miércoles, 27 de febrero de 2008

UNA DE ILUSIÓN



Ya decía mi abuelo que quien hace la ley hace la trampa. Y si la ley electoral dice que la campaña durará quince días –para proteger, claro, la salud psíquica de los ciudadanos– los que hicieron la ley y sus plazos se han inventado la trampa, o sea la precampaña, algo que comienza el día después de cada elección y no tiene fecha de caducidad. Y así, vivimos en permanente jolgorio electoral, que es un infantilismo de la política, hecha a imagen y semejanza de una ciudadanía mema y recortada.

Ya ni recordamos las semanas que llevamos padeciendo a los candidatos, que se han aprendido el papel de simpáticos y eficaces y nos regalan sus promesas y sus sonrisas mejores. Quieren caernos bien y que no mentemos a sus santas madres cuando vemos la nómina: ahora no hay que hablar de precios ni salarios, que la campaña es “la fiesta de la democracia” y toca ilusionarnos aunque estemos velando nuestra economía familiar. ¡Marchando una de ilusión! Lo que pasa es que, como siempre, nadie nos ha preguntado si nos apetece que nos ilusionen ahora, con la que está cayendo y la que va a caer. Porque aquí ya nos hacemos cruces y cada mañana rezamos aquello del “Virgencita, que me quede como estoy”. Los ciudadanos de a pie vemos las cosas grises, que se ha puesto el mundo cuesta arriba, pero los políticos están más felices que Morgan y cada día nos sirven un plato de ilusión: que si más pisos más becas más sueldos más pensiones más sanidad más árboles más Internet menos impuestos más… ea, euros a manos llenas para todos, que estamos que tiramos el presupuesto por la ventana. ¡Vamos abriendo las puertas que llega la España de las maravillas!

Como el maná electoral sale gratis y la campaña la pagamos los ciudadanos con nuestros impuestos, andan todos desbocados viendo quién promete la maravilla más maravillosa. Si hicieran todo lo que llevan cacareando desde hace semanas, los españoles seríamos la envidia de suecos y alemanes. Pero esto es como la primera vez que yo vi a Curro Romero en la Maestranza de Sevilla. Salió el de Camas y dio –debajo del Palco Real– seis verónicas de ensueño. El currista de al lado se puso al borde del infarto. Luego, se cerró el tarro de las esencias y culminó Curro una faena desastrosa. Y le gritaba el currista, en medio de un pasmoso dominio de todos los insultos de la lengua del Lazarillo: “¡Primero nos ilusionas y luego nos fusilas!” Pues eso, que ahora toca ilusionarnos y ya mañana nos fusilarán con la realidad y sus afanes.

Las elecciones son como el sueño de una noche de verano: que se anhela tocar las estrellas pero se despierta uno empapado en sudor y muerto de sed. Porque esto al final será como siempre: el reparto del mundo y de la economía consiste en que las vacas gordas les tocan a los de arriba y las crisis económicas a los de abajo. ¿Hay algún candidato –los iluminados de IU no juegan– que sepa darle la vuelta a la tortilla? Pues que levante la mano de una vez.

(Publicado en Diario IDEAL el 21 de febrero de 2008)

jueves, 21 de febrero de 2008

LA ESPERANZA SE LLAMA OBAMA



Lo que sucede en Estados Unidos tiene, necesariamente, repercusión en el resto del planeta. Así podemos explicarnos que las elecciones primarias del Partido Demócrata y el duelo de Obama contra Clinton estén siendo seguidos, apasionadamente, fuera de los EE.UU. En España, mientras la campaña del 9-M provoca hastío es posible constatar la ebullición de referencias al proceso estadounidense, centradas de manera cada vez más clara en Barack Obama. Pero, ¿por qué Obama? ¿Qué representa o qué significa Obama para que millones de seres humanos estén pendientes de su figura?

