lunes, 31 de diciembre de 2007

UN AÑO QUE SE VA



Pues se cumplen ya las horas del año en que nació este Cuaderno. Poco hay que decir en estas horas en que gusta despedirse de todo lo que un año trae: de lo malo, para que no vuelva a repetirse (aún cuando sabemos que lo malo es persistente y tenaz), pero también de lo bueno, con la esperanza de que vuelva a venir, cuando esta medianoche crucemos la esquina del tiempo, con fuerzas renovadas y nuevos ímpetus. Seguro que así seguirá este Cuaderno el año que viene. Y desde luego, seguirá agradecido a todos los que me han dado ánimos y me han brindado elogios por lo aquí escrito. A todos, un abrazo muy fuerte en estas horas emocionadas del adiós. A todos, el deseo más sincero de que seáis felices: intentadlo al menos. Merece la pena vivir la vida, que es corta y muy hermosa, como estas horas raudas.

ELOGIO DEL CAVA

¿Qué es el cava? Alguien responderá que un vino chispeante que se bebe en Navidad y en las bodas. Pero no, no es eso… o no es solamente eso: yo descubrí el cava –la honda significación del cava– en Cubellas (Barcelona). Era un sábado de agosto y con nubes marinas. Era una vieja taberna adornada de barriles desde los que directamente te servían el cava, acompañado de berberechos. (Donde en Andalucía se sirve cerveza o en Burgos vermut, en los pueblecitos de Cataluña –ese país entre las sierras y la mar– sirven cava.) Hasta entonces, el cava no había sido para mí más que un acompañamiento –exquisito acompañamiento– para los postres. Algo fugitivo, fugaz, de lo que se disfruta unas pocas veces al año. Y sin embargo aquel mediodía descubrí que el cava es más, mucho más.

Primero, el cava es algo que supera las burbujas y el frío que elevan su oración cuando la copa se llena: el cava no es la fiesta ocasional, porque no es de lo que acaba sino de lo que queda. Por eso no es el fuego de artificio de la botella al descorcharse: el cava es la uva que mama tierra y frío y los amasa en su interior, en hermandad de plenitudes; el cava es la tramontana de marzo y el calor de julio, la lluvia mansa y la botella verde. Y luego, el cava es un silencio que reposa en el roble –la tierra oscura que a lo oscuro vuelve–, donde la uva se hace llama y claridad para, ya al final y como en milagro bíblico, hacer que surja el oro. Porque pocos líquidos pueden evocar con la fuerza del cava la brillante mineralidad del oro.

Pero el cava –proyecto de tierra convertido en sol– es también la imagen de lo que somos. O de lo que soñamos ser, que la vida es una reconstrucción de los futuros que nunca viviremos. Porque el cava anuncia las espumas del mar. Y los atardeceres de verano sobre las mieses recogidas. O la risa del niño. O –ya vacía la copa sobre los manteles arrugados– la desolación del viejo en la feria acabada de la vida. Hay quienes dicen que leen el futuro en los posos del café. Nunca me he creído esas tonterías, pero soy creyente de la hondura poética que en el cava se guarda. Tal vez esto sea otra idiotez, un invento paranoico de poeta fracasado. Pudiera ser: pero nadie podrá convencerme de que no puede leerse la vida en cada copa de cava, que no se parece a la que antes bebimos y que será distinta a la que bebamos después. Y la vida es eso, una sucesión de diferencias.

Fuera de Cataluña no nos acercamos al cava con la asiduidad que debiéramos. Y eso empequeñece los horizontes de nuestra felicidad y de nuestras añoranzas. Ahora, la Navidad vuelve a brindarnos la oportunidad de llenar la copa y vaciar la risa y contagiar la charla. Y mirando el cava en la copa –reposado y frío– sabremos que lo nuestro es pasar. Como pasa la efervescencia de este vino exquisito y elegante que nos hace más felices: no porque se suba a la cabeza, sino porque llena el corazón. Si es que no nació del mismo corazón mineral del que descienden los átomos en los que somos vivos.

(Publicado en Diario IDEAL el 27 de diciembre de 2007)

miércoles, 26 de diciembre de 2007

LA PUERTA DEL PARAÍSO


–Hallazgo bibliográfico al modo de Borges–


Por privilegio de la amistad que compartimos con el archivero de Úbeda hemos podido consultar los documentos que aparecieron, recientemente, en una chimenea tabicada del Palacio de las Cadenas. Entre ellos, hemos encontrado una joya bibliográfica: un pequeño libro, de apenas un centenar de páginas, en el que se describe nuestra ciudad tal y como era allá por los albores del siglo XVIII. Está escrito por Egbert La Rivière, militar francés, de Alsacia y de madre alemana, que debió llegar a Úbeda con alguna brigada francesa del ejército leal a Felipe V. Fue editado en 1719 en la famosa librería fundada en 1530 por Reich Schmelke y estaba situada en una de las casas aledañas a la sinagoga Maisel, de Praga. En ella se editaron durante siglos –hasta su destrucción por los nazis– algunos de los libros más fascinantes de la historia de la literatura europea, muchos de ellos olvidados hoy, injustamente.

