martes, 31 de marzo de 2009

SENTIMIENTO OCEÁNICO



Hay ocasiones en las que el alma siente como un ensanchamiento, como si fuese el espíritu un pulmón de eternidades que se expande para dar cabida dentro de sí a todos los aires en los que nos reconocemos como personas. Somos el resultado de las muchas herencias que han acariciado o agitado las veletas que un día alzaron nuestros padres sobre los hombros de nuestra existencia: nuestros yos –múltiples y a veces contradictorios– salen a la superficie de los días según los momentos. Y así, unas veces somos como quieren los vientos del este, y otras actuamos de acuerdo a los soplidos de los vientos empujados por el norte de nuestra alma. Hasta que de pronto el año trae un día, un momento, una ocasión en que todos nuestros vientos antiguos concurren en las plazas del ser. Es entonces cuando sentimos ese ensanchamiento, esa expansión de lo que somos, esa presencia en nosotros de lo que heredamos de todos nuestros mayores. Yo siento esa plenitud mía, esa pleamar de lo que soy, cuando el aire tenue de la primavera anuncia los días de la Semana Santa. Es entonces cuando la veleta de mi ser apunta al corazón, como queriendo señalar el amarradero en el que late la esencia viva y más íntima de lo que soy, como indicando el punto de llegada obligado de todos los vientos que me habitan.

André Compte-Sponville –filósofo, francés y ateo– ha hablado hermosamente del “sentimiento oceánico”. Yo no sabía que era lo que sentía en mi interior cuando la tarde del Sábado de Ramos alborotaba mis yos, hasta que leí que ese sentimiento se caracteriza “por una sensación de misterio y de naturalidad indisociables, una sensación de plenitud, de unidad, de simplicidad, de eternidad, de serenidad.” ¿No es eso, acaso, lo que muchos de nosotros sentimos cuando los cohetes anuncian en la fiesta de la Cofradía del Santo Borriquillo? ¿No volvemos ese día a ser cómo niños y parece que esperamos volver a sentir la mano de nuestro padre, guiándonos segura y protegidos por entre las multitudes que acechan la procesión en las aceras? ¡Nostalgias de Semana Santa!... En mí reviven esas nostalgias –y me crecen, y me nutren, y me dan alientos para el resto del año y para los desánimos y las caídas– desde la tarde de vísperas del Sábado erizado de presentimientos: ¿hay día más hermoso cada año que el Sábado en que toda la Semana Santa está intacta, envuelta en su preciado papel de recuerdos y de ilusiones? Ese día, esa tarde, todavía podemos inventar los capiruchos de los penitentes, el sonido de los tambores o el vibrar quejoso de los lamentos de Jesús, todavía podemos reescribir las lágrimas que nos acecharán cuando amanezcan violetas las ausencias de La Consolada… No creo que haya hermosura más intensa, ni más evocadora, que la de esas horas de vísperas de Sábado de Ramos que tanto enamoraban a Juan Pasquau, o yo al menos no vivo otras horas cada año como esas en que los primeros vencejos y los cohetes vivaces nos dicen que a la mañana siguiente comenzará, nuevamente, a ritualizarse toda la plenitud que amasamos en la sangre.

