lunes, 28 de enero de 2008

LA VENUS DE VELÁZQUEZ



La pintura como evocación, como serenidad, como insinuación para el alma está aquí, toda, plena, sin mentiras ni facilidades. Desnuda como esta Venus de cuerpo espectacular, de curvas en las que desear dormirse, con la inmediatez de la carne y con su cercanía. Sin duda, el mejor desnudo de la historia del arte. Y una vez más le debemos una cumbre artística a Velázquez, que no deja de sorprendernos por más que lo hayamos visto. Hemos estado este fin de semana María Luisa y yo en el Prado: siempre hay que volver, pero ahora merece la penar aunque sea tan sólo para que alma se empape en este cuerpo recién acabado. Porque estaban allí la Venus y María Luisa, esta ha sido una de mis visitas más memorables al Prado.

viernes, 25 de enero de 2008

ES UN SOPLO LA VIDA



Andábamos en la economía que se hunde y nos arrastra, mientras los que mandan preparan el equipaje para que no los pille el naufragio y nos dicen que tranquilos, que aquí no pasa nada. Andábamos en Gallardón y su “ahora me voy, ahora me quedo”, que es una manera tan estúpida como cualquier otra de dilapidar la dignidad política. Andábamos en los desnudos de Carla Bruni, tan francesa. Y en el comienzo del maná electoral y en el Dios nos pille confesados desde aquí hasta que escampen las promesas y tonterías de los políticos, que andan sueltos y sin dueño. Andábamos en las cosas más o menos normales en un país –pelín menos normal– de un mundo que no tiene nada de normal. Andábamos en eso cuando Andrés detuvo el tiempo y tuvo coraje para enfrentarse al hombre que estaba acuchillando a su madre.

Andrés era un niño de Alcalá de Henares, tenía once años, un cuaderno de ilusiones, un trimestre recién estrenado y fue asfixiado por el asesino de su madre. Primero la mató a ella; luego a su hijo, que, desesperado –estaba la madre en un charco de sangre– había intentado golpear a un criminal que sin escrúpulos terminó también con su vida. Dos cadáveres en uno de esos pisos modernos de setenta metros son demasiada muerte para tan poco espacio, porque la muerte necesita tiempo, años: y –muriendo tan jóvenes– Yolanda y Andrés han llenado mucho y pronto las habitaciones de la vida, esa derrota.

El retórico lenguaje de antaño habría dicho que Andrés murió como un héroe. Pero nuestro tiempo ya no alberga ni héroes ni esperanzas, aunque este niño sea ejemplo de valiente tanto en el tiempo que se fue como en esta edad estúpida que se eterniza. Más valiente, sin duda, que los políticos, las feministas y los juristas que no se atreven a atajar de una vez esta sangría de muertes provocadas por un exceso de orgullo masculino. Claro, le ponen a la ley la coletilla esa de “violencia de género” –ni Dios sabe qué significan esos palabros– en lugar de hablar claramente de terrorismo machista, y el problema se diluye. Cuando un hombre mata a una mujer –o a su hijo– hay detrás una ideología que sustenta el crimen: la ideología de la costilla, que otorga al macho poderes divinos sobre el cuerpo y el alma y el sufrimiento de la mujer. Andrés ya le ha puesto nombre a este crimen, sin eufemismos, sin lenguajes políticamente correctos. Lo triste es que su sacrificio habrá sido en vano y su asesino estará en la calle en diez o doce años.

Hubo un día en que comencé a estudiar Derecho, pero lo abandoné cuando llegué el Derecho Penal y descubrí que está hecho más para proteger a los criminales que a los asesinados, a los violadores que a las violadas, a los maltratadores que a las maltratadas. Es un soplo la vida y dura sólo once años: nos lo ha dicho ese niño llamado Andrés. Es injusta la justicia y son estúpidos los correctos legisladores: nos lo dirá el juicio del asesino de Andrés.

(Publicado en Diario IDEAL el 24 de enero de 2008)

miércoles, 23 de enero de 2008

BITÁCORA ELECTORAL

Bueno, como los políticos se han conjurado para torturarnos durante las próximas semanas en eso que han dado en llamar “la precampaña” (¿no tienen bastante con los quince días que marca la ley?), vamos a ir recopilando en este Cuaderno unas cuantas reflexiones sobre la cosa de los dirigentes políticos. Empezamos por una interesantísima reflexión del Nobel Coetzee, recogida del blog de Alejandro Gándara y que entra directamente en uno de los asuntos vitales de la democracia contemporánea: el sistema de sufragio universal no garantiza, porque no puede hacerlo, que los elegidos sean los mejores. Con ver a Bush como presidente del imperio nos basta para comprobar que un incapaz es un incapaz tenga un voto o cincuenta millones.

