sábado, 28 de junio de 2008

LOS CAMINOS DEL VERANO



Están llenos los cielos de vencejos. Y en las plazas han florecido las primeras magnolias. Y el aire fresco que recorre nuestras mejillas a primera hora de estas mañanas ya sin niños camino de la escuela, nos trae los recuerdos de nuestra propia niñez y de nuestra adolescencia, la melancolía de aquellas vacaciones largas en que tanto aprendimos a soñar, pues fue entonces cuando elegimos ser felices siendo lectores: la primera decisión civil se adopta un día del que no se guarda memoria, pero marca para siempre y hace la personalidad. Y yo soy lo que soy por mis muchas herencias: pero también porque un día decidí hacerme el carnet de la Biblioteca Municipal y comenzar a indagar entre las páginas de los libros, ese tesoro que como vale tanto tiene que prestarse gratuitamente.

Me crié en una casa grande, de corrales que se regaban al atardecer y con una alberca –cal y sol– que se llenaba con agua del pozo. En aquel paraíso transcurrieron los veranos más felices de mi vida, cuando el canto de los gallos amanecía la mañana ruidosa –la armónica del afilador, los discos flamencos de Juanito, el zapatero– y mis hermanos y yo nos levantábamos para estrenar nuevas aventuras. La mañana del verano guardaba un momento mágico: ir a la biblioteca después de desayunar. Uno podía coger hasta tres libros y disponía de quince días para leerlos: en los corrales podía leerse tranquilamente toda la mañana y la tarde casi entera, hasta que al anochecer la calle convocaba con sus juegos o con las historias que contaba Magdalena en un portalón fresco y antiguo donde las vecinas se juntaban para hablar sobre la vida. Eran días tan largos y enganchaban tantos aquellos primeros libros, que no hacía falta esperar quince días para volver a la biblioteca. Además, en esas visitas estivales la biblioteca era como de otra manera y hasta eran distintos Diego y Pepa, como si el verano nos relajase a todos o como si ahora –ejerciendo nuestro soberano derecho a elegir los libros con los que queríamos viajar por el mundo de los sueños– nos vieran como a personas que ofician la difícil labor de crearse una identidad, como a hombres que van trabajando su camino hacia el mundo adulto, y no como a los estudiantes ruidosos que fuimos en las tardes de invierno y a los que había que regañar minuto sí y minuto también.

Ahora sé que ya nunca volveré a leer como lo hacía entonces, cuando todo estaba como recién abierto, intacto, límpido. Porque será difícil ya poder sentir aquella necesidad de ser Jim Hawkins viajando en “La Hispaniola” hacia un tesoro de piratas o Dick Sand gobernando el “Pilgrim”: para controlar las zozobras de nuestros catorce años necesitábamos la seguridad que daba poderle al mar rompiente contra los acantilados del faro de San Juan de Salvamento, allá por los confines del mundo. En aquellas lecturas llegué a viajar en el Orient Express y acompañé a Poirot durante las horas en que el tren estuvo detenido, entre la nieve, en los páramos yugoslavos. Hace falta leer con ojos limpios si uno quiere comprender el misterio que supone que a Miguel Strogoff se le puedan cegar los ojos con un sable al rojo. Y aún se tiene que tener el alma germinando para poder recogerse en la niebla y no hablar –y casi no respirar ni moverse– porque Sherlock Holmes está a punto de descubrir el misterio que se esconde tras los crímenes que sacuden la historia de la familia Baskerville.

Ahora que la melancolía me riza las puntas de la piel en las mañanas del verano recién llegado, tengo la certeza de que gracias a aquellos veranos perdidos pude aprender el oficio de lector, que es un oficio cargado de aventuras y fracasos y sueños y viajes y mares y castillos y amores y crímenes. Debió haber un primer libro que dejara en mi corazón un asombro, como una huella de Viernes sobre las arenas de mi mundo, un primer libro que puso en mi conciencia la semilla de una pasión imparable: yo no lo recuerdo, pero cada verano me dedico a buscarlo en las páginas perdidas de mi memoria, en la lenta luz de agosto, porque tengo morriña del niño que fui y que se quedó en aquel libro sin nombre que tanto fruto ha dado.

Lástima que ahora no esté de moda la lectura y que nuestros niños y nuestros adolescentes se adocenen entre el jardín de las delicias pedagógicas y los libros insulsos de la literatura infantil o juvenil, o en los inventos tecnológicos que ya dan hechas la aventura y la imaginación en un verano sin pulso. Tal vez dentro de unos años –cuando se descubran adultos una mañana de junio caminando hacia sus trabajos– sientan añoranza de las melancolías que no tendrán: porque nunca fueron uno de aquellos niños a los que Tom Sayer engañó para que pintaran el vallado de la tía Polly. Hoy nuestros niños y nuestros adolescentes recorren solitarios y tristes los caminos del verano y aunque se bañen en las mejores playas no conocerán nunca los infinitos mares ni las hondas selvas ni navegarán por el Mississippi en un barco de vapor. Y no lo harán porque nadie los ha invitado a sacarse el carnet de la biblioteca de su pueblo ni nadie les ha enseñado el sabor intenso y laborioso del naufragio en la quemazón de la lectura.