Los Estados Unidos ejercen la fascinación de lo inmenso. Sus vastos territorios y la grandiosidad con que se han desplegado –a través del cine o de una literatura de superior calidad– en el imaginario colectivo del mundo entero han convertido el modelo de vida americano en un referente planetario. Es difícil encontrar una sociedad que haya encarnado con más fidelidad los paradigmas de la modernidad: la libertad, la república democrática, el autogobierno, el individualismo. El ideal de una nación de ciudadanos libres e iguales, obligados éticamente a labrarse su propio destino, ha cristalizado en los EE.UU. más que en ninguna otra sociedad occidental. Y ello, porque el armazón moral de la sociedad estadounidense ha estado claramente definido desde sus inicios: en el sueño americano ha habido espacio suficiente para todo el que ha estado dispuesto a labrarse su propio futuro respetando las normas de la república. Este ideario hizo que cuajara pronto el ideal imperial en el seno de la primera democracia contemporánea. (Los paralelismos entre la Roma republicana y los Estados Unidos son inmensos. Pueden resumirse, sin embargo, en el convencimiento de ambos sistemas de estar moralmente obligados a expandir, vía imperial, su modelo de vida como expresión de una forma de vida superior.)

Este idealismo moral unido a un profundo realismo político ha articulado la vida de los EE.UU. especialmente desde su intervención en los asuntos europeos, a partir de 1917. Y en esta conjunción de elementos dispares tenemos que encontrar el éxito del país durante todo el siglo XX. Sin embargo, desde el fracaso de Vietnam y el derrumbe de los sueños de los 60, todos los gobiernos norteamericanos han desarrollado una política netamente realista y materialista: el sueño americano ha quedado reducido a gendarmería imperial y darwinismo social, suprimiéndose la poética –incompatible con el pensamiento económico de los neoliberales y con el integrismo de los neoconservadores– que venía sosteniendo la nacionalidad estadounidense. La descarnada práctica del realismo imperial realizada por la Administración Bush ha sumido a la sociedad americana en la sensación de naufragio en la que hoy se encuentra. Para los norteamericanos es vital sentirse partícipes de su propia historia. Y Bush, culminando un proceso de adelgazamiento espiritual, ha privado de esa sensación a sus ciudadanos.

Y en esto, irrumpe el fenómeno Obama, que interpela directamente al corazón de los norteamericanos. En sus discursos, es fundamental el idealismo moral que dio lugar al nacimiento y crecimiento de la nación. Cualquier propuesta de Obama queda mediatizada por un aliento ético que recoge la herencia de los padres fundadores, de los abolicionistas o de los luchadores por los derechos civiles. Estas referencias son expresas. Y así, Obama rearma el espinazo ético sobre el que se ha venido construyendo la nación y lo sitúa en el centro de la vida política y social y del debate electoral. Si las administraciones de los últimos treinta años han procurado –en palabras de Philip Roth– que el pensamiento imaginativo no accediera a la conciencia, para causar el menos transtorno, de pronto Barack Obama irrumpe y electriza a las masas –al estilo de Roosevelt o Kennedy o Martin Luther King– con el argumentario de los grandes discursos de la historia de los EE.UU., restaurado por el ya imprescindible discurso de Iowa del pasado 4 de enero.

Habla Obama de un sueño, de una posibilidad de mejorar. Y habla de unidad, algo imprescindible para un país dividido por el sectarismo de los neocons. Habla de esperanza pero –y es importantísimo este matiz, que contrasta con el discurso de los socialistas españoles– no la confunde con “el optimismo ciego”. La suya es una esperanza que llama a trabajar por el país, tocando una de las fibras más sensibles de los norteamericanos. Obama restaura a la sociedad americana en su condición de artífice de su propio destino: por eso cada vez resulta más imparable, por eso cada vez encanta a sectores más amplios, rompiendo en cada elección o “caucus” barreras de espacios sociales que le parecían vetados.

Su lema mágico (“Sí, podemos”, “Sí, se puede”: “Yes, we can”) ha provocado en la sociedad estadounidense una resurrección de sus mejores impulsos. Propone un nuevo espíritu de aventura, una ruptura de las fronteras espirituales: el sueño americano está hecho a la medida de los aventureros.

Y no podemos olvidar el tema de la juventud. Tanto McCain como Hillary Clinton suponen un cambio de caras, pero Obama implica algo más profundo: un cambio de generaciones. Es la generación nueva –en la que se ve normal, y esperanzador, que pueda ser Presidente un negro cuya familia paterna sigue viviendo en la miseria en Kenia– la que está llamando a la puerta por medio del discurso de Obama. En él se cierra un ciclo no sólo de la política norteamericana sino tal vez un ciclo histórico.