Desconocemos la relación que La Rivière pudo tener con la comunidad judía de Praga, pero, por los datos que hemos podido recopilar, nos parece que tuvo acceso a los archivos sefardíes que el rabino Löw se trajo de su viaje a Polonia en 1550. En cualquier caso es innegable el valor de la obra del capitán francés, pues es de las pocas que nos describen una Úbeda aún intacta. Por ejemplo, los apuntes que realiza sobre la colegiata de Santa María son valiosísimos, aunque muchos nos tememos que tras la destrucción del templo en 1986, a manos de Isicio Ruiz Albusac, La Riviére tendría hoy que plegarse a la evidencia de que nada queda del templo que el conoció. Sí podría reconocer la capilla de El Salvador, que por suerte no ha sufrido la destrucción de la historia o la indiferencia de los hombres con la misma intensidad que el resto de los grandes edificios de Úbeda.

Por las notas aparecidas en su libro sabemos que en ella encontró lo que lo impulsó a viajar a España: creo que su alistamiento en el ejército borbónico estuvo guiado por el sólo interés de visitar el mayor número posible de ciudades españolas, especialmente andaluzas, para encontrar esa joya que describían los archivos sefardíes de Praga. Concretamente en el rollo núm. XXVIII del gran rabino de Bohemia Isaac Bouganim se describía la salida, en agosto de 1492, de la comunidad judía de una ciudad española, sin determinar el nombre para proteger a los que allí se habían quedado amparados en secreto por una importante familia. Según cuenta el militar alsaciano, aquellos sabios judíos le enseñaron a un maestro cantero el secreto de la interpretación de la simbología clásica y las claves para construir una puerta de igual hechura a la que Jehová levantó cuando expulsó a Adán y Eva del Paraíso. Y aquella puerta se había construido en la iglesia de un lugar apartado y sin que nadie, salvo el arquitecto amigo de los hebreos y la propia comunidad judía, conociesen la milagrosa simbología de la obra.

Suponemos que un aventurero como La Rivière vio en la guerra de Sucesión una oportunidad extraordinaria para poder recorrer España buscando esa puerta misteriosa. Desanimado ya y pensando que se había dejado embaucar por patrañas de viejos rabinos judíos, llegó a Úbeda la tarde del 6 de julio de 1707 como capitán del regimiento que trajo al Concejo las buenas noticias de la victoria de Almansa.

No queremos cansar más al lector con nuestras suposiciones sobre esta pequeña joya bibliográfica o sobre la biografía de su autor. Transcribimos uno de los capítulos de ese libro que La Rivière dedicó a El Salvador. Juzgue por él mismo la importancia de este libro el que esto leyere.

“Llegamos a Úbeda, una ciudad que antaño debió ser hermosa y próspera y que hoy está arruinada y con sus murallas y torres en lamentable estado, al atardecer del citado día. Entramos a la ciudad por una puerta que denominan del Losal y ascendiendo la pesada cuesta llegamos a un laberinto de callejones, entre los conventos de los dominicos y los carmelitas. Pasado el oratorio de San Juan de la Cruz encontramos una plazoleta presidida por la iglesia de Santo Tomás, junto a la que subsisten casas que fueron de la comunidad judía de Úbeda. Y fue en ese momento cuando pensé que podía haber llegado, por fin, a la meta de mi viaje.

Con este convencimiento entré a la dicha iglesia, pero no encontré en sus tres naves ni en sus portadas ningún elemento que pudiera parecerse a una puerta del Paraíso. Abatido, continué por la calle en la que se sitúa el fabuloso palacio que levantara el secretario de Carlos I. Y junto a él encontré la explicación a todas mis hipótesis y agradecí el tesoro conservado por el rabino Bouganim y pude deleitarme con la puerta misma con que Dios delimitó las fronteras del Paraíso tras el pecado de nuestros padres primeros.