Sin duda el tema de la valía moral y política de los dirigentes es un tema complejo. Y el hecho de que la elección democrática no sea sinónimo de elección de los mejores, remite a un tema infinitamente más delicado. El desprestigio de la política hace que sólo se acerquen a las listas “los peores”, en un peligroso círculo vicioso: como nadie se atreve a decir que el emperador está desnudo, pues la cúpula de los partidos la copan los peores, que hacen todo lo posible por ahuyentar a los mejores de las proximidades del poder que detentan, para que no se tambalee su trono. Y así, la política se recuece hoy en día en una situación a la que difícilmente puede ponerse fin, porque pensar en la revalorización de la política es sencillamente una quimera.

Seguiremos pensando sobre esto; ahora, Coetzee.

“De la misma manera que en la época de los reyes habría sido ingenuo pensar que el primogénito varón del rey sería el más capacitado para gobernar, así en nuestro tiempo es ingenuo pensar que el dirigente democráticamente elegido será el más adecuado. El gobierno de sucesión no es una fórmula para identificar al mejor gobernante, es una fórmula para conferir legitimidad a uno u otro y prevenir así el conflicto civil. El electorado, el 'demos', cree que su tarea consiste en elegir al mejor hombre, pero lo cierto es que se trata de una tarea mucho más sencilla: la de ungir a un hombre (“vox populi dei”), no importa a quién.

Contar votos puede parecer un medio para averiguar cuál es la verdadera (es decir, la más ruidosa) “vox populi”; pero el poder de la fórmula de contar votos, como el poder de la fórmula de primogénito varón, radica en el hecho de que es objetiva, sin ambigüedad, y está fuera del campo de la decisión política. Lanzar una moneda al aire sería igualmente objetivo, igualmente carente de ambigüedad, igualmente indiscutible y, en consecuencia, igualmente podría afirmarse (como se ha afirmado) que es “vox dei”.

Nosotros no elegimos a nuestros dirigentes lanzando una moneda al aire, pero ¿quién se atrevería a afirmar que el mundo estaría en peor estado de lo que está si sus dirigentes hubieran sido elegidos desde el comienzo por el método de la moneda (...)

¿Cuadra lo que digo de la democracia con los hechos acerca de la democrática Australia, el democrático Estados Unidos, etc.? El lector debería tener presente que por cada Australia democrática hay dos Bielorrusias o Chads o Fijis o Colombias que igualmente suscriben la fórmula del recuento de papeletas de voto.”

viernes, 18 de enero de 2008

LA FIESTA DE JESÚS



Desde antiguo se ha celebrado en Úbeda la Fiesta del Nombre de Jesús. Ya el 27 de diciembre de 1578 se reúnen los hermanos del Dulce Nombre y acuerdan celebrar la Fiesta según costumbre: llevó el Prioste una carga de arrayán y se procesionó al Niño solemnemente. Ahora, no se perfuman las calles, no se saca en procesión al Niño Jesús: pero la cofradía nazarena sigue celebrando su Fiesta el II Domingo después de Reyes. El domingo, pues, Úbeda tiene una cita con su yo más antiguo y preciado. Por eso, desde temprano, las calles serán un río de gente apresurada: irán las abuelitas con recuerdos de otros eneros, los niños y los jóvenes con su primavera en la sangre pese al invierno, los adultos con la melancolía que ponen en el corazón las lágrimas violetas de sus abuelos. Jesús Nazareno convoca una la tradición límpida, sin aditamentos ni posturas exageradas: es la costumbre serena y emocionada –como el río morado del amanecer de Viernes Santo–, sencilla como el alma que llora.