Está la mañana llena de vencejos y magnolias… lo descubro mientras pienso en este buen oficio de lector que aprendí hace muchos veranos, en un corral empedrado, junto a la alberca en la que nadé por vez primera… Ojalá aquel niño que fui pudiera prestarme desde hoy los ojos fascinados con los que leía los libros que le abrieron los caminos del verano.

(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Almería, el 27 de junio de 2008)

viernes, 27 de junio de 2008

CONTRA LAS 65 HORAS



Lo estamos viendo: la casta política europea, de TODOS los grandes partidos (no hay ya diferencias ideológicas), se está convirtiendo en el mayor enemigo de las clases trabajadoras y medias de los países que forman parte de la Unión Europea, en mala hora nacida. El fascismo contra el que algunos de nuestros abuelos lucharon ya no viste camisas pardas ni azules, los señoritos contra los que los sindicalistas levantaron durante décadas sus puños ya no llevan bigotillo hitleriano: ahora, ocultos tras los trajes de Armani y desde sus coches oficiales, los nuevos fascistas lucen sus sonrisas mientras acaban con ciento cincuenta décadas de luchas para conseguir un espacio europeo más digno, más justo.

El nuevo fascismo surge con rostro amable por doquier: en Italia se hacen registros de gitanos, a los emigrantes se los podrá recluir dieciocho meses, la izquierda británica (la misma que participa en el horror de Irak y justifica los crímenes de Guantánamo) se alía con los ultras franceses y alemanes para proponer la nueva esclavitud de las 65 horas. Hoy, la bandera azul y estrellada de la Unión Europea tiene las mismas connotaciones que la bandera roja con la esvástica nazi: es un peligro para los derechos de los trabajadores y verla en nuestros edificios debería causarnos la misma vergüenza que ver colgar la bandera falangista.

Los currantes estamos solos frente a Europa: incluso la posición de los socialistas españoles es puramente circunstancial y de cara a la galería, que no está el horno interno para bollos, porque cuando la medida se aplique en toda Europa, aquí nos la tragaremos doblada (gobierne quien gobierne) para "poder ser competitivos". Estamos solos frente a este nuevo fascismo, aún débil, aún desmadejado, pero que se armará de argumentos si lo de las 65 horas sigue adelante.

Ayer, prácticamente todos los partidos políticos votaron en el Congreso de los Diputados el Tratado de Lisboa, que rechazaron los irlandeses en un gesto supremo (¿será también el gesto último?) de dignidad. Ya vemos que los partidos están alejados de toda nuestra realidad: votar a favor de cualquier tratado europeo, tal y como está el patio, es votar contra los derechos de los trabajadores. La izquierda debería haberse plantado en este asunto, dejando claro que si sigue adelante lo de las 65 horas no seguirá adelante, con sus votos no, ningún proyecto de Bruselas. Pero la izquierda está en otra cosa y nosotros estamos solos. Así que nos queda crear redes de resistencia que potencien el único arma que tenemos: en las próximas elecciones ni un voto nuestro puede justificar el atentado de las 65 horas.

Mucho me temo que contra Europa todo comienza a ser legítimo, porque ya advertía Brecht que al final los fascistas siempre acaban viniendo a por nosotros.

PORCA EUROPA



Para muchos y muchas Europa es la pasión futbolera y exaltada de esta noche. Para menos y menas Europa se quedó en Erasmo, Bach o Camus. Pero para Europa, nosotros no somos ni hinchas de selecciones ni amantes de una civilización fascinante y contradictoria: para la Europa del coche oficial somos primos hermanos de los esclavos que construyeron las pirámides. Esta Europa de presidentes y ministros y parlamentarios de Bruselas quiere que volvamos a trabajar sesenta y cinco horas a la semana y subiendo. Ya puestos, propongo –por si lee esto algún político– que para ahorrar en pensiones nos den un cogotazo eléctrico cuando ya no se nos pueda retorcer más el alambre laboral, y que luego nos piquen bien picaditos para hacer pienso para los gorrinos o abono para los campos de golf en que sus señorías descansan.

No es nueva esta jornada laboral, que en el XIX los obreros ya consumían su vida en jornadas infrahumanas, pero eso no quiere saberlo ningún político y por eso no leen a Dickens. Para no agotar sus intelectos vírgenes en lecturas incómodas, sus señorías deberían viajar a África y hacer un curso en el derecho laboral que los entusiasma: en los barrizales del Zaire podrían extasiarse viendo a los esclavos que trabajan de sol a sol buscando diamantes y oyendo los latigazos, o tiros, que reciben si se les ocurre pedir un descanso o un trozo de pan.

Los americanos de Lincoln lucharon por la igualdad, pero ahora los demócratas europeos estudian la vuelta a un poquito de esclavitud. Y no se piensen que la propuesta de las sesenta y cinco horas es una iluminación que viene desde el fascismo según Berlusconi. No: la propuesta la han lanzado los laboristas británicos, ese paradigma de la nueva izquierda. Claro, como la izquierda está anémica de valores y huera de pensamiento, pues acaba quejándose de que los trabajadores quieran tener derechos: y a la jornada decente y los sueldos dignos, a la seguridad y estabilidad laboral, los llaman privilegios y ya sabemos que la izquierda no quiere privilegios. Por eso la izquierda –y no hace falta mirar a Europa– está tan contenta con trabajadores inseguros, jornadas de segador en un cortijo de señorito falangista o sueldos raquíticos. Si los trabajadores que fundaron el Partido Laborista británico en los inicios del siglo XX vieran que sus sucesores pretenden volver a la sociedad contra la que ellos se alzaron, lo mismo perdían la tradicional flema inglesa y plantaban una horca en la plaza europea. Seguro que saldrían de sus tumbas para trenzar sogas los viejos socialistas franceses o españoles o alemanes.