En la obra de R. D. Kaplan se describen los graves problemas de la sociedad americana, los serios riesgos de fractura social que se aprecian en la misma. Barack Obama se ofrece como el talismán mágico para superar ese pesimismo y restañar las heridas. Y la acogida de su discurso con creciente interés en amplias zonas del planeta, puede hacer de él un Presidente capaz de restablecer los lazos éticos de los Estados Unidos con el resto del mundo. Porque Obama, con su discurso de la esperanza, rompe los tabiques levantados para aislar y alejar a los EE.UU. No significa esto –no puede significarlo– que Obama renuncie al liderazgo mundial de su país: significa, sencillamente, que el candidato demócrata está dispuesto a articular un proyecto netamente estadounidense pero abierto al resto del mundo. Obama aspira a ceñir la corona del imperio, pero quiere convertirse en un líder moral, en un referente espiritual, para el espacio democrático. Desde que Carlos V acariciara una idea similar allá por el siglo XVI, es difícil encontrar un líder que cuente con las posibilidades de Obama de hacerse con un liderazgo global. Le ayudan su juventud, su presencia constante en Internet y el espacio que comienza a ganarse en el corazón de muchos ciudadanos del mundo. Parece llamado a hacer grandes cosas en un mundo en el que quedan pocas esperanzas.

(Publicado en Diario IDEAL el día 16 de febrero de 2008)

viernes, 15 de febrero de 2008

SAN CONSUMO BENDITO

Hoy toca lo del estar enamorados. Así lo han decretado los poetas del siglo XXI, que son los dueños del dinero y los negocios: no cabe más lírica en este tiempo que la del vil metal. Ya nos advirtió Quevedo que el oro –o sea: el euro– es amante y amado. Y de aquellos versos hemos venido a parar a esta estúpida celebración de San Valentín, donde importan más los beneficios de cortesingleses y restaurantes que los del corazón. Aunque San Valentín sólo será una fiesta redonda el día que los políticos prometan una beca para que todos y todas podamos costear los gastos de la cena, baile y colonias del 14 de febrero.

Mientras llega la promesa, ya tenemos los escaparates llenos de cenas amorosas, viajes a París, colonias rojas, calzoncillos rojos y bragas rojas, velas rojas, todo rojo, que parece ser el color del amor. También, claro, andan en rojo los números de las economías del españolito que vino al mundo y no guardó Dios, pero esas cuentas no interesan ahora. Que ahora tocan San Valentín y la fiesta electoral, que son dos celebraciones absolutamente aptas para derrochar el poco sentido común que pudiera quedar en nuestra sociedad. Y para mezclar amor y política, no estaría mal que alguien reservara una suite para que, a media noche, Gallardón y Aguirre encargaran un buen champán francés y cena con velita para dos, que está feo que ande todo el país en la acaramelada idiotez del día y ellos ni se miren. Ya que no comparten lista y no podrán compartir el puesto de Rajoy, que al menos compartan hoy el empalagamiento general. Algo es algo.

Juan de Mañara, Lord Byron o Bécquer sintieron el amor como una quemazón y una aventura, como un mapamundi para las potencias de la vida. Todo aquello fue posible en los tiempos épicos de la historia y del amor, que son los tiempos del cólera o los de Calisto y Melibea. Pero vivimos en una permanente edad del pavo y el festejo del amor expresa especialmente este infantilismo del siglo. Ya dijo Lope de Vega –el cura poeta y amante– que del amor nacen “la tristeza, el gozo, la alegría y la desesperación.” Ahora ni la alegría ni el gozo queremos para el amor –de tristezas y desesperaciones ni hablamos–, porque esas felicidades conjugan compromisos y soledades y silencios, que son tres cosas que nos horrorizan. Lejos de nosotros todo lo que convoque el cuerpo y el alma enteros: queremos un amor a flor de piel, de bobaliconas sonrisas y estúpidos regalos, un amor fácil y simple. Un amor que puede limpiarse con una simple ducha, sin dejar llaga ni herida, sin brasas que puedan avivarse, sin rescoldos que no apaga el tiempo. Frente al amor superficial y de supermercado, queda el amor que no necesita colonias u orquestas, porque el amante –cuando nada tiene– ofrece una esquina de su boca, que dijo Ángel González. Está el amor en esa humilde entrega de lo poco que somos, en abandonarnos en la creencia de la otra persona. “Creo en ti. Eres. Me basta.”