La Fiesta de Jesús es también necesaria para pensar a Dios, que no está de moda. No es que no estén de moda los curas o las misas o reflexionar sobre lo religioso, que también: es Dios el que ha sido desterrado de la actualidad de nuestro pensamiento. Y sin embargo, el hombre tiene que acercarse a la realidad de Dios: como una necesidad, como un problema... como una agonía. Sea cómo sea, el horizonte de lo divino es ineludible y quien pretenda vivir sin plantearse su relación con Dios –para aceptarlo o negarlo, para buscarlo entre la niebla– está viviendo en una ceguera. En última instancia Dios es un telón de fondo si no para nuestra vida sí para nuestra muerte: la indiferencia absoluta con que hoy se vive con respecto a Dios –con respecto al problema de Dios– no es síntoma de madurez de nuestra sociedad, sino manifestación de abandono. Nos hemos instalado en la comodidad estúpida de pensar que podemos pasar sin Dios: como si el camino de la existencia no acabara en el precipicio de la muerte, esa oscuridad en la que tendremos que buscar los ojos de lo divino, para verlos encendidos o para encontrarlos apagados si Dios no es. Vivir la vida en todas sus potencias es reflexionar cotidianamente sobre el tiempo que pasa, sobre la muerte que acecha y espera: y no caben atajos.

El domingo, las tradiciones de la cofradía de Jesús Nazareno nos ofrecerán no atajos sino remansos para el alma cansada... ¿Cuántas generaciones de ubetenses han dejado sus angustias y sus alegrías y sus tristezas delante de Jesús? ¿Cuántas almas se han consolado cuando el “Miserere” de don Victoriano eleva sus notas temblorosas?... La tradición no da respuesta a los vacíos de nuestra existencia, pero amarra una seguridad en el corazón. Porque en ella se atan las emociones de las generaciones que pasan, esa certeza de que nos darán tierra abrazados con la túnica morada de los Viernes Santos de nuestra vida, de que habrá otros eneros y otros ubetenses para celebrar la Fiesta de Jesús.

(Publicado en Diario IDEAL el 17 de enero de 2008)

jueves, 17 de enero de 2008

POÉTICA DE LA SERENIDAD



-VIAJE LÍRICO POR BAEZA, ÚBEDA Y LA CATEDRAL DE JAÉN-

¡Reposo dulce, alegre, reposado! Hay lugares para remansar el espíritu. Así, la catedral de Jaén. Así Úbeda. Así Baeza.

Perdidos tras una masa de olivos, se alzan los campanarios que a la tarde –el sol envejece sobre horizontes azules– se pueblan de pájaros. Campanarios y tejados que relucen en una búsqueda de la serenidad y la quietud, como un poema de fray Luis de León. Tal vez sean estos versos sosegados –plenitud del equilibrio lírico– los que mejor cuadran al sentido profundo que elevan Baeza, Jaén y Úbeda sobre las infinitas líneas de los olivares. Los versos y las torres, las horas y los gestos, hacen posible un viaje por entre la serenidad que destilan las piedras de estas ciudades alejadas de la playa pero no del sol: sólo que el suyo es un sol para el corazón, no para los bronceados. Por eso, recalar en estos puertos sosegados es viajar hacia dentro de nosotros: había algo nuestro que estaba no sabíamos dónde y que encontramos en las calles y en las plazas de Úbeda y Baeza, en las naves de la Catedral de Jaén.

Un no rompido sueño. Úbeda y Baeza marcan una impronta en el paisaje. (También las torres de la catedral marcan, en Jaén, una personalidad, una forma de ser del horizonte.) De hecho, determinan una manera de ver la realidad, de acercarse al tiempo y al siglo –a cada siglo sucedido desde que se alzaron sus piedras primeras–. Desde 1200 –más o menos– en cada palacio, en cada plazoleta, cada iglesia, cincuenta generaciones han dejado su corazón latente, que es su sello de sueños y esperanzas, pero también de miedos y fracasos. Y esa construcción colectiva de unos espacios únicos, personalísimos, determina qué paisaje, qué realidad, qué tono vital marcan la manera de ser de Baeza y Ubeda.

Todo ello manifiesta la posibilidad de tocar la historia con la mano. Estará el visitante acostumbrado a que le propongan esto en muchas guías de viajes: aquí sin embargo no vamos a mentirle: aunque la historia lo asaltará en cada recodo que tuerza, en los palacios abandonados y en las iglesias en penumbra, el moderno urbanismo ha hincado sus dientes en algunos de los lugares más bellos de estas dos ciudades. Esto, sin embargo, no supone que Úbeda y Baeza hayan perdido su esplendor: pueden habérselo mutilado, pero la belleza de los siglos idos resulta más hermosa cuando se la compara con el mal gusto del presente.