Entre el euro que inventaron contra los currantes de Europa y los látigos esclavistas que se atisban en el horizonte, lo que no entiendo es que todavía haya sorprendidos porque los irlandeses mandan la Unión Europea a la mierda. Yo me conformaría con me devolvieran el sí que le regalé a la Constitución Europea: llevo sesenta y cinco horas pensando que mi Europa no es de este mundo.

(Publicado en Diario IDEAL el 26 de junio de 2008)

viernes, 20 de junio de 2008

LOS LADRONES COMPRAN CDs



A lo mejor esta tarde, cuando vuelva de Jaén de aquello de las oposiciones, me paso a comprar una caja de cds. Más que nada porque el gobierno ya nos ha enseñado lo que es tratarnos como a imbéciles (y más que nos lo enseñará a partir del 1 de julio), y hoy quiero probar lo que es que te traten como a un ladrón. Y es que comentan que hoy entra en vigor el famoso canon digital.

¿Qué es el canon digital? Pues según los famosísimos artistas de la SGAE el canon digital es el impuesto que hay que cobrarnos a todos los ciudadanos para que ellos puedan ver satisfechos sus derechos de autor. Pero claro, aquí surgen mil preguntas. Vamos a ver, si yo hoy me compro una caja con 25 cds, ¿cómo reparte la SGAE el impuesto revolucionario que el gobierno me está cobrando? Hasta ahora mi proverbial torpeza informática no ha dado para nada más que para grabar música barroca, y no creo yo que Bach venga ahora a pedirle a ZP derechos de autor, entre otras cosas porque Bach dará, seguro, menos votos que Ana Belén. Pero suponiendo que hoy me diese por grabar "música" actual española, ¿cómo sabe la SGAE lo que yo voy a grabar para repartir el impuesto que me han birlado? Antes consentirían que me cortasen una mano que grabarme (y escuchar) un disco de Ramoncín. Pero esto la SGAE no lo sabe (bueno, lo sabrá ahora si algún bandolero de los que la dirigen leen esto). Luego, ¿cómo reparte el impuesto que me cobran por ese cd? Si yo me grabo el último de Manolo García eso no lo sabemos nada más que el cd y yo, luego no hay manera de que mi acto de piratería repercuta positivamente en Manolo García. Al final, claro, esto está pensado para mantener a los paniaguados que no venden un disco desde hace décadas: como supongo yo que repartirán a todo quisqui por igual, pues a Ramoncín o a Karina le darán lo mismo sin vender ni un triste disco que a "El Cigala" por hincharse de vender.

Pero lo peor de esto no es ya que el Estado esté recaudando para unos particulares, cosa grave pero a la que ya estamos más o menos acostumbrados porque también recauda para la Iglesia: lo peor es que nos consideran a todos, de entrada y por el simple hecho de comprar un móvil, una cámara de fotos o un cd, como ladrones, como piratas. Se cree el gobierno que todos son de su condición y que como sus ministros se bajan los pantalones delante de las eléctricas y nos roban a su favor, el resto también somos una panda de depravados. Bueno, pero como la cosa está así, hoy voy a ir a comprar cds para eso, para sentirme como un ladrón: y eso que nunca grabaría el cd de ningún artista español ni ninguna película, porque por lo general me parece que son una basura. Hay, claro, excepciones gloriosas, como el último disco de “El Cigala” o “Mar adentro”: pero esa música que me gusta y esas películas españolas inolvidables no las grabo ni las pirateo, las compro directamente. Como no fotocopio los libros que me gustan (los que no me gustan tampoco los fotocopio, porque no los quiero para nada) sino que me los compro. Por eso me jode que ZP y sus secuaces me traten como un bandido: porque no lo soy y porque estos artistuchos de tres al cuarto, que quieren vivir de la sopa boba, no son tan importantes o al menos no lo son para mi. ¿O es que se piensan Bisbal o Ramoncín que voy a molestarme en comprar un cd y a buscar sus canciones de tres al cuarto en internet para grabarlas? Lo siento, pero quedo con Bach y “El Cigala”.

REBELIÓN DE LOS MENORES



El robo impulsado por el Gobierno con el fin de la tarifa nocturna y los abusos de los policías locales de Coslada demuestran una cosa: que no hay nada nuevo bajo el sol. O sea, que ahora y siempre –gobiernen los que lucen medalla de demócratas o los que se atusaban el bigotillo hitleriano cara al sol– los peces grandes se comerán a los chicos. Es difícil la esperanza en un país en el no faltan ni un presidente dispuesto a firmar cheques en blanco para las eléctricas ni un policía que abuse de mujeres indefensas.