Y es que el palacio del secretario imperial se sitúa entre la iglesia de Santo Tomás, en que antaño se enterraron sus familiares, y la capilla de El Salvador del Mundo, que mandó construir para su propio enterramiento y que fue construida por Andrés de Vandelvira, nos dijeron, allá por los 1500. ¿No podía la familia de los Cobos haber protegido una pequeña comunidad judía, poseedora de sabidurías antiguas, para construir un templo en el que Dios fuese alabado con todos los elementos del mundo antiguo, de las mitologías griegas y romanas y con el discurso de la historia judía? ¿No podría el arquitecto mimado por esta poderosa familia haber escuchado la leyenda hebrea, haber leído sus pergaminos escondidos y haber comprendido el misterio de la luz, que es la verdadera representación de Dios?

El caso es que entré a la dicha capilla de El Salvador por su sacristía, pieza digna de todo elogio en que las columnas han sido sustituidas por airosas figuras y que, toda ella, parece flotar como por ensalmo en un aire que predispone a la oración. Y fue, sí, al salir de esa sacristía cuando se produjo el milagro. Me pasó desapercibida al principio, pues sale uno de la sacristía y se queda extasiado ante el cofre dorado que el secretario del césar Carlos mandó construir para reposo de sus huesos: toda la capilla flota en un torrente de luz, que es de serenidad, y la cúpula se eleva, hermosísima, sobre el grandioso retablo de la Transfiguración. Y luego la reja, que separa el corazón íntimo de la capilla de la parte reservada al pueblo, y los arcos valientes que levantan las bóvedas... Pueden estar seguros los que lean esto que les resultará difícil encontrar en lugar alguno del mundo templo tan hermoso como este, hecho, según reza su reja de forja, sólo para el honor y la gloria de Dios. (Aunque presupongo yo que también tuvo algo que ver la vanidad de don Francisco de los Cobos, el fundador de tamaña obra.) El caso es que embelasado en las mil maravillas que guardaba la capilla (un San Juan niño, de Miguel Ángel, la música del órgano y un coro de niños llenando la iglesia de una música delgada, delicada), tardé en levantar la cabeza para mirar... ¡Sí!: la mismísima puerta del Paraíso, la más bella y original construcción que nunca ha hecho un ser humano. ¡Estaba allí, escondida, en un rincón, en una posición imposible, como si quisiéramos torcer los huesos de la rodilla para poder tocarnos la cabeza con los pies! ¡Y yo, que había recorrido media España buscándola, no la había visto a la primera! ¡Estúpido!

Ahora estoy seguro: la puerta de la sacristía de El Salvador de Úbeda es la puerta que los judíos enseñaron a Vandelvira a realizar según las trazas divinas, de acuerdo con los planos trazados en el desierto por Moisés: que la puerta tuerza el gesto para que sea difícil entrar por ella, porque no será fácil el camino de la gloria; que la luz y la magnificencia cieguen a los ciegos, incapaces de apreciar el rincón escondido y apartado por el que se llega a la hermosura en estado puro. Eso es lo que aquella puerta parecía decirme, eso era lo que había estado buscando durante tantos años, en tantas ciudades, en tantas batallas. Y estaba allí, esculpida en piedra roja, ganando al espacio el espacio imposible de un rincón, coronada por la Madre amorosa: la puerta más hermosa que nunca ideara mente humana, si es que realmente no fue idea por la mente de Dios y trazada sobre los pergaminos de los peregrinos por todos los patriarcas.

Tras aquella visión, me pareció vana toda pretensión de la capilla, sus portadas maravillosas en que la piedra ha sido tallada hasta en las puntas de su alma, agotando sus formas. Y me pareció vano el paseo grande que se abre frente a la portada principal del Salvador, una plaza grande y destartalada, vigilada por la torre oriental –como de catedral bizantina– de El Salvador, un paseo de árboles polvorientos y atardeceres lánguidos jalonado de palacios, con la colegiata mudéjar al fondo. Pero todo era vano, porque dentro de la capilla estaba la puerta del Paraíso: tal vez algún día descifren los hombres el mensaje de tanta piedra hecha alma, de tanto hierro hecho oro, de tanta madera convertida en calor de Dios. A mi me bastó, aquel atardecer de julio, con la contemplación de aquella puerta.”

(Publicado en Diario IDEAL el 20 de diciembre de 2007)

lunes, 24 de diciembre de 2007

LA TARDE DE NOCHEBUENA



A María Luisa, a mis padres y mis hermanos, a mis amigos (Alfonso y María del Mar, Pepe y Rocío, Paco y Mariem, Ramón -FELIZ CUMPLEAÑOS- y Mercedes, Pepe y Fernan, Javi y Pilar, Alberto -sin él no sería posible la aventura de escribir en IDEAL- y Susana, Juan y Luci, Pepe y Maria, Manolo y Mariló, Lázaro y Cati, Diego, Luis, Andrés y todos los Fuentes, Luis Carlos, Cristóbal y Jose, Leo y Tere, Nani y Pablo...), a todas las personas que quiero y que me quieren, con todo el corazón, en esta tarde que antecede a la Noche de Dios, FELIZ NAVIDAD, con el deseo de que pueda ser posible un mundo hecho para el Amor que nacerá esta Nochebuena.
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Puede que mi generación –los nacidos en los 70– haya sido la última en disfrutar de la autenticidad de las celebraciones. Lo pensaba la otra tarde, paseando, mientras veía como colgaban las luces de Navidad. ¡La Navidad en pleno mes de noviembre!