Más allá de los atentados –recentísimos algunos– cometidos contra iglesias o palacios o plazas, hay algo que supera lo meramente accidental, lo puramente visible: lo que eterniza el sueño colectivo de las dos ciudades es su vocación de transferirse hacia el futuro, de permanecer, de elevar el pasado a categoría viviente a través de silencios, recogimientos y soledades. Y así, ensayan Úbeda y Baeza una serenidad poética o –más exactamente– una poética de la serenidad a través del silencio y la soledad, de lo recogido, que es lo recatado. Ensayan, por lo tanto, las dos ciudades, una poética de la serenidad, capaz de soportar agresiones –violentas agresiones de arquitectos novísimos y políticos visionarios– por ser vocacionalmente conservadora: no importa que se desgarre el encanto del pasado en algunos lugares, pues quedan en el fondo el cántico de las campanas, el palacio deshabitado, la lírica del tiempo abandonado.

Es esa mirada a la eternidad –que supera lo contingente– lo que mantiene vivo el sueño que baezanos y ubetenses de todos los siglos han ido construyendo día a día, afán a afán: permanecer, estar, dejar testimonio de ciudades que soñaron con serlo todo y elevaron un mar de palacios, de iglesias y conventos, un bosque de torres y espadañas.

El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada. Según las horas del día, podrá el visitante apreciar las distintas cualidades de Úbeda y Baeza. En la plenitud de la mañana –cuando aún es posible oír la armónica de los afiladores–las piedras parecen talladas a plomo: radiantes, orgullosas de enseñar sus escudos para decir el viejo poder de nobles o de clérigos. La mañana y sus claridades –reflejo de las prisas y los negocios– son lo que dan el tono de ciudad a estos dos enclaves.

Sin embargo, a la tarde se estrenará una luz diferente, hecha para recoger el alma, para evitar que siga siendo avasallada por escudos y tenantes. En el paseo del atardecer se descubre como una lentitud y se aprecia la conversión en pueblos de Úbeda y Baeza, con sus sosiegos y sus guiños al tiempo ido. La mañana es una avenida de la historia, hecha para los palacios y las torres. La tarde es como un callejón junto a San Pablo, en Úbeda, bañado de luz violeta. La tarde es asomarse al campo de Baeza –ese que Machado llevó en sus sueños más hondos– para descubrir el valle inmenso y hermosísimo que se abre desde la ciudad y hasta la lejana sierra, entre las campanas de la catedral elevadas sobre los vencejos y el sopor que sube desde la tierra labrada.

En sueño y en olvido sepultado. Úbeda y Baeza –cuajadas de edificios magníficos– también guardan restos de los siglos humillados por el hombre. Así, las ruinas de San Francisco en Baeza, capaces aún de declinar nostalgias. En el fondo, las ruinas levantan en nosotros un afán constructor porque estimulan nuestra imaginación y nos invitan a reponer lo que derribó la mano de otros hombres: allá una columna, acá un retablo, bajo el cielo una cúpula dorada, bajo la cúpula una lámpara de plata. Y así, vamos rellenando los huecos de la piedra agrietada por el musgo hasta completar lo que fuera la espléndida capilla de San Francisco.

Con las casas judías de Úbeda ocurre lo mismo. Duermen en la indigencia, alejadas de todo tránsito, al fondo de una plazoleta con palmeras que un día presidió la iglesia de Santo Tomás –hoy paredes arruinadas, cimientos arrasados–. Son casas pobres, de cal y adobe, con estrellas de David en los dinteles y cerraduras que se cerraron en 1492. Sentados en la Gradeta de Santo Tomás, siente el espíritu otra oportunidad para construir y levantar nostalgias, para imaginar la sinagoga y pensar en los últimos judíos que subieron estas escaleras, cargados de candelabros y rollos bíblicos, llevando las bisagras de sus puertas y las llaves que las cerraban, marchando al exilio.

Templo de claridad y hermosura. No todo es umbroso en el corazón de Jaén, ni todo tiene temblores románticos. Ahí están los tres grandes templos de la provincia – llenos de luz y elevados de músicas– para ensayar otras emociones: no las del recuerdo o la nostalgia, sino las de la finitud del hombre. Las catedrales de Baeza y Jaén y la Capilla de El Salvador en Úbeda son un rotundo triunfo de lo grandioso, de la perfección del clasicismo que, sin embargo, no es distante. Todos hemos estado en templos que nos aplastan, pero que nos dejan fríos. Sin embargo, al traspasar las puertas de las catedrales o al empaparnos en luz dorada bajo la cúpula de El Salvador sentimos, sí, que somos pequeños y que es cierto el verso de Machado que dice que lo nuestro es pasar; pero un susurro de duda nos cosquillea el alma para decirnos que a lo mejor hay algo que se queda.