Hemos leído los testimonios de las prostitutas ultrajadas por los matones de la cuadrilla de Ginés Jiménez –que es una mezcla contemporánea y decadente de Al Capone y Göring– y hemos tenido que apretarnos el alma porque producen un desasosiego interior difícilmente controlable: estas cosas han sucedido en la periferia de una ciudad que se dice cosmopolita y se quiere olímpica y no en ningún suburbio africano. Se acongoja el espíritu al conocer los detalles del sufrimiento de esas mujeres indefensas: su miedo en las noches de lluvia y los dolores físicos provocados por la brutalidad del macho ibérico –ese especie que debería ser abatida como las alimañas–, la esclavitud de su dignidad. ¿Qué valores reclama como propios este país estúpido que algunos seguiremos llamando España?

Antonio Machado habló de “un plante popular”, que sería algo así como una “inevitable rebelión de menores”. En Coslada ya se ha producido la rebelión: fueron las prostitutas las que se plantaron, las que desde los polígonos lejanos y las gasolineras solitarias iniciaron el camino hacia los juzgados, porque no querían aguantar más la chulería cebada en su carne herida. Han tenido que ser las mujeres senegalesas o rumanas o guineanas que se ganan la vida –o algo parecido a la vida o tal vez más parecido a la muerte– vendiendo su cuerpo las que nos dieran a los españoles una lección de dignidad: no denunciaron a la mafia policial ni los dueños de los garitos ni los de los restaurantes, sino las mujeres que tienen su solo cuerpo para decir “somos, existimos”. Ellas han dado ejemplo de cómo se plantan los menores, de cómo se rebelan quienes solo conservan su derecho al pataleo.

Es fácil aventurar que sobre el capo de Coslada la ley caerá con el liviano peso con que siempre se deja caer sobre los que tienen poder. Porque los peces gordos no sólo se comen a los chicos: también chulean a la ley y la prostituyen –en la puerta de las centrales eléctricas– por cuatro perras gordas. Se plantaron esas mujeres humildes y quedará ese gesto aunque queden impunes los criminales: nos robarán la tarifa nocturna, pero juegan con la ventaja de saber que nosotros no nos plantamos ni nos rebelemos. ¿Será que nos da morbo que nos chuleen los políticos? ¿Será que como no nos jugamos la vida en un cayuco –por querer más vida y mejor vida– no tenemos ni puta idea de qué sea la dignidad? ¡Y –silenciosos y cobardes– todavía les daremos a los emigrantes lecciones de ciudadanía!

(Publicado en Diario IDEAL el 19 de junio de 2008)

miércoles, 18 de junio de 2008

AMIGO CONDUCTOR



Manuel Alcántara ha dicho que el gobierno es experto en solucionar problemas que no existen. Y por eso los hay que dudan de la capacidad del presidente y de sus ministros para solucionar los problemas reales de los españoles, que existen cada vez más. Pues eso, que andaba el gobierno en su país de las maravillas, en sus estatutos y sus nacionalidades, en sus alianzas de civilizaciones y en su “el mejor año económico de la democracia” y de pronto, sin que ZP lo comiera ni bebiera, ha estallado la crisis económica. Como esta izquierda es experta en manejar el lenguaje y consideran que ocultando los nombres de la realidad se ocultan los problemas, el presidente la ha llamado “desaceleración”, “periodo de dificultades objetivas” y cosas similares. Sin embargo, los españoles de a pie –que aunque no leen a los clásicos saben utilizar el lenguaje mejor que sus políticos, lo que tampoco es difícil– llaman a la situación por su nombre, que no es otro que jodida crisis, que es la que le ha estallado al gobierno entre las manos.

Solbes avisaba, hace unos días, que el tema de los cuatrocientos euros que ZP pretende regalarnos a partir de la próxima nómina, deja al gobierno con poco margen de maniobra para responder a la crisis. ZP –todavía no muy asustado– dijo que la culpa de que suban los precios es del petróleo y de los alimentos: bastaría con sacar estas dos menudencias de la bolsa de la compra para que nuestra inflación fuese de lo más normal. Y en medio de estas reflexiones políticas de calado están todos esos que tienen pocos recursos para enfrentarse a la crisis y que no son otros que los ciudadanos –o sea: nosotros–, porque no paran de subir las hipotecas y el pan y la leche y los tomates y de adelgazar los sueldos.

Bueno, pues que andaba la gente cabreada porque las cosas se tuercen cada vez más y van los camioneros y se ponen en huelga. El lunes, un escalofrío recorrió La Moncloa: el país amaneció paralizado y una ola de solidaridad llegaba hasta los camiones detenidos en las cunetas. De pronto, el malestar de millones y millones de españoles encontraba una imagen que lo expresara: la de los padres de familia que después de horas y horas de estar al volante y de jugarse la vida muchas veces –por experiencia familiar sé de lo que hablo– no llegan a fin de mes. Vamos, que transportan los pepinos y los corderos pero cada día les resulta más difícil comprarlos. Entonces el gobierno se preocupó realmente: ¿qué hacer? La gente cabreada apoyaba a los camioneros, por mensajes y por internet se convocaban huelgas generales y paros generalizados, pescadores y agricultores se sumaban al paro del transporte... la cosa parecía que se le podía ir de las manos al gobierno. Pero no se le fue: la reacción del gobierno ante el desafío de camioneros, pescadores y agricultores pasará a la historia de este país como una de las jugadas más perfectas que el poder haya realizado nunca para acabar con quienes lo desafían.