(Publicado en Diario IDEAL el 14 de febrero de 2008)

martes, 12 de febrero de 2008

LOS MONSEÑORES



Por si quedaba alguna duda los obispos se han remangado las sotanas y han entrado en el coliseo electoral, a ver si logran que no llegue al río de la derrota la sangre de Rajoy. Ya advirtió hace poco Martín Patino que la Iglesia se ha hecho más de derechas. Esto no es descubrir la pólvora, pero está bien que lo señale alguien desde dentro de la Iglesia y con la autoridad moral de este jesuita ejemplar.

Hace falta ser tan sectario como ellos para negarles a los obispos su legítimo derecho a apoyar políticamente a quién les venga en gana. La Conferencia Episcopal –como el resto de poderes fácticos: bancos, eléctricas, constructoras– puede decirles a sus fieles o interesados qué tienen que votar. Hasta aquí, todo perfecto. Lo que no pueden hacer los obispos –¿cómo han entrado en esto personas tan decentes como monseñor Amigo?– es cometer la infamia que han cometido diciéndole a sus fieles que no voten a quien, en clara referencia al PSOE, negocia con terroristas o niega la unidad de España. Independientemente de que nos repugnen los asesinos –que nos repugnan– y de que defendamos la unidad de España –que la defendemos– los obispos, precisamente, deberían ser más prudentes en estos temas.

Porque habrá que recordarles que ETA nació en los seminarios vascos, allá por los años 60, como consecuencia de la mezcolanza racista y beata del católico Sabino Arana. Y que monseñor Uriarte fue uno de los intermediarios en la negociación entre Gobierno y “Movimiento Vasco de Liberación Nacional” –Aznar dixit– allá por la tregua de 1998. O tal vez deberían preguntarse todos los que han firmado esa carta pastoral –o lo qué sea– cuántas veces han concelebrado misa con Setién, el obispo que comprende a los terroristas y justifica sus crímenes por ser parte de un proceso político más complejo. El mismo obispo, por cierto, que antes de dar misa en el Buen Pastor de San Sebastián ni saludaba ni bendecía a los familiares del secuestrado José María Aldaya –cuando se manifestaban en enero de 1996– porque la Iglesia tenía que ser neutral en el “conflicto vasco”. ¡Como si cupiese la equidistancia entre los asesinos y sus víctimas! A lo mejor por todo eso es por lo que ETA –asesina de concejales, militares, policías, guardias civiles, niños, mujeres embarazadas, jóvenes, periodistas, trabajadores, empresarios…– nunca ha asesinado a un purpurado. Y por lo que respecta a la unidad española, mejor no recordarles que muchos de ellos han pedido conferencias episcopales propias para los Países Catalanes y para la Gran Euskalherría. Y lo dejamos aquí.

Claro que los obispos pueden pedir el voto para Zaplana y Aguirre. Pero no pueden hacerlo como lo han hecho esta vez, tan sin misericordia, tan difamando. En temas tan peliagudos como el de ETA, los monseñores siempre han nadado mientras guardaban la ropa, encendiendo una vela a Dios y otra al Diablo. Esta vez, para lanzarse al charco, se han quedado desnudos: pudieran resfriarse el 9 de marzo.

(Publicado en Diario Ideal el 7 de febrero de 2008)

jueves, 7 de febrero de 2008

LAS MÁSCARAS DE LA VIDA



El Carnaval es una fiesta que –como casi todas las fiestas– ha perdido su sentido: desaparecida la Cuaresma, el Carnaval es ya una fiesta más, torpe y errática. Fue antaño una explosión de vida justo antes de la dureza del ayuno, de la penitencia. El Carnaval era, claro, una trampa necesaria para hacer soportables los rigores que se avecinaban, una válvula de escape en que atiborrarse de sexo, comida y bebida justo antes de que todo eso quedara como en suspenso. Para saber qué fue el antiguo Carnaval tenemos que saber qué fue la antigua Cuaresma: el Lunes de Aguas de Salamanca es un buen ejemplo.