Los tres templos están bañados de “resplandores eternales”. Son naves y cúpulas pensadas para luz, que es la mejor representación de lo divino. Dentro de ellos parece que se flota en lo que es a la par grandioso y humano: entre estos suelos y estas bóvedas el hombre ensayó su mejor condición, la de la carne con potencias de muerte y anhelos de inmortalidad. Y así, la piedra es la expresión de lo humano –la carne, lo frágil, la muerte– mientras la luz que rellena la piedra nos dice lo divino –el alma, lo eterno, la vida–. Por eso estos templos son fundamentales para entender el Renacimiento español: porque conjugan los valores y las esencias de su tiempo como ningunos otros edificios lo hacen.

Su luz va repartiendo y su tesoro. En julio de 2003 Úbeda y Baeza fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad, reconociendo su aportación al Renacimiento español y su trascendencia artística en tierras de América. Sin duda, las dos ciudades marcan la impronta del mejor afán renacentista en España: no sólo por sus piedras, sino también por su espíritu. Ahora, la Catedral de Jaén pelea por sumarse a esa declaración, lo que tiene pleno sentido, pues en el templo matriz de la provincia se condensa todo un caminar artístico que jalona Úbeda –Hospital de Santiago, palacios de las Cadenas o los Ortega o los Vela de los Cobos– y Baeza –Escribanías Públicas, Cárcel de Felipe II, Universidad–, cosiendo un entramado urbano inolvidable. Decadente a veces –en callejas anteriores a la Reconquista, en las plenitudes ojivales de templos ubetenses y palacios baezanos–, esplendoroso otras, siempre original y sorprendente, la Catedral de Jaén es el punto de llegada inexcusable para la aventura ubetense y baezana.

Ahora, claro, falta que Úbeda y Baeza (más la aportación capital de la Catedral giennense) sepan estar a la altura de las circunstancias: para repartir por el mundo su luz única, su tesoro más escondido, que no son sus piedras –simples piedras– sino lo que ellas cobijan: sueño y elevación, evocación y afán, días y siglos, gentes idas y generaciones por venir. En definitiva, una eternidad hecha a la serena medida del hombre.

(Publicado en ESCAPADAS DE FIN DE SEMANA, Grupo Vocento S.A., Madrid, 2007)

martes, 15 de enero de 2008

LA HORA DEL POETA



El día entero fue viernes y 11 de enero y toda la tarde llovió, como una premonición, con la persistencia de un presentimiento. El sábado amaneció en los almanaques con la marca del 12 de enero, azul y alto, juanramoniano. Y triste: en la madrugada se había muerto Ángel González, el infinito poeta. Despidió el sábado las nubes y las lluvias y, a toda prisa, se vistió la mañana de fiesta de guardar, que tenía que recibir la eternidad el espíritu añil del hombre que se autocalificó como “un escombro tenaz, que se resiste/ a su ruina, que lucha contra el viento”.

Ángel González dedicó uno de sus poemas más hermosos al día de ayer, “el día/ incomparable que ya nadie nunca/ volverá a ver jamás sobre la tierra”. Es difícil encontrar palabras que hayan descrito con una exactitud tan cruel la finitud del tiempo y del hombre, que es nuestra propia levedad, nuestra conciencia misma de que huye la vida entre las manos como agua de mar, como sal, como el viento. Y ahora, el poeta se ha muerto y ya nadie, nunca, volverá a pensar con sus palabras, ya nunca nadie escribirá los versos como él: el domingo –tan pronto– no pudo el poeta sentarse delante de su mesa, rodeado de sus libros –esas voces de muertos que hablan en el rumor del alma–, para escribir otro poema... ¡Rompe tantas cosas la muerte!...

