sus amigos y que predica la liberación y la hermandad de los hombres por los campos de Palestina.

A mí, el mensaje ateo no me ha cabreado. Yo no estoy dolido. Ni siento que se haya visto mermado el espacio público que ocupo como ciudadano español con inquietudes religiosas. Antes al contrario ese mensaje audaz me ha incitado a hurgar en mi herida de creyente, en mi condición de tambaleante seguidor de Jesús. A mí este mensaje me ha hecho reflexionar una vez más sobre la urgente necesidad de poner al día la Iglesia del Nazareno, convirtiéndola en defensora firme de la alegría y de la tolerancia, que son dos notas esenciales de lo evangélico. A mí me ha servido ese mensaje para darme cuenta de que hay que achicar las distancias abiertas entre las palabras y los actos de Jesús y las palabras y los actos de los creyentes, para que nunca más pueda identificarse el seguir a Jesús como un camino de amarguras y tristezas, o –peor aún– de soberbias y rencores. Sencillamente si esa es la imagen que damos es que nos hemos equivocado en casi todo. Si hay un mensaje que desliga a Dios y a la vida –al disfrute de la vida– la respuesta no puede ser tan torpe como la dada por los creyentes, con olor a rancio y a sacristía o a sectarismo de grupos que serán ultracatólicos pero son poco cristianos. La respuesta tiene que estar en la vida, en la vitalidad desbordante del mensaje de Jesús, que huele a mar y a campos en flor y a vino y a cordero asado y a risas de amigos y a mano que estrecha las manos de los que nada tienen y de todos los marginados, también de esos que ahora condena la Iglesia.

"Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida". ¿Hay que dar respuesta a ese reto intelectual que lanzan los que no creen? Para mí la respuesta está en volver al Evangelio y ver en que lugar Jesús no habla de amor al prójimo (a todos los prójimos, también a los separados y a los divorciados y a los homosexuales y a los que no piensan como nosotros) y es volver al Evangelio y ver cómo habría actuado Jesús en las situaciones de hoy en día. Por ejemplo, si no lanzó piedras contra la mujer adúltera, ¿duda alguien de que habría apoyado la propuesta de la ONU de instar a la despenalización de la homosexualidad? Por ejemplo, ¿duda alguien de que si uno de sus discípulos hubiera sido celíaco no habría buscado un pan que no lo dañara para dárselo en la Última Cena? Por ejemplo, ¿duda alguien que no estaría con los jóvenes fumándose un cigarro o bebiéndose una copa si el mismo Evangelio da fe de que le gustaba compartir ratos de fiesta con sus amigos? No sé, pero a mi me gusta pensar mi fe en estos términos y a veces me encuentro con que la Iglesia oficial, u oficiosa, está muy lejos de mi, que hice mi corazón de creyente a la sombra de unos pinos en La Barrosa. Y desde luego esa Iglesia enrocada en sus posiciones lanza retos intelectuales bastante más pobres que este que lanzan los ateos, lo que demuestra que la Iglesia que bajó al mundo en el Vaticano II vuelve ahora a estar perdida no sé dónde.

(Publicado en JESÚS, núm. 53, abril de 2009)

miércoles, 1 de abril de 2009

SOBRE EL ABORTO LIBRE



Soy de los que piensan que, más allá de los problemas derivados de su aplicación, la actual regulación del aborto voluntario fija el problema dentro de unos parámetros morales correctos. Y ello, porque la legislación española –y así lo expresa la Sentencia núm.53/1985 del Tribunal Constitucional– reconoce que los derechos son realidades vivas y que como tales conviven en conflicto, al que el ordenamiento jurídico debe dar soluciones ponderadas y en todo caso sensatas. Así, es razonable que la mujer cuya vida o salud corren riesgo con el embarazo o aquella embarazada como consecuencia de una violación, dispongan de la cobertura legal suficiente para que en ejercicio de su libertad puedan abortar: me siento incapaz de obligar –en virtud de no sé qué principios religiosos o morales– a una mujer violada a que tenga un hijo fruto de esa humillación, lo sensato es que ella pueda decidir en conciencia. El legislador ofreció una salida ponderada y sensata a un conflicto tan evidente y no menos sensato es dolerse con las mujeres que toman una decisión tan difícil como la de abortar en situaciones límite. Por último –y reconociendo que esos casos son muy limitados– el Constitucional reconoció como ajustada a derecho la despenalización del aborto en el caso de fetos con graves malformaciones, que pudieran hacer inviable una vida con dignidad.

El problema vino con el cuarto supuesto, laxo e indeterminado, que ha convertido la práctica del aborto en un coladero y en un método de control de la natalidad –especialmente entre adolescentes y jóvenes–, desvirtuando su condición de salida compleja y difícil a una situación extrema. Este supuesto –ya saben: la desprotección psicológica o social de la madre potencial– ha facilitado la situación actual, caracterizada por la banalización de los derechos que asisten al nasciturus, la absolutización del derecho de la mujer a disponer de su cuerpo, la negación del derecho de los padres potenciales a decidir sobre el futuro del feto y por la frivolización en torno a un tema en el que hay en juego y en conflicto bienes jurídicos y morales tan importantes.