Y entonces sí, entonces –cuando sobre Mágina amanezca esplendoroso y verde el Domingo de Ramos – sentimos esa sensación de plenitud. ¿Qué misterio trae con sus olores y sus sonidos la Semana Santa? ¿Misterio?, el de sentirnos unidos a los que fueron antes que nosotros y son hoy –ya idos, ya muertos– en nosotros. Mientras escribo miro a mi hijo Manuel, que duerme en su cuna, a mi lado: y sé que me gustaría dejarle como herencia ese sentimiento de felicidad, esa nostalgia de las edades que pasan, esta añoranza del tiempo que se va escurriendo sobre el reloj incierto de la piel, ese álbum de emociones pequeñas y tímidas que reviven en mí cada Semana Santa. Porque tal vez para descubrirse más persona, más yo, necesite un día encontrarse este hijo mío con lo que de su padre haya dentro de su espíritu, y con lo que en su interior perdure de sus abuelos Juan y Lola, de sus tíos, de su familia de sangre y de mis amigos, que serán como otra familia para Manuel. Tal vez un día necesite buscarse o sienta en su interior ese estallido en plenitudes de las costuras de su alma, y puede que sólo encuentre una respuesta a sus ansiedades o a sus quebrantos mientras anuda sobre su túnica morada el cíngulo amarillo, o mientras lleva de la mano a sus hijos por los recónditos espacios del Viernes Santo, sintiendo revivir al niño que un día caminará de mi mano como yo caminé de la mano de mi padre y mi padre del suyo y… ¿Misterio de la Semana Santa decimos? ¿Serenidad, unidad, plenitud…? Es eso, y lo sentimos con tanta naturalidad cada año que apenas si podemos ponerle palabras que lo nombren: llegará el Domingo de Ramos y veré a mi hijo en la tarde amarilla, y entonces tendré la certeza de que formamos parte de una cadena, la seguridad de que somos eslabón de una herencia que se proyecta en el mañana. Cuando nació Manuel, Miguel Pasquau me escribió una bella felicitación en la que me decía que ya no soy el último eslabón de una cadena. Hay ya alguien que sentirá mañana lo que mis padres sienten en mí al paso del Señor del Borriquillo –la niñez que vuelve, la pelota de aserrín atada en el pulgar: los recuerdos del niño serio que fui– o lo que mi familia siente cuando en la madrugada del Viernes Santo desperezamos en nuestro interior las honduras más hermosas de nuestro ser. Sé que eso ya no se va a perder, que hay ya un corazón anhelante que mañana volverá a fundirse conmigo y con mis padres y con todos mis antepasados –estemos ya dónde la muerte haya querido llevarnos– sintiendo esto mismo que yo siento cuando los vencejos acordonan la procesión del Borriquillo o el esplendor de los romanos de la Humildad, en la tardes de la primavera. Y me gustaría que un día Manuel se sintiera unido a mí –con una unión que supera la pura sangre, los genes impuestos por la biología– acordándose de mi emoción de niño grande cuando Alfonso llama a mi puerta con urgencia –¡de prisa, que ya está el aire lleno de trompetas del Jueves Santo!– para llevar a María del Mar –mañana también a mi hijo– a ver la procesión de la Oración del Huerto.

La Semana Santa nos trae –me trae a mí– esa certeza de ser uno con un todo, no sé qué todo, como “la gota de agua o la ola son uno con el océano”. Hay momentos que no podría cambiar por nada del mundo –las vísperas vestidas de palmas, la tarde del Miércoles Santo, el amanecer del Viernes, las horas mágicas de los fondeaderos sentimentales de San Millán–, porque no podría ser no siendo en ellos. Ahora algunos miran con suficiencia de modernidad las vivencias de la Semana Santa: “cosas de beatos, de putisantos”, dicen para despreciarlas. ¿Estaremos condenados a quedarnos fuera del tiempo nuevo –tiempo incierto– los que para ser necesitamos abrevar cada año en las aguas recónditas, en los veneros limpios de la Semana Santa, esos que resistimos en un reducto de sentimientos que tremolan en las nostalgias no ya de lo que vivimos ayer sino de aquellas primaveras que no conoceremos y que vivirán nuestros hijos por nosotros, y nosotros en ellos, en sus lágrimas? ¡Quién lo sabe! Ahora, sólo queda apuntar en el folio flanco el apunte breve que pone sobre nuestro corazón la sonrisa de Manuel, tan pequeño y que tanto llena: estamos a punto de doblar la esquina de la Cuaresma y nos traerá la primavera otro Domingo de Ramos –penitentes amarillos, palmas enhiestas, tambores, cohetes… pájaros sobre el cielo limpio–, y allí estará Manuel con sus ojos dormilones viendo pasar la vida, comenzando a sentirse gota de un océano sin nombre por donde han navegado las emociones mejores de su padre.

(Publicado en la Revista JERUSALEM, núm. 20, abril de 2009)

domingo, 29 de marzo de 2009

DE MAGIAS Y FRIVOLIDADES



Hace unos días la Delegada Provincial de Cultura, refiriéndose a las peticiones (sensatas) que la Cofradía de Jesús ha realizado relativas a su capilla en la desdichada iglesia de Santa María, dijo que eran “frívolas”. Las peticiones de la Cofradía (que vienen a decir que se le devuelva a la capilla el aspecto que tenía en 1983, antes del inicio de las obras de destrucción y reinvención de Santa María) son frívolas. Claro, lo que es sesudo y concienzudo y pensado y meditado no son las peticiones de los hermanos de Jesús sino las declaraciones que, en el mismo recinto de Santa María, había hecho la jefa de la Delegada, esto es la Consejera de Cultura. Y es que –haciendo una pirueta para dar por no existidos los años que median entre 1983 y 1989, seis años en los que Isicio Ruiz, comisionado por la Consejería, destruye el templo– la política vino a decir que la Consejería se ha gastado un pastón en Santa María desde 1989 –no dice cuanto de ese pastón ha ido destinado a solventar los destrozos causados en 1986– y que ha hecho… ¡magia!