La obra de Ángel González se ha cerrado definitivamente, que se han muerto el hombre y su voz y su sensibilidad. Y aunque la recreemos cada vez que leamos sus poemas, sabemos que nunca volverá a haber en este mundo un hombre que se llame Ángel González, que hable español, que le escriba a “la vida pura/ que lo ignora todo”. ¿Sabemos qué significa esta pérdida? ¿Es consciente el mundo de lo que se pierde cuando un poeta muere? No: no se para el tráfico ni se sientan los muñecos de los semáforos para llorar ni las flores se marchitan. Ni siquiera se han leído sus poemas en las escuelas destrozadas por la LOGSE. Y sin embargo, cuando se muere el poeta se muere un pedazo de nuestros sentimientos, desaparece un lugar oculto del idioma en el que amamos y sentimos y pensamos.

Estamos fundados por la palabra y lo más íntimo que somos ha sido alumbrado por versos inesperados, encontrados una tarde de otoño o en las perezas del verano. A veces, ay, en el rincón último de un poema hemos descubierto algo que era dentro de nosotros sin habernos dado noticia ni pedido permiso: ¿cuántas veces hemos necesitado la voz del poeta para llegar al hontanar de nuestra conciencia? He ahí la función del poeta, su trabajo lento, su laborioso oficio de descubridor de las horas íntimas que tremolan en los prados de nuestro ser. El poeta nos construye: con las palabras que amontona como arena en la orilla del mar, que limpia como si fuesen uvas recién cogidas, que une como la luz y el aire, para que el verso pueda abrir sin estridencias un valle hondo entre la roca y el hielo de la existencia. Así, los poemas de Ángel González: no hemos visto el trabajo cósmico del agua rompiendo montes, pero sabemos la luz serena que se remansa en el valle, el aire quieto de la belleza, el horizonte del atardecer sobre nuestro corazón.

Se ha ido Ángel González, pero volveremos siempre a sus poemas, que son como el aire que los pulmones piden en la asfixia. Porque en ellos hemos sentido el deseo de volver a empezar en la vida, porque en ellos hemos descubierto que el oficio más bello es el de enseñar a los niños y los adolescentes a que amen la poesía, la literatura, la palabra. Enseñarlos a encontrarse en las plazas del verso. Y ahora que se desprecia el valor de los profesores de literatura, descubro que me hubiera gustado ser un profesor que en la mañana del lunes –gris, como todos los lunes: como un ayuntamiento, como un funeral deshilachado– le hubiera leído a sus alumnos: “Todo lo consumado en el amor/ no será nunca gesta de gusanos.”

Sí, se ha ido Ángel González. ¿No sentís más tristes los caminos de enero? ¿No está el año como cojo nada más empezar? ¿No está más estúpido este país llamado España? No sé, pero habrá el poeta abandonado cuidados, como nos pedía: “lo que ha ardido/ ya nada tiene que temer del tiempo.”

(Publicado en Diario IDEAL, ediciones de Jaén, Granada y Almería, el 15 de enero de 2008)

sábado, 12 de enero de 2008

ÁNGEL GONZÁLEZ

Hay días en que la tristeza impone como un imperio sobre la tierra, no sé: algo así. Hoy es uno de ellos, porque la tristeza es más tristeza y el vacío más vacío cuando se muere un poeta. No se para este mundo nuestro porque se apague una voz que cantó tan intensamente como la de Ángel González: le debemos palabras hermosísimas, versos inolvidables, pero sigue girando este país que se paraliza por la muerte de un futbolista o por la victoria de un imbécil en una carrera de coches. Esto es así: la poesía ya no es un arma cargada de futuro sino un lento camino de abandono que conduce a bellezas apartadas y recónditas que nadie admira.

Hoy, España está más muda, como si el universo hubiera cortado sus mejores cuerdas vocales, como si hubiera Dios borrado las líneas más hondas de su idioma. Le debemos a los poetas la lengua en la que hablamos y en la que nombramos eso que amamos, pero no sabemos pagar esta deuda, o no queremos, porque es pesada y lenta y trabajosa.

Está el cielo azul, juanramoniano: no podía el sábado amanecer de otra manera para recibir a quien escribió:

"Todo lo consumado en el amor
no será nunca gesta de gusanos.
Los despojos del mar roen apenas
los ojos que jamás
-porque te vieron-
jamás
se comerá la tierra al fin del todo.
Yo he devorado tú
me has devorado
en un único incendio.
Abandona cuidados:
lo que ha ardido
ya nada tiene que temer del tiempo."

Ha muerto Ángel González: ya lo dijo en otros versos memorables y tan hondos: "No hubo elección / murió quien pudo /quien no pudo morir continuó andando."