Unas ordenanzas de Felipe II obligaron al Concejo de Salamanca a que las putas de la Casa de la Mancebía fuesen trasladadas –el Miércoles de Ceniza– al otro lado del Tormes. Y ello para evitar a los salmantinos la tentación de la carne, tan irresistible. Así las cosas, el Martes de Carnaval debía ser Salamanca un hervidero de pecados –urgentes, presurosos y repetidos– entre ríos de vino, bailes y disfraces. A la mañana siguiente, las busconas eran embarcadas y puestas –allende el Tormes– bajo la custodia del Padre Putas, que sería sin duda el más envidiado salmantino durante las cenicientas noches de obligada abstinencia. Y así, pasaban lentas la Cuaresma y la Semana Santa hasta que el Lunes de Pascua, el Padre Putas conducía a las mancebas de vuelta a la ciudad, donde eran recibidas por una multitud de hombres enardecidos (estudiantes, soldados, frailes, menesterosos, nobles: unidos todos en la alegría de la resurrección de la carne), que las esperaban en barcas engalanadas, con botas de vino y con el hornazo, fortísimo manjar que daba fuerzas para poder recuperar de un atracón los placeres perdidos.

Pues bien: el Carnaval era exactamente el derramar sin miedo todo lo que la Cuaresma iba a llevarse hasta el Lunes de Pascua. Era un recordar que la vida es como la Cuaresma –dura y con privaciones– y que por ello merece la pena, si quiera por unos días, aprovechar las oportunidades de vivir tocando a rebato las campanas del alma, sin miedo, sin escatimar generosidades: uno no sabía el Martes de Carnaval si vería la luz y la carne del Lunes de Pascua. Ahora esto no tiene sentido, pues vivimos en una permanente orgía de placeres y la sociedad postmoderna ha encontrado en el consumo y el derroche su razón última de ser: como nunca hay privación carece de sentido una celebración específica de lo desbordado, que eso es el Carnaval. Habiendo desterrado la Cuaresma porque ni queremos encontrarnos con nosotros mismos ni queremos privarnos nunca de nada, tampoco tiene sentido la celebración de una fiesta que servía para derramarse extensamente. La muestra más clara de la falta de sentido del Carnaval es que su celebración continúa incluso más allá del Miércoles de Ceniza.

Sobrevive –sin embargo– este Carnaval vaciado de sentido. Y en pueblos como Torreperogil sigue siendo una cita ineludible de máscaras, murgas y vino compartido en torno las sartenes de arroz caldoso. Hasta donde llegan mis conocimientos, el Carnaval de Torreperogil es el único verdaderamente popular de la provincia: no hay allí impostura ni importación.

Estudiando yo Antropología Política el profesor González Alcantud nos contaba como recién estrenada la autonomía andaluza, el gobierno de Sevilla financió programas específicos para –perdón por la paradoja– inventar tradiciones que constituyeran la columna vertebral de la nacionalidad andaluza. Así, desde Santiago de la Espada hasta Ayamonte surgieron, cual setas, tradicionales procesiones de Semana Santa, tradicionales romerías y tradicionales carnavales. Muchas de las fiestas carnavaleras que estos días se han celebrado en Jaén son el resultado de esta política inventora de tradiciones. El de Torreperogil, sin embargo, surge espontáneo, casi sin preparación previa, como por ensalmo: forma parte natural del ser de la villa el disfrazarse el Martes del Carnaval y bajar al “Prao” –simplemente– pasear entre las máscaras o a bailar o a comer arroz.

Luego, en nuestra intimidad el Carnaval sirve también, ay, para recordarnos que la vida es un juego de máscaras que nos ponemos para salir a las plazas del mundo evitando encontrarnos con el rostro de nuestro yo. A los que nuestro sentido del ridículo nos impide disfrazarnos, el Carnaval nos marca una línea de reflexión sobre lo que somos o lo que queremos ser, sobre la necesidad que a veces tenemos de aparentar ser otros o sobre el sueño de ser aquello que se nos fue quedando en las cunetas de la vida. Para mí, el Carnaval es un traer a los prados de mi memoria los yos que se me perdieron en los años que he vivido: cada uno tiene un rostro y una esperanza distinta que en nada se parecen a esta desilusión con que me ha disfrazado el instante presente.