Las luces que se cuelgan para lucir dos o tres semanas antes de la Nochebuena, los mantecados en los supermercados desde el día de Todos los Santos, los anuncios de juguetes o de adornos navideños en pleno otoño, con los escaparates vestidos ya para las fiestas de Nochevieja... ¿No les cansa esto? ¿No se sienten empachados cuando llega la Navidad? ¿No desean que pasen cuanto antes esos días artificiosos y americanizados? Me va pasando lo mismo con la Semana Santa: bandas que ensayan todo el año –cada vez va siendo más fácil comprender las quejas de los vecinos–, infinitos actos cofrades desde dos meses antes... Todo se adelanta, todo se agranda, todo se alarga... nada llega ya en su fecha porque puede que ya no queden fechas para nada. Y esto satura, cansa, harta, hastía...

Los de mi generación fuimos los últimos en sentir la llegada de la Navidad con la fiesta en el colegio el 22 de diciembre, con las voces de los niños de San Ildefonso, con su retahíla de pesetas y números. Entonces, esa mañana tan especial en las aulas, sabíamos que llegaban unos días sencillos, mágicos... Pero entonces las Navidades comenzaban dos días antes de la Nochebuena, no pasado el día del Pilar. Con la Semana Santa ocurría igual: la Cuaresma tenía el poder mágico de hacernos revivir mientras oíamos las bandas ensayar en las noches oscuras de marzo y la ciudad, al llegar el Viernes de Dolores, se precipitaba en un torbellino de emociones que sólo se desplegaban con las palmas del Domingo de Ramos. Ahora, cuando los cohetes anuncian la fiesta del Borriquillo... ¡estamos ya tan hartos de cornetas y timbales y procesiones menores como de mazapanes y panderetas el 22 de diciembre!

* * *

A lo mejor me voy haciendo mayor y pienso que en esto de las celebraciones cualquier tiempo pasado sí fue mejor. Puede que la edad –y sus nostalgias– nos haga pensar que sólo la Navidad de nuestra infancia es verdaderamente navideña. Pero me resisto a abandonar la idea de que, más allá de añoranzas y recuerdos lacrimógenos, hay algo objetivo en este pensamiento mío. Cuando yo era niño tal vez no hubiera platos tan sofisticados –canapés, patés de lujo, algas liofilizadas o huevo hilado– en nuestras mesas ni trajes tan pomposos para los brillantes cotillones ni tantos regalos en la mañana de Reyes: pero todo tenía el sello de lo auténtico, de lo que por escaso se disfruta con todo el corazón. Fuimos niños de una generación que no careció de nada, pero que por no tenerlo todo sabía disfrutar lo que tenía.

Ahora nos preguntamos por qué nuestros adolescentes o nuestros niños están hartos de todo y son incapaces de apreciar el valor de nada. ¿Nunca hemos pensado que los tenemos hartos, atiborrados y que uno no disfruta de las cosas si carecen del valor de lo extraordinario? Los hemos idiotizado, comprándolos con mil artilugios, negándoles el derecho de aprender que la vida es algo precioso porque se fundamenta en la difícil consecución de la felicidad, ese don escurridizo en cuya búsqueda hay aciertos y fallos: los hemos hecho infelices porque los hemos atiborrado de miles de sucedáneos de la felicidad y les hemos robado la posibilidad de equivocarse.

La Navidad pierde su magia porque ya no dura un par de semanas sino tres meses. Y tres meses adobados con toda clase de artificios inútiles, fatuos, vanos. Cada vez menos sencilla, más artificial, más televisiva, más lejana, más comercial, más glamourosa, se ha convertido en algo inútil para llenar los corazones. Soy incapaz de descifrar el enigma del corazón de nuestros niños y no puedo alcanzar a averiguar si dentro de unos años, cuando sean adultos, sentirán nostalgia de las Navidades de su niñez. No sé si sus experiencias de hoy son de las que dejan huella convirtiéndose en vivencias o –simplemente– saturan y pasan, como el bombardeo publicitario de luces, lentejuelas y vajillas de lujo. Me temo que será esto último: lo efímero es el sello del capitalismo postmoderno, su actualización de la sentencia latina: consumamos y gastemos, que mañana moriremos.