En Santa María se ha hecho magia, lo dice la Consejera y se queda tan pancha. Y eso no es frívolo: lo frívolo son los sesudos informes de Antonio Almagro denunciando las atrocidades históricas cometidas contra el templo; lo frívolo son las peticiones de la Cofradía de Jesús; lo frívolo es el ambiente social cada vez más concienciado con que el hecho de gastarse mucho dinero no da derecho a hacer lo que de la gana en un Monumento Nacional… Hablar de magia no es frivolidad: es política de altura. Política de altura a la altura de Andalucía. Porque en Andalucía todo es posible: por aquí, y para la política, no ha pasado el tiempo de la modernidad. Y nuestros políticos siguen hablando de magia, como en los tiempos en los que el Duque de Medina Sidonia conjuró contra Felipe IV. Y esa noche la Consejera seguro que durmió a pierna suelta. Y yo, frívolamente, me pregunto: ¿no será que a los andaluces nos queda más tela por cortar de la que nos imaginamos?

sábado, 28 de marzo de 2009

LOS HOMBRES BUENOS



Ahora que pintan bastos para la historia, es bueno acercarse a esos pequeños detalles que permitieron que el mundo haya sido algo mejor o que permiten conservar cierta esperanza, algún consuelo. Estamos acostumbrados a pensar la historia en términos grandilocuentes, en parámetros de revoluciones, guerras y cataclismos sociales. Y a veces, aquí, junto a nosotros, a nuestro lado, caminaron y estuvieron los que transformaron una parcela del mundo sin gritos ni barricadas, sin gestos exagerados, sin derroches inútiles. La bondad es una pulsión de lo pequeño, pues no en vano nace en el corazón de los hombres, que es un músculo que a veces se agota y que no siempre ni en todos los cuerpos bombea sangre para alimentar sueños. Pero la bondad es capaz de realizar los cambios más profundos, las transformaciones perdurables: no sé qué sabio pidió una palanca y un buen punto de apoyo para mover el mundo, trastocando los ejes de rotación de la tierra, pero sé que nosotros, en los últimos cincuenta años, hemos visto como un pedazo de playa y un puñado de voluntades fueron capaces de trastocar la historia profunda de nuestro pueblo, fecundando de honduras tantas almas. Se cumplen ahora cincuenta años de los campamentos de Acción Católica, esa palanca con la que Antonio Gutiérrez y Manolo Molina y muchos cientos de jóvenes ubetenses modificaron el eje de rotación de la sociedad ubetense.

Es difícil aventurar qué hubiera sido de Úbeda si no se hubiera cruzado en su camino esa llama fulgurante de generosidades y entregas que fue Antonio Gutiérrez. No podremos conocer qué semillas hubiesen germinado o se hubiesen agostado en el corazón de tantos jóvenes sin la capacidad de reflexión que atesoraba Manolo Molina. Pero por suerte podemos hacer balance de su obra: es algo vivo y que supera los campamentos de La Barrosa.

Cuando “El Viejo” se marchó en el verano de 1959 a un campamento de Burgos, ya llevaba sobre sus espaldas una hermosa y triste historia de amores frustrados por la muerte y una ingente obra de ayuda a los necesitados. Es necesario releer las viejas actas del centro de Acción Católica para darse cuenta de la generosidad sin límites derrochada por Antonio Gutiérrez, para conocer la dimensión santificadora de su apostolado del amor hacia los pobres: faltaba pan y “El Viejo” buscaba pan, faltaban medicinas y “El Viejo” buscaba medicinas, faltaba consuelo para los desvalidos y “El Viejo” aportaba consuelos, faltaba tanto en aquella Úbeda y “El Viejo” buscaba tanto cuanto podía. La acción benéfica y social de Antonio Gutiérrez es sorprendente y puede que haya sido –injustamente– olvidada. Pero no se puede desligar esa vocación por hacer el bien, ese afán por materializar las bienaventuranzas, de la realidad del Campamento, que era un espacio en el que regalar a los niños que de tanto carecían un pliego de playa y un retazo de sol, un pedazo de Dios.