(Publicado en Diario Ideal el día 6 de febrero de 2008, Miércoles de Ceniza)

P.D. La foto está robada de lo de Troche y Moche. Seguro que no se enfandan.

domingo, 3 de febrero de 2008

ANTE LA VENUS DE VELÁZQUEZ



Está la Venus con su cuerpo puesto de manifiesto, de espaldas a nosotros, como desperezando la carne después del placer. Manifiesta y fugaz como un recuerdo, como pintada con la emergencia del amante: como si Velázquez se hubiera levantado de la cama –desnudo y urgente– para pintar el cuerpo blanco de su amante, la piel desmadejada un instante antes y ahora recompuesta en una suprema dignidad erótica. Nunca se ha realizado un desnudo más sugerente en la historia del arte, ni más sublime, porque nunca hemos tenido esa sensación de que el pintor amante siga estando al lado nuestro, terminando de retocar el cuerpo que coronó hace apenas una eternidad. Ni nunca antes hemos tenido la impresión de que la mujer desnuda mira en el espejo no para verse a sí, sino para ver al pintor que la inmortaliza, situado por detrás de nosotros, que no somos más que incómodos mirones que se han colado en un espacio cósmico e inabarcable, que es el que conforman la amante desnuda y visible y el pintor amante e invisible. En los cuadros de Velázquez lo más importante es lo que no está pintado, como en este caso, en el que sobramos nosotros porque él sigue estando ahí –en lo no pintado–, presente, admirando para siempre el cuerpo recién amado.

Sí, la Venus de Velázquez parece pintada en el sosiego del placer cumplido, en el gesto cotidiano y normal de dos personas que vuelven a su soledad tras haberse amado, en esa separación y con la dulzura de lo recién entregado. Por eso Velázquez nunca acabará de irse de delante de ese cuadro suyo, desde el que Venus lo mira –anónima y desfigurada, de curvas rotundas y elegantes– en una plenitud de lo femenino. Por eso Cupido –sosteniendo el espejo– descubre al pintor en la distancia corta e infinita del deseo y se ruboriza, y agacha la cabeza no para que no lo veamos nosotros sino para que Velázquez no descubra su vergüenza por haber irrumpido en la intimidad de los amantes. Cupido es la imagen misma de nosotros, porque somos lo que sobramos en el cuadro, que es un espacio mágico que construye Velázquez para unirse eternamente a la madre de su hijo Antonio.

Muchos misterios y evocaciones concurren en este cuadro.

Por ejemplo, cabe preguntarse las emociones que sintió Velázquez en su segundo viaje a Italia. Porque el pintor sevillano –como destacó Ortega–vive una vida en la que pasan muy pocas cosas: nace y se forma en Sevilla, viaja a Madrid y lo nombran pintor del rey y poco más a partir de 1623, un par de viajes a Italia y unos cuantos cargos palaciegos. Hombre de vida monótona, fiel a su mujer desde la adolescencia, hombre de sabiduría serena, taciturno, bueno con casi toda seguridad. Y llega a Roma y se prenda de esta mujer espléndida y con ella comparte esta lujuria eternizada entre telas oscuras y rojas y en brillos de emoción.

Sin duda, la sensualidad, la carnalidad del cuadro, su erotismo elegante pero sin concesiones, su lujuria envidiada, viene de ese terremoto emocional que el pintor debió sufrir en Italia: la melancolía italiana que tenía desde su primer viaje –allá por 1628, en su primera madurez– tuvo que acentuarse ahora, en este viaje iniciado en 1648, pues ha asistido entretanto el pintor al derrumbe militar de su patria y, desanimado, descubre una pasión y una belleza excepcionales que lo revitalizan. Si Madrid era la costumbre asentada entre los sombríos corredores del Alcázar desde el que se dirige una España en retirada, Roma será la luz, esta amante, el descubrimiento de otra vida. Y eso acentuará la melancolía de sus últimos años, de sus últimos cuadros. Velázquez, que siempre pinta melancólico, a partir de este momento –¿no es esta Venus el punto central de su radicalización melancólica, el punto de inflexión de la reflexión sobre el arte que supone toda la producción velazqueña?– acentuará la capacidad evocadora de su pintura, como si los pinceles tremolasen sobre el lienzo: con el recuerdo del sudor derramado en esta cama sobre el cuerpo de la diosa enjaulada en un cuerpo incontestable de mujer.