Verán: el lunes y el martes dejó el gobierno que siguiera creciendo la ola de solidaridad con los que paralizaban la vida del país. En ese momento era imposible pensar en una intervención de la policía y la guardia civil, porque el clamor a favor de los huelguistas hubiese sido inmenso. La orden fue dejar hacer mientras las divisiones mediáticas controladas por el gobierno comenzaban a funcionar a todo gas: en televisiones y radios se buscaban a las víctimas del paro y sus testimonios abrían telediarios y centraban todas las tertulias. El gobierno tenía que criminalizar a transportistas, pescadores y agricultores antes de hacer intervenir a las fuerzas de orden público y a ello se dedicó con todas sus fuerzas martes y miércoles. El jueves ya estaba la situación propicia (ciudadanos cabreados, transportistas rebajados a la condición de terroristas, empresas que amenazan con despidos por culpa de los camioneros, etcétera) para que la policía interviniera con toda contundencia. Vamos, con una contundencia que ya nos hubiera gustado verle a este gobierno a la hora de desbaratar las manifestaciones de los amigos de ETA. Y mientras, se llegaba a un acuerdo con las grandes empresas del transporte –las que explotan a sus trabajadores por mil escasos euros al mes–, dejando tirados a treinta y cinco mil camioneros que tienen su sólo camión y su trabajo para salir adelante. Jugada perfecta, pues: los que paran el país son unos radicales que no tienen razones ni atienden a las bondades que les ofrece el gobierno y contra ellos toda la fuerza –brutalidad, más bien– policial es legítima. “Tolerancia cero”, dijo ZP cuando compareció, solucionado ya el problema por Rubalcaba y Magdalena Álvarez. ¿Quién dice que este gobierno no sabe solucionar problemas? El presidente, incluso, ha seguido los consejos de Jose Manuel Lara y ha estado a resguardo hasta que escampó.

Pese a todo me niego a considerar como unos criminales a los camioneros: yo conozco la angustia de sus familias y lo duro de su trabajo y aunque no todos los métodos que han empleado son los correctos, al menos tendremos que reconocerles que han sido capaces de decir en voz alta y clara lo que el resto nos callamos y que no es otra cosa que estamos hartos y estrangulados. Los camioneros y los pescadores y los agricultores han sido la semana pasada la viva imagen de los españolitos de a pie. Aunque ahora los esbirros periodísticos del poder quieran convencernos de lo contrario.

(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén, Granada y Almería, el 17 de junio de 2008)

sábado, 14 de junio de 2008

DIALOGAR CON JUAN PASQUAU



A Rosa Liaño

El pasado día 10 de junio se cumplieron treinta años de la muerte de Juan Pasquau. ¿Qué decir de este hombre grande? Podríamos enumerar sus muchos títulos y sus méritos, sus miles de artículos escritos durante cuarenta años en “Ideal” de Granada o en “ABC” o en “Jaén” o en decenas de revistas. Podríamos señalar su valía como educador o su incuestionable aportación al arte del artículo periodístico. Y sin embargo, ay, no estaríamos hablando de Juan Pasquau porque él no era un currículum sino un hombre. Nada más y nada menos que un hombre: un hombre que escribía, porque sentía y amaba y porque palmoteaba en sus dudas y certezas entre “los álamos que hacen sonllorar al viento”. Tal vez esta frase –pura poesía– describe al hombre entero que fue Juan Pasquau: ¿qué hombre es capaz de mirar los álamos de la tarde y verlos sonrollar, que es palabra de poeta? Sólo un hombre bueno y un escritor grande puede mirar con esa profundidad. Creo que esa capacidad para mirar en lo profundo es lo fundamental del legado literario y espiritual de Juan Pasquau, el gran despistado de la historia de Úbeda del que Rafael Bellón ha dicho que “consumió su vida en ser persona, que vivió y se desvivió para serlo”. Ser persona: ¿fue ese el empeño último de un Juan Pasquau que siempre miraba más adentro de las personas y de las cosas y de los quehaceres de este mundo loco, hasta llegar a su misma alma temblorosa de emociones y dudas?

En la mañana azul subiría Rosa al cementerio. Rosa Liaño le habla siempre a Juan, como si no se hubiera ido, con la ternura de la esposa que aún sigue enamorada: “serán ceniza, más tendrán sentido,/ polvo serán, más polvo enamorado”. El día 10 le habló junto a la hermosa tumba que los Pasquau levantaron mediado el siglo XIX y en la que descansa su marido. Pero, ¿realmente duerme el hombre entero entre el sol y los cipreses y los pájaros que chillan? Creo que no, creo que Juan Pasquau está –urgente y palpitante– en el ese tesoro espiritual que son sus escritos. Rosa habla con él cuando lo lee y cuando lo recuerda y cuando lo necesita. Pero, ¿y nosotros?... ¿qué nos ocurre a nosotros para que no sepamos conversar con Juan Pasquau? ¿Qué ocurre para que no sepamos descubrirlo en las estancias del espíritu en las que realmente se quedó meditando –eternamente meditando– el 10 de junio de 1978?