Luego, claro, está el hecho de que toda esa labor de bondad no responde a unos criterios políticos o sociales más o menos inconexos o peregrinos o fácilmente intercambiables. Porque ese despliegue de altruismo está anclado en unas convicciones profundamente religiosas, que en Antonio Gutiérrez se manifestaron de manera más sencilla, con la ingenuidad de los que siempre tienen corazón de niños grandes –yo, cuando veo a la Virgen de Guadalupe, siempre me sigo acordando de esas lágrimas felices con las que “El Viejo” le hablaba de sus cosas–, y que en Manolo Molina se elaboraron a partir de una reflexión sincera y honda sobre el papel de la Iglesia y sobre la condición moral del hecho de ser creyente. “El Viejo” era la entrega que empuja y reza como los niños, Manolo era la entrega que piensa y ora como los que aspiran a no dejar de crecer. “El Viejo” fue el Campamento, pero también los Donantes de Sangre, Cáritas, La Patera, las visitas a Los Prados y al Neveral… Manolo fue el Campamento, pero también las charlas lentísimas y sabrosas de las noches en La Barrosa que han educado –educado de verdad, como a hombres enteros– a tantos y tantos jóvenes ubetenses, también la Cofradía del Cristo de la Noche Oscura, que él siempre reclamaba con legítimo orgullo como obra de la Acción Católica de Úbeda más que de la familia salesiana.

Y a mí, sin embargo, hay algo que me sigue sorprendiendo de esos dos hombres grandes a cuya sombra se ha forjado tanta parte de lo que soy. Y es que fueron buenos, dieron mucho: pero nunca dejaron de ser hombres de carne y hueso, nunca jugaron a la santidad –“El Viejo” llegó a renunciar a la Medalla de Alfonso X al Mérito Civil–, ni al heroísmo, se equivocaron y lo reconocieron, se enfadaban sin razones, se encabritaban y discutían entre ellos pero yo vi a Manolo llorar como un niño cuando “El Viejo” se murió y estoy convencido de que era Antonio el que esperaba a Manolo esa tarde de agosto en que murió. Ser persona en toda la compleja dimensión de la persona, vivir como persona, morir como persona: no creo que se pueda acumular mérito mayor en la vida, y ese es el mérito no sólo de “El Viejo” y de Manolo Molina sino de toda la Acción Católica de Úbeda y de sus campamentos, que no han cesado de alumbrar personas. ¿Cómo sería la Úbeda de hoy si su destino no se hubiera cruzado con los destinos de Antonio Gutiérrez y Manolo Molina y de la JAC y del Campamento de La Barrosa? Pues eso, sería una ciudad con menos personas, tal vez con muchos y buenos ciudadanos –cosa difícil, por otra parte–, pero desde luego con menos personas, con menos hombres y menos mujeres que tienen un compromiso –a veces tenue, pero compromiso al fin–, alguna ilusión, varias esperanzas, y que sobre todo atesoran el convencimiento de que conociendo a esos dos hombres buenos que se llamaban Antonio y Manuel sus vidas fueron mejores. Porque gracias a ellos comprendieron el valor de la amistad, la belleza de la creación, la necesidad que el mundo tiene de los corazones generosos. Y eso es mucho, y eso es algo que una ciudad tiene que agradecer, tanto bien derramado.

¿Por qué un artículo sobre Antonio Gutiérrez y Manolo Molina en un anuario cofrade? ¿Por qué una reflexión sobre el valor de los campamentos de La Barrosa en medio del esplendor de las procesiones? Pues porque ese Campamento ha entregado muchos cofrades. Pero sobre todo porque “El Viejo” se fue a las infinitas playas de la eternidad vestido con la túnica de El Santo Entierro, y Manolo Molina conoció el agosto infinito y celestial ataviado con su túnica de La Noche Oscura. ¿Por qué hablar de ellos aquí y ahora? Porque fueron buenos, porque supieron ser personas, porque fueron cofrades de cuerpo entero: porque hicieron de su vida ejercicio de un cristianismo de los hombres buenos –¿puede haber otro cristianismo?– que tiene que invitarnos a reflexionar sobre nuestra condición de cristianos, apagando si hace falta el ruido de los tambores y las trompetas, que el bien se esconde en el silencio, ese corazón donde recordamos que seguimos hablando cada Martes Santo con “El Viejo” y con Manolo.