Después de la Venus, Velázquez, que siempre ha sabido que el hombre es un derrotado y un exiliado, asume esta convicción como una creencia, como artículo de fe. Y sus últimos cuadros destilan ya un desesperante abandono de nostalgias: son los Austrias derrotados, son “Las Hilanderas” y su soberbia interpretación del arte y de la vida desmadejada, es “Las Meninas” y su reivindicación definitiva de la dignidad del artista, que nos mira como diciéndonos “Vale, la vida era esto”. El arte último de Velázquez es un resumen de todo lo anterior y una superación: es a partir de la Venus que el genio llega a las últimas consecuencias y corona una cátedra artística que nadie, todavía, ha podido superar. Porque aquellos pinceles no habían olvidado la carne palpitante de la Venus que pintaron en Roma.

(Publicado en Diario Ideal, ediciones de Jaén y Almería, el 1 de febrero de 2008)

viernes, 1 de febrero de 2008

UN PAÍS DE RISA

SI queda algún español serio y digno que al leer el artículo 1º de la Constitución –ese que habla del Estado social y democrático de Derecho– pueda contener la carcajada que levante la mano Nada, ni una mano levantada, porque día sí y día también tenemos argumentos para troncharnos de risa con las cosas de este país. No vamos a hablar hoy del atraco masivo perpetrado por el Decreto Clos, que acaba de un plumazo con la tarifa nocturna eléctrica para mayor abundamiento de las cuentas de las eléctricas: ya volveremos largo, tendido y cabreado a este asunto vergonzoso. Hoy toca el caso de Enaitz Iriondo, un chaval que murió el 26 de agosto de 2004 tras ser atropellado por Tomás Delgado, que circulaba en su coche de lujo a 170 kilómetros por hora –kilómetro arriba kilómetro abajo– y, según parece, iba algo colado de alcohol –copa arriba copa abajo. Pues bien, tras un cúmulo de despropósitos, Tomás Delgado se fue de rositas y su compañía de seguros le pagó a los padres del chaval 33.000 euros.

Esto no nos extraña, porque sabemos que para políticos y jueces españoles la vida es algo de poco valor: por ejemplo, se puede violar y matar a un niño y estar en la calle en doce o trece años, que a ese precio vende una vida humana este “Estado de Derecho”. Tampoco es que nos haya extrañado mucho que el tal Tomás haya denunciado a los padres del joven muerto para que le paguen los 20.000 euros que costó arreglar su lujoso coche y alquilar otro mientras estaba aquél en el taller. Ya advirtió este tipo –por lo visto en televisión suponemos que no debe andar corto en chulería y sí sobrado en falta de escrúpulos– que él, necesitar el dinero no lo necesita, pero que tampoco tenía porqué perderlo. Claro, si una vida se compra con poco más de cinco millones o con dos quinquenios de cárcel, ¿por qué narices va uno a renunciar a un puñado de euros si su precio es sólo aumentar el dolor de unos padres deshechos? Supongo yo que en cualquier país respetable una persona como ésta habría sido detenida nada más firmar su denigrante denuncia. Aquí –en otro alarde de seriedad por parte de la “justicia”– hemos tenido que esperar a que los padres comenzarán una dolorosa romería de denuncias públicas para que el fiscal decida reabrir el caso contra Tomás Delgado y para que éste renunciara, ayer mismo, al dinero que reclamaba a los padres de Enaitz.

Si estas cosas –que cada día padecen miles de españoles indefensos ante los legisladores y los tribunales– no tuvieran detrás tantas lágrimas embalsadas, producirían general regocijo. Por desgracia, sólo nos cabe sentarnos a la orilla de esta democracia anémica y suspirar o llorar: no estamos homologados con Dinamarca o Gran Bretaña, sino con Venezuela o Rumanía. Lo que nos diferencia de éstas es que aquí jugamos en la división de honor de las repúblicas bananeras. ¿Cuánto tiene Chávez que aprender de nuestras leyes penales y de nuestros decretos eléctricos!

(Publicado en Diario IDEAL el 31 de enero de 2008)