* * *

La tarde de Nochebuena me gusta sentarme solo, en el brasero, cerrar los ojos mientras escucho algunas arias de ópera –Dios habla en la música delgada de la ópera– y recordar... recordar aquella tarde que fuimos mi hermano Juanito y yo a la cocina de la casa grande y mi abuela Juana nos dio el viejo belén de mi padre y mis tíos, guardado en cajas redondas de sombreros... recordar la emoción de sacar aquellas figuras de barro cocido, las casas de papel ya casi rotas, las casas de corcho, el matarife sin brazos, los Reyes a caballo, la cuna de madera del Niño Jesús, el arrugado cielo de papel seda... recordar las tardes que íbamos a San Bartolomé con mi padre a por musgo y maderas de olivo para hacer las montañas, la Nochebuena fría en casa de mis abuelos mientras mataban el cordero que luego asaban en las ascuas, la misa del Gallo con mi hermano Jose Miguel, la Nochevieja en que mis primos mayores se disfrazaban y bajaban a despertar a la abuela y las titas casi al amanecer, la madrugada de Reyes en que mis primas acudían a despertarnos para ver los camiones grandes con los que jugábamos encima de la cama de mis padres...

Que aborrezca la Navidad de ahora no hace que se me borren aquellos recuerdos. Vienen cada tarde del 24 de diciembre, como el canto triste que dice que “la Nochebuena se viene / la Nochebuena se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. Esa Navidad pasada, sencilla y sin lujos –y tal vez por eso capaz de clavarse en el fondo del aliento que somos– es la única que me sigue llenando, que vuelve para hacer recuento de los que se fueron, para hacernos ver que nosotros nos iremos y serán otros los que nos recuenten, que la Navidad es sobre todo nostalgia y que carece de sentido si no emociona y viaja al hondón de alma en que guardamos lo más precioso que somos. Algunos de los recuerdos más felices de mi vida están ligados a la Navidad; y me resisto a que me los roben los estúpidos anuncios de una marca de cava, el debate imbécil sobre si la lotería de Navidad debe anunciarla un calvo o un melenudo o los trajes de raso con que nuestras adolescentes se visten en Nochevieja como viejas momificadas para hablar en los cotillones sobre las expulsiones de Gran Hermano... Por eso revivo los recuerdos cada Nochebuena en el silencio de la tarde gris, cuando el sol cae en los horizontes perdidos y todos los siglos –los tiempos enteros– vienen hasta los latidos del corazón y los acompasan con el ritmo lento que tienen las cosas ciertas y perdurables.

Siempre he pensado que las cosas tienen sentido si llegan cuando les corresponden: la Navidad en Navidad, la Semana Santa en Semana Santa, el calor en verano, la nieve en enero, la Feria por San Miguel...

...Llueve mientras escribo esto. Las calles, el ambiente, la televisión, anuncian la Navidad. Dicen que ya se huele la Navidad, que ya es Navidad... los estadounidenses la han inaugurado oficialmente con el Día de Acción de Gracias. Pero yo he cerrado mis sentidos a esta Navidad y los guardo celosamente para que el próximo 24 de diciembre me devuelvan las emociones de la infancia, el temblor antiguo que esta fecha concita: nosotros nos iremos y no volveremos más. El 24 de diciembre volveré a sentir que me iré para no volver y que entonces se habrán perdido esos recuerdos, esa luz que viene a contarme su historia vieja de sonrisas y serrín.

(Publicado en IBIUT, año XXVII, núm. 153)

viernes, 21 de diciembre de 2007

...Y NO VOLVEREMOS MÁS



Estremece escuchar el villancico: “la Nochebuena se viene, / la Nochebuena se va, / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. Sorprende que algo así se diga en un villancico, que al fin y al cabo es oración cantada. Esos versos resumen toda la desesperanza de la vida: son la versión navideña del “vanidad de vanidades y todo vanidad”. Son la letra de la desilusión, de una derrota, tal vez el canto para constatar que todo pasa y que lo nuestro es pasar…. ¿Y entonces la esperanza?… ¿y entonces la fe?… ¿y entonces la promesa de la eternidad?… Ah, poco pueden esperanza, fe y eternidad cuando en la tarde de Nochebuena las mareas de la melancolía dejan sobre las playas del corazón los naufragios de lo que fuimos, la memoria de lo que no podremos vivir. Sí, la Nochebuena declina un acorde de nostalgias: porque allí duermen algunos de los mejores recuerdos en los que soy. Y levantan las añoranzas el edificio de un tiempo en el que no estaré, la imagen de una Nochebuena en que seguirán los que quise y me quisieron, ya perdido por los túneles de la memoria: yo me iré y seguirán los pájaros cantando, que dijo el poeta.