EL OFICIO DE DIOS



En la era de la tecnología parece imposible el milagro de las manos y el barro. Y sin embargo, aún existen las alfarerías. En Úbeda, antaño estuvieron recluidas en la calle Valencia –allí resisten varias, de antiquísima hechura y sabor: en la de Melchor se conservan hornos más antiguos que la memoria de la ciudad–, pero hoy salpican otros puntos del caserío. Y no han perdido su sabor de siglos pasados estas alfarerías que se exiliaron del barrio de San Millán. Así, la de Juan Tito.

La alfarería de Tito es una caótica acumulación de muebles y centenarias vasijas, santos de escayola y pellas de barro preñadas con la forma del botijo y la orza, pilas de agua bendita y parideras, cacharros verdes y hermosísimas piezas azules y blancas, membrillos ajados y flores de algodón y cuadros y morteros y fotografías y… Todo se dispone sin orden pero ordenado alrededor de un patio de arcadas, en cuyo centro una fuente umbrosa alza el cántico viejo del agua luminosa sobre el musgo. Es posible pasear –está fresca y limpia la alfarería– entre las piezas amontonadas mientras Tito y su hijo Juan Pablo dan forma a la masa de barro: la tierra mojada –que respira pereza y sueño– es acariciada por los dedos y las palmas de las manos para sacar… ¿qué duerme en el fondo del barro?… ¿por qué nuestras manos son incapaces de conocer la esencia del barro húmedo, su misterio, su embrión de alcuza o de cántaro?… ¿qué don, qué privilegio del espíritu permite que algunos hombres sean capaces de abrazar el caos y el vacío y dar forma a la materia y al espacio?

…He ahí al alfarero sentado frente al torno, taciturno, perdido en pensamientos de arcilla y agua, de sol y aire: hombres de sabiduría antigua transmitida en la sangre y en las manos endurecidas. Seguramente son ellos los que más hechos están a imagen y semejanza de Dios, pues dan forma a la tiniebla para alumbrar la luz, y separan el todo de la nada para que en medio quede, reluciente, el cacharro. Sí, se remansan la carne y el alma en las alfarerías, recordando el día primero del mundo, cuando Dios cogió tierra y sangre para encerrar dentro el espíritu del viento, que así nació el hombre, como un jarro de barro recién amasado.

El de alfarero es un oficio que la lógica del siglo quisiera borrar de los planos de la ciudad y que, sin embargo, resiste orgulloso en estirpes enteras. Que nadie piense que la alfarería ubetense es algo agonizante: ahí están Juan Tito y su Premio Nacional de Artesanía para atestiguar lo contrario. Y las piezas pintadas de azul y blanco –como un cielo de abril sobre la tierra cocida–, las más hermosas de todas las alfarerías de Úbeda. Ahí están los cacharros que pintó Zurbarán, revividos, relucientes, dispuestos a que nuestras manos los acaricien con temor de romperlos. Ahí esta el sosiego necesario para todas las almas: sosiego conventual de siseos y campanas, de atardecer de otoño por los caminos del campo… sosiego de alfarería, de torno que gira como la vida, de agua y tierra y fuego…

(Publicado en Diario IDEAL el 10 de enero de 2008)

jueves, 10 de enero de 2008

DE BIEN NACIDOS...

Hay situaciones extrañas en la vida de un persona, por lo inéditas hasta el momento en que suceden, por lo inesperadas, por no esperárselas de quien las causa, por el resquemor que producen una vez causadas. Una de esas situaciones vivo yo en este momento: cosas de la vida laboral de los españolitos. Es cierto que el momento es paradójico y entristecedor. Hubo días en que anduvo mejor el ánimo que en estos del año recién estrenado. Pero aún así me gustaría agradecer, a través de este Cuaderno, las muchas muestras de afecto y de cariño que estoy recibiendo, incluso de personas de las que no me esperaba esos gestos. Uno cuenta con su familia y con sus amigos, pero siente algo muy especial cuando por la calle lo para alguien que no es amigo (aunque se le tenga cariño) y le muestra su perplejidad y su apoyo. También por teléfono he recibido estas muestras de cariño. Sólo me resta reiterar mi agradecimiento. Todos los que son (ellos lo saben) pueden tener por cierto que no olvidaré este gesto.