Me inquieta que se arrogue a un derecho –el de la mujer sobre su cuerpo embarazado– el carácter de absoluto, ante el cual abdicarán sin condiciones los derechos que pueden colisionar con él. La liberalización del aborto –siquiera por un tiempo–, desatándolo de las limitaciones que ahora se le oponían como reconocimiento del conflicto de derechos, entroniza el cuerpo de la mujer a la categoría de bien absoluto que prevalece frente a cualquier otro tipo de bien jurídico. Y más aún: pasa a considerar al nasciturus como un mero apéndice del cuerpo femenino, del que ésta puede disponer libremente en un plazo de tiempo que se reclamará más o menos largo en función del grado de dogmatismo ideológico. Porque si determinados sectores feministas y políticos pretenden que el dominio excluyente de la mujer sobre su cuerpo se extienda por un periodo que va desde las 12 hasta las 16 semanas, otros –más radicales– quieren ampliarlo hasta las 24 semanas. En cualquier caso, pasado ese tiempo cesaría el derecho absoluto de la mujer sobre su cuerpo y se reconocería, nuevamente, el conflicto entre derechos, prevaleciendo ya el del nasciturus y prohibiéndose, en consecuencia, el ejercicio del aborto. Pero durante el tiempo en que se reconociese el “derecho” a abortar de la mujer, independientemente de la limitación temporal, se estaría reconociendo un derecho de tal potencia jurídica y moral que no existe parangón en el ordenamiento jurídico, ya que no es posible encontrar otro derecho que pueda desplegarse sin limitaciones, ni siquiera durante unas semanas o unos meses.

¿Es posible que durante dos, tres o cuatro meses las mujeres embarazadas adquieran un derecho totalizador y excluyente sobre su cuerpo, que no se reconoce ni siquiera a enfermos terminales y en situaciones morales donde los derechos y los bienes –la vida, la libertad, la dignidad– vuelven a colisionar? ¿Hasta que punto esa situación no redefine nuestro ordenamiento constitucional y reconoce que, con tal de que existan lobbys ideológicos que presionen lo suficiente, será factible conseguir una exención de totalidad para según qué derechos? ¿Acaso no choca esto contra la raíz misma de la democracia liberal y con la ética del conflicto que la sostiene? Nuestras sociedades son plurales porque reconocen el conflicto entre bienes morales y jurídicos: las leyes son la fina hilazón que se construye para que los derechos que colisionan sean satisfechos en la medida en que se pueden satisfacer sin vulnerar más allá de lo tolerable el otro bien. Y es eso lo que ahora, entre un argumentario frívolo, se pretende finiquitar con una ley que encumbra la posesión de la mujer embarazada sobre su cuerpo a la categoría de bien moral absoluto. El bien jurídico protegible que es el nasciturus quedará a la intemperie porque se reconoce a la mujer que, sin más argumento que su deseo de no tener el hijo, puede abortar. ¿De verdad se puede defender, sin sentir un estremecimiento, que –pongamos el caso– una joven que mantenga relaciones sexuales sin protección y libremente y se quede embarazada pueda abortar sin más, sin que la vida en potencia que hay en su vientre tenga protección ninguna por parte de los poderes públicos?

El lobby feminista está consiguiendo que la sociedad acepte como algo normal el aborto sin condiciones: están en su derecho de defender que la mujer tiene derecho a poseer su cuerpo en grado superlativo, tienen perfecta legitimidad para postular que al abortar la mujer no hace más que extirparse una parte de su cuerpo, como quien se quita un grano. Niegan la existencia de un conflicto de bienes, a favor de la primacía del cuerpo de la mujer, de igual modo que en el otro bando el integrismo católico niega la existencia de ese conflicto primando como absoluto el valor del feto. El lobby feminista ha conseguido convertir el aborto libre en bandera identificativa del progresismo: quien lo cuestione es tachado de reaccionario. Y sin embargo, habrá que decir que se puede ser socialdemócrata –que es defender la justicia social, la dignidad de los indefensos, el Estado del Bienestar, la educación y la sanidad públicas, los derechos de los trabajadores– y tener profundos reparos morales ante la ley que se avecina y en la cual es difícil encontrar ningún valor de solidaridad o de una modernidad que no esté enferma.

La relativización de los valores ha facilitado la convivencia pacífica de personas que piensan y actúan de modos muy distintos. Esa relativización ha hecho posible reconocer en el conflicto la raíz de las relaciones humanas, y en su resolución razonable y plausible éticamente la verdadera razón de ser de las democracias. Ahora se está frivolizando con el tema del aborto y como casi todos los asuntos verdaderamente importantes de las sociedades neomodernas, el aborto es un tema de tertulias doctrinarias. ¡Qué lástima que unos nieguen la realidad vital del nasciturus y que otros se olviden del sufrimiento de tantas mujeres que abortaron en situaciones límite, viviendo la experiencia como un drama personal terrible! ¡Qué pena que veamos como normal que el polvo de una noche de discoteca acabe con un feto en el cubo de la basura! ¡Qué decepción se siente cuando se desanda el camino del conflicto ético y qué preocupación al ver que se abren los caminos totalitarios de los derechos absolutos e ilimitados! Y es que tal vez la gran revolución pendiente sea reivindicarnos como personas enteras, con todas las contradicciones y dudas que ahora niegan las seguridades dogmáticas de los hunos y las hotras.

(Publicado en Diario IDEAL el día 28 de marzo de 2009)