Ocurre que sobre Juan Pasquau se ha cernido un silencio, un olvido, una desidia, elementos todos ellos tan definitorios de la Úbeda que tanto quiso. Olvidado y como escondido está el busto de Pasquau realizado por Juan Luis Vasallo. Tanto ha olvidado la ciudad a quien fuera su Cronista más señero, que pasada la efervescencia tras su muerte –su nombre para un colegio, para la Biblioteca Municipal, un busto en bronce conseguido por el esfuerzo de sus amigos, unas cuantas recopilaciones de sus artículos–, no han querido los ubetenses saber nada de él. Hay que subir al patio viejo del cementerio para conversar con Juan Pasquau –con las cenizas de Pasquau, con su recuerdo– aún a sabiendas de que no está allí, porque es imposible encontrar sus escritos, sus artículos: empeñada en otros quehaceres “culturales”, su ciudad –o el Instituto de Estudios Giennenses, por el que tanto hizo– no ha considerado oportuno abordar la gran empresa de editar las obras de Juan Pasquau. Por ello sólo un puñado de privilegiados podemos abrir los pocos libros que, tiempo ha, recogieron algunos de sus artículos y charlar, conversar, discutir con él. Sólo unos cuantos tenemos los raros libros que de su obra han sido y esta ausencia de libros que recopilen su obra hace de Juan Pasquau un desconocido para la mayoría de los ubetenses: sólo su Cofradía de Jesús Nazareno le realizó un homenaje –en forma de revista– en el XXV Aniversario de su muerte. El resto de los que están en deuda con él, nada: como si Juan Pasquau fuera el nombre de un colegio en un barrio obrero o de una biblioteca moribunda y nada más.

Se ha cernido un silencio por sobre la obra de Juan Pasquau: porque es un escritor que incomoda: habla de cosas que hoy no están en las portadas de la actualidad y son, sin embargo, las cosas realmente importantes que siempre interesarán a los hombres. Pero ocurre que los artículos de Juan Pasquau escuecen y hacen pensar y, desgraciadamente, nuestro mundo estúpido quiere alejar de nosotros “la funesta manía de pensar”. No interesan el pensamiento, ni la soledad, ni que el espíritu se recate y se remanse, no sea que se rebele y se descubra a sí mismo y pueda emocionarse y plantarse en las plazas de la existencia para reivindicar una nueva dignidad del hombre. En algún otro lugar he dicho que puede estarse de acuerdo o no con lo que Juan Pasquau escribe, pero que su gran mérito es que nos invita a conversar con él: sin tirarnos de la manga, sin obligarnos ni empujar, porque leemos uno de sus artículos y de pronto notamos como si la sementera se hubiera abierto en nuestro espíritu y fuese obligado –dulcemente obligado– hablar, conversar con la semilla que quiere dejar el escritor, para amorosamente hacerla germinar o para tiernamente apartarla. Con Juan Pasquau uno está de acuerdo o no, pero no hay violencia en el diálogo, que antes al contrario todo lo ocupan la inteligencia y la profundidad. Por eso Juan Pasquau no está de moda y no podrá estarlo. Por eso habrá que esperar mucho para poder ver recopilada su ingente obra en la que cabe toda una humanidad.

Hay que volver a la obra de Juan Pasquau, que será la mejor manera de no olvidar a este hombre que, como nos recuerda su hijo Miguel, construyó su obra filosófica y literaria –en él revive el impulso, españolísimo, de Ortega y Unamuno de hacer filosofía desde los periódicos– desde la sensibilidad, el ímpetu o la búsqueda, desde la convicción más que desde la deducción y desde la fuerza más que desde la seguridad. Hombre de convicciones hondísimas, poseedor de una prosa difícilmente superable, feliz cronista de una etapa gris y apasionada de nuestra historia, Juan Pasquau nos sigue esperando para conversar. Para lanzarnos al fondo de nuestros pensamientos y nuestras soledades los grandes temas de todos los tiempos, que no son otros que Dios y la muerte y la libertad y la fe y el compromiso y...

Hace treinta años de la muerte de Juan Pasquau que, pese al olvido y las incomodidades que provoca, sigue estando vivo, porque su pensamiento no ha perdido vigencia ni ha dejado de ser bella –profunda, desgarrada, lírica– su palabra escrita. Rosa Liaño, su “Rosiña”, dejó flores en el panteón de los Pasquau. Nosotros, porque urge ocupar el espíritu en soledades según Juan Pasquau, volveremos a sus libros para comprender que “lo que hace difícil la vida es que tenemos muchas esperas y muy poca esperanza”. Esperancémonos pues –aunque sonría socarronamente Juan Pasquau– en que un día podremos tener en nuestra biblioteca sus obras completas. Para dialogar con él, para siempre dialogar con Juan Pasquau.

(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén y Granada, el 13 de junio de 2008)

viernes, 13 de junio de 2008

MIRAR LA VIDA



Noble oficio el de mirar la vida: sentarse y contemplar el ir y venir de las gentes y sus afanes y el trajín de la existencia. Miré la vida desde un balcón de la Plaza Wenceslao, en Praga: era un atardecer de lluvia y cielos cortados, cuando el sol se ponía –gigantesco y cercano, deslumbrante como un cristal al rojo acoplado entre los nubosos horizontes de Bohemia– por sobre las agujas de la catedral de San Vito. Justo enfrente del ocaso se alzaba el Museo Nacional, resplandeciente contra la luz poniente como una cerveza recién servida o como los ojos verdes y luminosos de María Luisa: era la vida y pasaba ante mí.