(Publicado en ÚBEDA, IMAGEN Y PALABRA, Núm. 11, marzo de 2009)

viernes, 27 de marzo de 2009

ESTA ES LA VIDA




Ahora no eres consciente de la velocidad con que pasa el tiempo: estás en el camino ascendente de la vida, que para ti es una estancia abierta que sabe a luz y a caramelo. Pero un día, Manuel, sentirás como una comezón la conciencia de la brevedad de la vida: “vivir es caminar breve jornada”. Breve… ¡pero es tan hermosa!, ¡pero hay tantas cosas en la vida que querrás beber a chorro!

Yo estoy de vuelta de casi todos los sueños que soñé y de las alturas. Llevaba razón mi amigo Ramón Beltrán: la esquina crucial de la vida se tuerce cuando se cumplen 30 años. Ahora, y sobre todo cuando te abrazo, tengo conciencia de que la plenitud de los veinte años –con su inventario exuberante de proyectos, trazados y alegrías– ya es pasado, y comienzo a pensar a la manera en que piensan las frutas en la plenitud de agosto, cuando la flor de que nacieron es tan sólo un recuerdo y el horizonte dibuja la pensativa tranquilidad del otoño. Hoy me duelen en el costado los desengaños y los desencantos, y soy consciente de la limitación que es todo hombre y sé que la vida no es más que una acumulación de renuncias que van pudriéndose en las fronteras de la sangre, que se espesa para que crezcamos. Pero te miro cuando estás en tu cuna sonriendo y me gusta pensar que para ti todo está intacto, que todas las páginas de tu vida están en blanco y que serás tú el que elijas la tinta y el trazo para rellenarlas: quiero que tengas tus caminos, porque se es más persona cuanto más propio es el camino por el que se camina. Me ensancha esta conciencia de la paternidad, esta conciencia de que hay un trozo de mí que ya no soy yo y para el que todo es claridad, anchura, alas, luz. Me llena esta certeza de que –como me dice Miguel Pasquau, otro amigo– ya no soy el último eslabón de una cadena y que seguiré viviendo en ti cuando me venza la muerte.

Sé que la vida no es fácil y quisiera trazar un camino que te lleve a la felicidad aliviándote la carga de amarguras, pero eso sería injusto: porque el dolor –aunque habrá ocasiones en que no lo creas– nos hace fuertes, nos templa el alma y nos da dignidad. Yo quisiera regalarte una vida en la que nunca cayeras, pero sé que es mejor una vida en la que tengas que levantarte, en la que aprendas a incorporarte, alta la cabeza y alegre el corazón por la conciencia de la vida, que es verano, besos y vino y libros, amigos, mar, lágrima y risa. Al final, hijo, se trata de eso: de vivir. De vivir la vida con todo lo que la vida trae, extrayendo la lección de cada día, incorporándola en el silencio de la noche al corazón que sueña primero y que luego va limitándose a acomodar realidades para hacer habitable el trozo de la vida que nos tocó vivir.

Hay un anuncio en el que un abuelo le dice a su nieto recién nacido que lo único que no le va a gustar de la vida es que le va a parecer demasiado corta. Es verdad: por eso, vive, Manuel, vive derrochando vida a manos llenas. Y no tengas miedo a vivir, nunca: porque nunca tendrás nada más hermoso que la vida.

(Publicado en Diario IDEAL el día 26 de marzo de 2009)

viernes, 20 de marzo de 2009

METÁFORA DEL CAMBIO



Ignacio de Loyola recomendaba no hacer mudanza en tiempos de tribulación, pero la gravedad de este momento y la desorientación con la que caminamos por un laberinto sin puertas ni farolas, traen cambios en casi todo. La crisis amenaza con engullir las democracias y con arrastrar nuestras sociedades hacia un remolino de desórdenes para los que aún no existen los nombres que los nombren. De pronto hemos descubierto que el presente no era rosa y que tenía cloacas, de golpe comienzan a decirnos que el futuro va a ser peor –necesariamente peor–, de repente el paro engorda su cosecha de tristezas y los comedores de Cáritas se desbordan. Y todos sentimos que la desgracia nos alienta en el cogote y que ya no basta con marcar de sangre el quicio de nuestras puertas para que la epidemia pase de largo. La violencia del desastre nos ha devuelto nuestra pura condición humana: somos seres desvalidos, nos sabemos desnudos ante la tormenta del poder. Y estamos ciegos. Estamos perdidos y no nos sirven las brújulas de ayer. Y el mundo se lanza a una espiral de cambio, como si para salir de la tribulación sólo fuese válida la consigna de realizar muchas mudanzas.