¿Qué es la Nochebuena? Puede que esta feliz tristeza que siente el alma. O la reconstrucción de los rostros de aquellos con los que un día cenamos. Tal vez la sonrisa de nuestros hermanos cuando, en la medianoche, poníamos al Niño Jesús en el pesebre y los Reyes Magos daban su primer paso, para llegar al portal la mañana del 6 de enero. Tal vez el frío del anochecer y el lamento de la lluvia, en esa hora en que se encienden las casas y los braseros y las familias se reúnen y una lágrima enternece las corazas del corazón. Y así tejemos la Nochebuena que viene, y así vamos rescatando la Nochebuena que se va, con el convencimiento de que pese al tiempo estúpido que nos ha tocado vivir habrá siempre un puñado de personas que se reúnan la noche del 24 de diciembre: para compartir la carne y la risa, el vino y el dorado mazapán, la ilusión y los recuerdos, que son el único rescoldo en que se calienta el alma cuando se derrumba el decorado del mundo.

Albert Camus pronosticó que nuestra tarea sería no la de crear nada sino la de evitar que se deshaga el mundo. Vivimos en esa resignación, que es certidumbre de que el mañana será peor: Kaplan nos advierte de que no se han inventado las palabras para nombrar los horrores que alumbre el siglo XXI. Pero tenemos palabras que acunan la memoria con el salmo delgado de la Navidad. Y tenemos el recuerdo de la escarcha en la noche de Dios y el hogar encendido: tenemos la Nochebuena para contener por unas horas la desintegración del mundo, porque en ella han fondeado los navíos de nuestras soledades y de todos los amores. No hay tiempo para la esperanza. Pero aún así brindemos el 24 de diciembre: no por nosotros, que nos iremos para no volver, sino por los que mañana celebrarán la Nochebuena entre las ruinas y el caos. Y pese a todo, no olviden ser felices: merece la pena intentarlo.

(Publicado en Diario IDEAL el 20 de diciembre de 2007)

jueves, 20 de diciembre de 2007

LA VIEJA CASA DEL DOLOR



“Muchos materiales”.– El Hospital de Santiago tiene prestancia de catedral. Y aunque ahora el moderno urbanismo haya mermado su visión, debemos imaginárnoslo hace ochenta, cien años, cuando los tapiales de sus corrales eran la última frontera de Úbeda: visto desde el camino de Baeza debía presentar entonces un aspecto imponente, de navío varado sobre el caserío. Tal vez ante esa visión alguien pensó que sus torres habían sido elevadas para acariciar el viento… aunque la mole gigantesca de piedra que es el Hospital de Santiago más que acariciar lo que hace es empequeñecer el alma, como preparándola para saber de los muchos dolores que sus piedras han conocido. Porque el Hospital es, sobre todo, una vieja casa del dolor.

Como tal ordena su erección –en el lugar de la antigua ermita de San Lázaro y frente al convento del Señor San Nicasio– el obispo Diego de los Cobos. El documento fundacional data del 17 de abril de 1562 y en el mismo ya dice el obispo que tiene comprados muchos materiales “para lo hacer”, que no era poco. Ahora sabemos la altura de los muros y la largura de la fachada, pero no podemos calcular las toneladas de piedra que allí se acumularon: “muchos materiales”, sí, que fueron dando forma a las torres –inútiles las primeras, antaño coronadas de campanas las segundas–, a la escalera que un viajero del siglo XVIII calificó como “la más bella de España”, a los patios… y a la extraña capilla en forma de H, que hoy es imposible apreciar. Porque el Hospital ha sufrido mutilaciones y vejaciones importantes: ahí siguen las torres de su fachada en una situación surrealista, impropia del más grande edificio de la provincia tras la Catedral de Jaén.

“Mejor curados y alimentados”.– Hay en el Hospital de Santiago deseo de manifestar el poder de una estirpe, la de los Cobos ubetenses, que había dado grandes hombres de Estado en la España poderosa de Carlos V: sólo así se entiende la escalera palaciega y las dimensiones monumentales del edificio. Pero, si nos atenemos al documento matriz de la Fundación, hay sobre todo un deseo de paliar los dolores del mundo: “que los pobres e las demas personas que estubieren en el dicho hospital sean mejor curados y alimentados”.