Los niños volvían a casa tras acabar las clases. Los músicos callejeros recogían sus acordeones o sus saxos. Había adolescentes parados en los puestos de cerveza y salchichas y los viejos se refugiaban bajo las marquesinas de los edificios modernistas. Era la vida en la tarde de junio, en la primavera de Praga y de la lluvia y de las torres y las cúpulas –doradas o verdes o negras– que se levantan inverosímiles sobre el caserío de la ciudad, como salidas de un cuento de hadas o tal vez construidas para convencernos de que no todas las leyendas son invenciones, porque existieron las manos del rabino Löw y ciertamente crearon el Golem, que habitó en las calles del barrio judío, que hoy está como ausente y vacío pues los nombres de sus habitantes son eso: ausencias escritas en las paredes de la sinagoga Pinkas, miles de nombres de los judíos checos asesinados por los nazis. Vi la vida pasar en un balcón de la Plaza Wenceslao, que es un bulevar burgués y acomodado en el que Chequia ha levantado los mejores impulsos de su historia, pero también –otra tarde de lluvia, llena de pájaros y de árboles limpios y de sombras– la vi pasar en el viejo cementerio judío, imposible, borgiano, caótico, poblado de sueños y evocaciones.

Los tejados de Praga son resplandecientes regalos que otean el horizonte para anunciar en los mercados y en los cafés de la calle Karlova o de Malá Strana o en las tiendas de marionetas o de porcelanas o a los músicos que tocan jazz en el puente Carlos –entre pintores y estatuas– o a los violinistas de las orillas mansas del Vltava, que no hay oficio más bello que el de mirar la vida. Las torres se elevan como agudas y centelleantes espinas de pizarra o de bronce sobre los cuerpos heridos de las calles y plazas, y nos invitan a mirar no el cielo sino el milagro de las manos que mueven las marionetas o que hacen gemir el violonchelo. Y así, las torres y la música y el trajín de la calle y la lluvia nos descubren la cara misma de lo eterno, como si Kafka aún estuviera sentado en un café de la Plaza de la Ciudad Vieja –mientras la Muerte va marcando las horas de nuestra vida en el Reloj del Ayuntamiento– escribiendo sus mundos siniestros, tan opuestos a la belleza casi tangible de las mujeres de Alfons Mucha. Eso debe ser la felicidad: mirar la vida desde un balcón o un café de Praga, una tarde de junio y con lluvia.

(Publicado en diario IDEAL, edición de Jaén, el 12 de junio de 2008, y en edición de Granada el 14 de junio)

viernes, 6 de junio de 2008

VIVIR EN CANNAREGIO




Hace tres años de mi segundo viaje a Venecia: fue con María Luisa, recién casados. Descubrí entonces aquella ciudad: parábamos en la Residenza Cannaregio y nuestra ventana se abría a un canal amplio y apartado, tranquilo y lleno de sol sobre el que sonaban las campanas de la Madonna dell’Orto; tras los tejados de San Bonaventura se adivinaban las gaviotas y el olor de los muelles donde las aguas rompen, mansamente, contra las piedras y el musgo. Vivimos una Venecia silenciosa y florecida, donde sigue fluyendo la vida laboriosa que hizo posible la aventura veneciana en los siglos ya derrotados.

Venecia es una ciudad mágica porque –más allá de los lugares tomados por los turistas, e incluso en ellos– ofrece una quietud y un quehacer cotidiano apenas trastocados por los siglos: estuvimos cinco días en Cannaregio, un barrio apartado y habitado por venecianos, junto al viejo ghetto judío en el que todavía quedan hornos regentados por hebreos donde se cuece pan ácimo. Y parece como si hubiéramos vivido allí toda la vida, como si cada día comprásemos las frutas y verduras de toda clase que, relucientes, llenan los puestos de los mercados de la Strada Nuova o de Rialto, o como si fuésemos una pareja veneciana que sale por la noche a cenar –en una terraza con mesas y sillas de madera y velas que tiemblan en el aire de la laguna– en los restaurantes familiares de la Fondamenta della Misericordia, donde sirven vinos espumosos y arroz negro y pasta con marisco, o como si regentásemos una tienda donde Mozart compraba pentagramas y vendiésemos ahora papel de aguas y libros de Rilke.

No llegamos a Venecia en barco, como propone Mann, sino en tren. Pero desde la estación cogimos una barcaza que nos sacó a la laguna mientras atardecía sobre los cañaverales y el sol reverberaba más rojo o más blanco, de tan ardiente, sobre las fachadas color pastel de las últimas casas de Venecia, cuajadas de arcos orientales y postigos verdes. Recuerdo aquello y sé que Javier Marías lleva razón cuando le otorga a Venecia la posesión de la “perspectiva de la eternidad”: porque vemos la misma Venecia que vieron Lord Byron o Dickens o John Ruskin y la que verán nuestros nietos cuando a ella acudan, añorando haber nacido en esa ciudad “que mejora la imagen del tiempo” y “embellece el futuro”, según Joseph Brodsky.