Cambian los gobiernos de Galicia y del País Vasco –supuesto que los socialistas vascos no repitan la hazaña de los de Cataluña–. El cansancio aventura aires de cambio allí donde hay elecciones, por ver si los nuevos son mejores, aunque serán peores, sin duda. Zapatero quiere cambiar su gobierno, que está sin resuello y sin ideas y –dicen– sin conciencia de la situación que atravesamos. Y Obama –un tipo listo y digno– cambia el sistema educativo americano porque sabe que sin educación no hay futuro ni prosperidad, y eso nos da envidia a los que vivimos en un país donde los políticos machacan la educación, que es algo que no tiene visos de cambiar. Se cambian normas, leyes, alianzas, pactos, pensando que en alguna revuelta el cambio traerá la piedra filosofal que despeje el camino de tanta zarza como nos araña el corazón. Las soluciones envejecen de un día para otro, empujadas por los vientos de la crisis, y nuevas propuestas alumbran allí donde posiblemente no quede espacio para la luz. Se cambian gobiernos, estrategias, parlamentos, porque pensamos que debe existir un milagro que nos redima de la calamidad. Cambio, cambio, cambio.

Tiempos de tribulación. Tiempos de cambio. Pero, ¿y nosotros? ¿Hemos cambiado nosotros? Lo cambiamos todo, pero es un cambio como el de la camisa de la serpiente, que afecta sólo a lo de fuera. ¿No estaremos practicando un cambio –postizo– que detenemos precisamente al llegar a aquello que más tendríamos que cambiar, que es nuestro interior? Estamos perdidos, lo demuestra la crisis. Y somos más hombres que nunca: por eso estamos ciegos, ciegos de mirar sin ver. Mudamos, sí, pero no tanto. O no lo necesario. El gran cambio está todavía pendiente: hay que pasar de la metáfora del cambio a la realidad de la mudanza, aunque duela. Es ahí donde nos jugamos nuestro futuro. Y el de nuestros hijos.

(Publicado en Diario IDEAL el día 19 de marzo de 2009)

lunes, 16 de marzo de 2009

EL ÚLTIMO CABALLERO



El pasado domingo leí una entrevista al profesor Jesús Neira, que todavía se recupera de la paliza que sufrió el pasado agosto cuando defendió a una mujer de los abusos de su pareja. Y resulta que al leer esa entrevista he visto, con sorpresa, que todavía hay personas que tienen valores y que los practican.

Tener valores resulta anticuado, pero el profesor Neira los tiene. ¡Y de qué altura! ¡Y de qué categoría! No es sólo que tenga el coraje suficiente para enfrentarse a un matón y recriminarle su actitud. No es sólo una cuestión de valor por cojones: es que ese arresto es consecuencia de algo en lo que se cree, es que ese valor se sostiene con valores. Nos cuenta el heroico profesor como fue capaz de defenderse físicamente de otra “cucaracha” –así denomina él a estos tipos que hacen de la violencia todo su discurso– al que también se enfrentó porque golpeaba a su novia, lo que viene a demostrar que hay ocasiones en que es legítima la defensa, aún por medio de la fuerza, lo que quiere decir que están equivocados los papanatas del buen rollito con quienes vienen a machacar nuestros derechos. Y piensa Neira que a las mujeres hay que tratarlas con deferencia y que los males del mundo se explican por el egoísmo, que es una ideología con la que progres y carcas justifican todo lo injustificable y mantienen a las sociedades en este estado de permanente adolescencia, explosivo para las libertades y la decencia y los derechos humanos, y si no que se lo pregunten a quienes padecieron otras edades históricas adolescentes, como fueron los años 30. Y también nos dice Jesús Neira que fue expulsado de la Complutense por no plegarse a los dictados de lo políticamente correcto, por mantenerse libre, digno e independiente. Y encima resulta que militó en el partido socialista de Tierno Galván y que es católico y que no le importa decirlo –y demuestra que se puede ser católico siendo ciudadano ejemplar y no militando al lado de los roucos y valeros–, o sea que tiene una trabazón importante de ideas morales, que deben ser el pozo del que saca su coraje cívico y su dignidad ética.