El documento que firma el obispo en Jaén transmite una emoción intensa: debía ser deplorable el cuidado que en aquellos años se dispensaba a los enfermos, y por ellos se preocupa ese hombre –miembro del Consejo de Estado de Felipe II– que ordena que se separen las habitaciones de los hombres y de las mujeres, para que estén honestamente. Pero preocupado del alma, no olvida el cuerpo devorado por la fiebre y la enfermedad: y por ello dispone que a las puertas se le pongan cancelas, para que estén más abrigados los enfermos, y quiere que estén alumbrados toda la noche por una lámpara, pues sabe el obispo como se derrota en la oscuridad el esfuerzo que hace la salud para imponerse. Y continúa ordenando que haya cincuenta camas, con sus ropas –¡ah, el miedo del frío, en las noches de enero!–, para que los cincuenta pobres enfermos puedan ser bien tratados.

“Una cama de damasco azul”.– Muy presente está el tema del alimento en el documento de abril de 1562: y así, manda don Diego que a los enfermos sean atendidos durante un máximo de quince días en su Hospital, sin que durante ese tiempo les falten las medicinas y los alimentos.
Dispone, igualmente, la retribución alimentaria que tiene que recibir el personal del Hospital: las seis mujeres –“honestas, de buena vida y fama que no sean casadas para que mejor puedan servir”– encargadas de cuidar a los enfermos cobrarían “una libra de baca y libra y media de pan cocido y medio acumbre de vino”, el veedor “una libra de carnero y dos libras de pan y medio acumbre de vino” y los despenseros “una libra de baca, dos libras de pan” y la correspondiente porción de vino, todo ello diario y sin perjuicio de los maravedíes que cobraban como salario anual.

¿Por qué tanto interés por el hambre por parte del obispo de los Cobos? Aunque se le ve delgado en los retratos que de él se conservan, dudamos mucho que el obispo hubiera tenido nunca el estómago vacío, salvo que cumpliese con los duros preceptos de la época para el ayuno de Viernes Santo. Pero estamos seguros de que el obispo, como todos los grandes y poderosos hombres de la época, había visto a la gente morir de hambre, en las calles, en los sembrados, en los caminos. La España rutilante de los primeros Austrias es la España del Lazarillo, que es la España no de la picaresca, sino del hambre. Y allí está el obispo cediendo sus bienes –juros en La Iruela, censos en Quesada, casas y viñedos y huertos de granados e higueras en Úbeda– a la obra pía que funda para calmar el hambre del siglo, el dolor del cuerpo, la agonía del alma. Todo lo cede el obispo a su Hospital: en sus últimas voluntades –de 2 de julio de 1565– le deja en herencia hasta la lujosa cama que tenía en la zona palaciega de Santiago: “una cama de campo de damasco azul, y quatro sobreventanas de tafetán dobles azul y amarillo”, que tiene que quedarse en el Hospital para que en ella, a modo de Monumento, se encierre el Santísimo Sacramento el día de Jueves Santo.

“Vestido de Pontifical”.– Quiere el obispo que lo entierren en la capilla del Hospital una vez se acaben sus obras –reposó mientras su cadáver en su capilla del monasterio de La Merced–, pero cumplido el traslado de su cuerpo, no se cumplió su orden de hacerle un sepulcro “de mármol blanco muy bien labrado”, sobre el que debía situarse su efigie, vestido de Pontifical. Dispuso también la celebración de una magna procesión, todos los años, el día de Santiago. No sabemos si, igualmente, se incumplió esta disposición de un hombre quizá atormentado, que por no haber paliado en vida el dolor de los pobres quiso dejar remedio para cuando él muriese. Sabemos, sí, que sus restos siguen descansando en la capilla de su Hospital, perdidos entre los armazones que han arruinado la visión de tan original planta, olvidados. Sabemos, sí, que durante siglos acogió el Hospital las agonías de los ubetenses, los llantos nuevos de los recién nacidos, las oraciones dejadas en su capilla en noches de operación grave, la mirada suplicante a la Virgen de Guadalupe cuando en el Hospital paraba dos veces cada año, en recuerdo de aquella visita de 1681 en que en compañía de Jesús Nazareno dio por milagrosamente finalizada la epidemia de peste.

Sabemos, por último, que alza el Hospital de Santiago su prestancia de catedral, su corazón inmenso de piedras y mármoles. Y no deberían la fanfarria social y los espectáculos que en su recinto se suceden hacernos olvidar ese temblor de siglos: porque atravesar su puerta –siempre que se atraviesa una puerta se entra en otro mundo– es atravesar mucha historia de Úbeda, y aún resuenan los silencios de treinta generaciones en sus corredores, en sus galerías luminosas, en su capilla blanca. Basta disponer el alma para poder escucharlos.