Venecia es un juego de equilibrios delicados entre el agua, la piedra y el mármol y la luz. Sobre todo la luz, que es presencia del sol o su ausencia en las noches hondas de canales poco iluminados. Ya Ezra Pound descubrió que el sol veneciano llama al alma “desde el fondo de lejanos abismos”, los abismos rasgados por la proa de las góndolas que hoy transportan enamorados y que antaño cargaron a las víctimas de la peste para que eternamente descansaran en los cementerios de las iglesias apartadas. Lejanos abismos: no somos otra cosa, pero para no olvidarlo es necesario rehacerse cada vez con los recuerdos dulces de las tardes vividas en un barrio de Venecia.

(Publicado en Diario IDEAL el 5 de junio de 2008)

miércoles, 4 de junio de 2008

YES, WE CAN



No todos los días recibe el mundo una bocanada de esperanza. Hoy sí, y ha llegado desde los Estados Unidos: Obama será el candidato demócrata a la Presidencia, que es algo así como ser candidato a ceñir la corona del imperio. Como a todos nos atañe lo que suceda en ese país fascinante que son los Estados Unidos, no queda hoy más remedio que señalar aquí este postigo todavía casi cegado que ha abierto el futuro. Ese monstruito antipático y desagradable que es la Clinton ha sido derrotado: tenemos que alegrarnos. Pero la alegría tiene que ser sobre todo en positivo: porque Obama representa algo nuevo, algo tal vez inédito y en cualquier caso desconocido desde que se quebrantara la esperanza que Kennedy significó.

Son muchos los españoles que miran con desprecio el sistema político de Estados Unidos, como si esta democracia bananera nuestra pudiera dar lecciones de teoría y práctica democrática. A mí sin embargo cada vez me parece más envidiable aquel sistema en el que un hombre negro, de familia humilde, cuya abuela sigue malviviendo en una aldea de Kenia, hecho a sí mismo, puede llegar a ser Presidente. Esperemos que esta esperanza no se frustre también, esperemos que sí, que ahora los estadounidenses puedan y que con ellos podamos todos. Obama representa el triunfo de la voluntad de la esperanza: crucemos, pues, los dedos y esperemos a noviembre. Es lo único que nos cabe hacer a los ciudadanos del mundo a los que todavía no se nos ha reconocido el derecho a votar en las elecciones norteamericanas. Para todos nosotros, Obama es hoy una esperanza diminuta, lejana, casi tierna, casi romántica. Pero es la única que tenemos: esperamos que el "Yes, we can" se convierta en el himno de un mundo más digno.

lunes, 2 de junio de 2008

MOVILIZACIÓN CONTRA EL FIN DE LA TARIFA NOCTURNA



De entrada sabemos que no va a servir para nada, porque en España nunca sirve para nada que los ciudadanos protestemos. Pero esta vez no podemos quedarnos callados: el gobierno de ZP va a perpetrar el atraco más masivo que se haya producido en la historia de España. No es un banco o una empresa o un forum de sellos el que nos va a robar aquello a lo que legítima y legalmente tenemos derecho: es el propio gobierno que dice representar a todos los españoles el que dirige, tolera y ampara el atraco. Porque cuando el 1 de julio se ponga fin a la tarifa nocturna, lo que estará haciendo el gobierno es robarnos en beneficio de las empresas eléctricas. Así de simple.

Algunos ciudadanos ya hemos enviado nuestras quejas, lo más enérgicas posibles, al Defensor del Pueblo. También somos conscientes de que esto no va a servir para nada: se hinchan de reír el Presidente y sus ministros (estos y todos) cuando le hablan de defender al pueblo. Pero lo que no pueden quitarnos es el DERECHO AL PATALEO.

Por eso desde aquí quiero animar a todos los ciudadanos españoles que tengan contratada la TARIFA NOCTURNA a que envíen sus quejas al Defensor del Pueblo. En la web http://www.vbeda.com/ pueden encontrar un modelo de queja. Cuando entren en esa página pinchen sobre “No al fin de la tarifa nocturna”. Ahí encontrarán varias cosas interesantes.

La primera es un simulador que les permitirá comprobar cuánto más van a tener que pagar con el robo cometido por el Gobierno. Para hacerlo deben tener delante su factura de la luz. Yo he probado a meter los datos con una factura cualquiera. Pongamos por ejemplo la de diciembre de 2007: ese mes pagué 188,92 euros, y el simulador me dice que, obligándome a contratar 15 KW de potencia (supongo que esa será la que necesite, porque mi casa es muy grande), el robo perpetrado contra mi y mi familia me obligará a pagar, con un consumo similar, entre 257,42 euros en el mejor de los casos y 342,95 euros en el peor. O sea, entre 68,5 euros como mínimo o 154,03 como máximo. A esto creo que le llaman política social o en beneficio de los trabajadores. El día que tenga un hijo y no pueda encender la calefacción, se lo explicaré.

La segunda cosa que encontrarán es la posibilidad de imprimir la queja al Defensor del Pueblo que algunos hemos enviado ya (“Escriba al Defensor del Pueblo”) o el enlace con la web de la oficina del Defensor para enviar su queja por mail.

Merece la pena hacer tanto la simulación, aún cuando tengan que calcular a ojo la potencia que necesitarán cuando entre en vigor el robo gubernamental: seguro que se cabrean mucho, pero eso les animará a quejarse y a patalear. Se quedarán con mi dinero, de eso estoy seguro, pero les juro que este robo no se me va a olvidar. Estoy cabreado, sí: MUCHO. Porque me van a robar y me siento impotente.