Cuando terminé de leer la entrevista sentí una especie de paz, una tranquilidad: todavía quedan personas que creen en los valores que vienen siendo más o menos imprescindibles para que sobrevivan las sociedades libres. Y creen que esos valores tienen que defenderse a veces también por la fuerza legítima de la defensa propia o de la defensa de los indefensos. El domingo descubrí que es posible creer en los valores caballerosos, digámoslo así, y que se puede creer en esos valores desde una altura ética que hace imposible que acudan los soplagaitas de la progresía a buscar borrones o manchas. Lo único que me entristece de esa entrevista es pensar que Jesús Neira puede dejarse encantar por los cantos de sirena de políticos de aquí y allá, que lo buscan para lavar sus caraduras: no debiera hacerlo, porque los caballeros están para deshacer entuertos, no para ser cómplices de quienes los causan.

(Publicado en Diario IDEAL el día 12 de marzo de 2009)

viernes, 6 de marzo de 2009

CARNE DE OBRERO



Crece la marea del desencanto y los ricos no saben si poner sus barbas a remojar. Mientras les llega ese momento siguen practicando el cinismo: ellos y nuestras ambiciones desmedidas han provocado la crisis que padecemos, pero en España los banqueros y los empresarios quieren rebajar el coste de la carne de trabajador, hasta que pueda repartirse gratuitamente. Quieren carne de padres y madres de familia que transite amoratada y sin derechos por los caminos del mercado laboral –mercado de seres humanos: triste mercado–, carne de pechero indefensa ante los caprichos de los que nunca han soltado el mango de la sartén.

Mientras los avaros recuentan sus monedas sin que brillen en el horizonte los tricornios que vengan a detenerlos –que sería lo justo y necesario– los patronos piden abaratar el despido y eliminar los controles para poder darle sin más una patada a los trabajadores. Se trata de poner la carne de obrero a precio de saldo, de hacer que, como siempre, los currantes y los que menos tienen paguen los desmanes de los poderosos. Por ahora –repito: por ahora– ZP, en un sorprendente ramalazo de izquierda izquierda, les ha dicho a los matarifes de la esperanza y la dignidad que de despido (más) barato y (más) libre nada de nada. Debía, claro, haber completado su gesto con una reforma del Cogido Penal que permitiera encarcelar a los que han hecho juegos malabares con las finanzas del mundo y los ladrillos de Bailén, que son los mismos que nos han abandonado en el borde del precipicio. Pero sabemos que la justicia consiste en encarcelar al padre que caza conejos furtivos para alimentar a su familia y en despachar bonitas palabras en el entierro de cualquier álvarezconlunga, al que no sabemos si Dios le ha preguntado qué piensa sobre el precio que sus compinches quieren poner a la carne de obrero ni si le ha pedido cuentas por los trabajadores despedidos y los salarios de risa malpagados.

Desde las bancadas del Partido Popular no sale ni una voz que se oponga al adelgazamiento de los derechos sociales: es difícil saber si callan porque no saben si los espía el pepero de al lado o porque están de acuerdo en poner en almoneda la carne trabajadora y trabajada, pero muchos españoles comienzan a pensar que la cosa podría irles todavía peor si gobernasen los chicos de Rajoy. Otros, mientras, volvemos a leer las preguntas que se hacía aquel obrero de Brecht que sabía leer. Pues eso: que quiénes son los que lloran cuando pierden el trabajo, que quiénes son los que planchan en sus casas las tristezas de cada día con sus facturas y sus pocos sueldos, que quiénes son los que están sellados para que los grandes hijos de perra los sacrifiquen y los ofrezcan rebajados en los mostradores de la historia.

...la calle trae un pregón del tiempo oscuro: “Se vende carne barata de obrero, al peso, al peso, miren que currículum inútil, miren que filete, barata, barata, carne de trabajador...” Ya ves, Manuel: ojalá alguno se atragante con los huesos del festín.

(Publicado en Diario IDEAL el 5 de marzo de 2009)