sábado, 5 de enero de 2008

CARTA DE REYES



Se anuncia en la sonrisa de los niños, que es un refugio contra el bombardeo cotidiano de mentiras a que nos someten los políticos: vienen ya los Reyes Magos. He cerrado los ojos: tenía una cita con el niño que fui, ese que hacía guardia con su hermano Juan para poder ver a los Reyes, como si la felicidad tuviera forma. Y he sentido una melancolía y –para escribir la carta de Reyes– me he asomado al balcón alto y limpio de la noche de enero, buscando una tinta de sueños para trazar palabras sobre el cielo estrellado. (En la escarcha relucen las estrellas más lejanas: como la esperanza, nos llenan de luz pero no es posible tocarlas con los dedos, ni contarlas, porque son infinitas: cada una de ellas custodia la sonrisa de un hombre bueno que se fue.) ¿Qué pedirle a los Reyes?... Sin duda, un riñón para Luis Ruiz, que ya sabe que la realidad son trozos de cristal que al final hay que pisar descalzo, como dice Fito, pero que sabe también que frente a las estúpidas burocracias queda siempre el rincón solitario de una esperanza que no se rinde: la lluvia en el desierto tarda... ¡pero debe ser tan hermosa cuando besa la arena reseca!...

...¿Qué pedirle a los Reyes?... ¿Y si fuera posible el pan caliente para los niños de todos los continentes? ¿Y borrar las fronteras y cerrar los parlamentos y los ministerios y las alcaldías y los ejércitos y las selecciones? ¿Y si fuera posible una fuente de agua limpia en cada plaza del mundo? ¿Y una estufa allí donde haga frío y una manta en cada cama? ¿Y una vacuna para cada enfermedad y una sonrisa para cada enfermo? ¿Y si no nos trajesen colonias, corbatas ni juguetes? ¿Y si al despertar la mañana del día 6 viésemos que está el mundo limpio, como si Dios – arrepentido– hubiera pasado la bayeta sobre las manchas que dejó en la creación, como si nuestros ojos miopes volvieran a ser los de aquel niño cuyo cuerpo hace mucho que guardamos en los armarios de la memoria?...

Es difícil ser adulto: cuando se es niño o adolescente o joven –¡no sigamos robándoles las vidas con estúpidas leyes y pedagogías!– la vida tira los caramelos a manos llenas, en permanente cabalgata de ilusiones. Entonces uno se acuesta sabiendo que los zapatos estarán llenos, cada mañana, de vivencias y oportunidades y de ilusiones. Hoy, en la víspera de cumplir años, miramos hacia atrás con nostalgia: en la zozobra del vivir hemos descubierto que cada vez que plantamos una ilusión nos crecen los hijos de puta, que son una especie inextinguible. Y nos sentimos cercados e impotentes, derrotados. Pero no hay que rendirse: que traigan los Reyes fuerzas para oponer una ilusión a los verdugos de la esperanza. No hay que rendirse: miremos de frente, para que sigan brotando flores en nuestras pupilas. Y hay que atar lazos para no perder lo que amamos: ojalá pudiéramos sostener entre las manos la esperanza que tiembla y es un copo de nieve abandonado, la luz incierta de una vela, las cartillas de párvulos, nuestras primeras lágrimas, nuestra primera risa.

(Publicado en Diario IDEAL el 3 de enero de 2008)

miércoles, 2 de enero de 2008

AÑO NUEVO



Cuando llegó la Navidad, felicité a través de este cuaderno a todas las personas que quería, a todos los que se habían acercado alguna vez aquí a leer algo. Vaya, nuevamente, esa felicitación: ahora, para el año nuevo. Pero que nadie que no sea amigo ni persona por mí tenida en aprecio, se sienta felicitada, no sea que algunos que andan por ahí sueltos se crean que también a ellos les deseo felicidad.

El año ha empezado con la sangre un poco hervida. Pero será cuestión de ponerse a mirar de frente al futuro, que es la vida, y comenzar a vivir con los que queremos y nos quieren. El resto, ya lo sabemos, son polvo que pasa, personajes que un día puede hacernos daño: pero estamos obligados a no dejar que nos ganen la partida de la vida los que viven con la sangre agriada y con el sentido del respeto y de la dignidad averiado.

A María Luisa, a mis padres y hermanos, a mis amigos, a los que sinceramente admiran este cuaderno, a mis compañeros de trabajo, a los cofrades de la Sentencia con los que este año me tocará compartir experiencia nueva... a todos, de corazón, FELIZ AÑO 2008. El resto... que se jodan.

Salud y paz a todas las personas de buena voluntad, que, pese a algunos, siguen siendo muchas.