(Publicado en Diario IDEAL el 11 de diciembre de 2007)

miércoles, 19 de diciembre de 2007

TVertedero



– No, si lo crudo no es lo que yo digo sino la televisión nuestra de cada día…
– …también se ven programas interesantes…
– …a condición de que tengas vocación de murciélago. Porque si hay un programa interesante te lo cambian veinte veces de día y hora, al final te lo ponen a las tantas de la noche y te lo adornan con mil anuncios. Consecuencia: pues que se acuesta uno cabreado de que la televisión reparta la semana entre el atracón de deportes y la orgía de programas de tontos.
– Siempre se puede grabar…
– Y ¿por qué tenemos que ser nosotros los que grabemos y no los tragavisceras que a todas horas se hinchan de tomates, diarios de patricias y cosas similares?
– Si eso es lo que la gente quiere ver, pues hay que respetarlo.
– Claro que sí. Y como este país se ha instalado definitivamente en ese vasto territorio en que reinan la estupidez y la irresponsabilidad, pues tengo que soportar que mis hijos vean la historia de una muchacha descuartizada, no sé cuántas violaciones y a un fulanito que dice que quiere mucho a la menganita y tres días después se la carga… Eso sí es interesante y respetable.
– Esos programas describen la realidad tal y como es. No se la inventan, eso está ahí y se lo cuentan a la gente, porque es lo que la gente quiere que le cuenten.
– Una cosa es contar y otra es revolcarse en el charco de las miserias, que es lo que hacen todas las cadenas. Creo que están pecando de banales y que hay cosas con las que no se puede jugar. Claro, que luego algunos se quedan tan anchos con salir y decir que no se puede culpar a las cadenas de dar alas al terrorismo machista por emitir cosas como la última hazaña del “Diario” ese. Mira esto es para preocuparse, porque no se puede jugar con la salud moral de nuestros hijos que, a la misma hora en que nosotros veíamos a Espinete, están viendo como algo normal el desfile de violadores, asesinos, maltratadores y de una panda de imbéciles que viven de contar a quién se ventilan.
– Si no quieres que tus hijos vean eso, apaga la tele.
– ¡O los meto en un convento de cartujos, no te jode! En vez de imponer la cordura en las televisiones, estigmatizáis a los que no comulgan con las ruedas de idiotez que se propagan vía catódica.
– Y cordura es lo que tú quieras porque tus gustos son los correctos y los mejores, ¿no?
– Yo no he dicho eso. Pero me parece que cuando Belén Esteban y Antonio David, los presentadores del Tomate y los concursantes de Gran Hermano o el tal Mariñas pueden vivir a cuerpo de rey –y sin dar ni golpe– a costa de propagar la plaga de imbecilidad, es que este país está muy enfermo, de lo qué sea.
– Serán imbéciles para ti, pero hay mucha gente a la que eso le gusta
- Mira, déjalo. Y sigue viendo tranquilamente esos programas, a ver si entre tú y todos los invitados de Ana Rosa sumáis para un cerebro.

(Publicado en Diario IDEAL el 13 de diciembre de 2007)

PD. Se ofrece aquí la versión original del artículo, no la versión aparecida en Ideal, en la que se modificó la estructura en diálogo del artículo, haciendo que el mismo perdiera gran parte de su sentido.

LA COSA DE LOS VILLANCICOS

Desconozco quienes habrán sido los corajudos ciudadanos que han presentado las quejas contra el hilo musical instalado en las calles del centro. ¡Ya era hora! Algunos llevamos años clamando contra esa insoportable tortura que, desde veinte días antes de la Nochebuena y hasta el día de Reyes, teníamos que soportar. ¿Ha probado alguien a ponerse, siquiera veinte minutos, debajo de uno de esos altavoces en el que los Lunnis cantan algo parecido a un villancido o en el que unos niños de voces estomagantes se desgañitan con los peces y el río? Y si alguien lo ha hecho ¿no ha sentido ganas de bajar corriendo al Alcázar y saltar por la muralla?

Yo no sé el sentido comercial que tiene la horrible música con que se arrasa la paz espiritual y la salud comercial de los vecinos del centro durante la Navidad Grande (de día de la Constitución al día de Reyes). Pero suponiendo que sí, que la música estimule a la fiera del consumismo, que es en lo que estamos en esta Navidad postmoderna, ¿no sería mejor una música suave, delgada, con espíritu navideño?

Lo de los villancicos siempre me ha llamado la atención. En un pueblo en el que un jardín dura intacto una noche, en el que se destrozan papeleras y bancos y parques infantiles, en el que se mea en las fachadas de las iglesias y se pinta en la puerta de los palacios, en el que se aparca en pleno corazón del Patrimonio de la Humanidad y se rompen las cabezas de las estatuas, en el pueblo más bárbaro y menos civilizado de cuantos he visitado me ha extrañado, siempre, que nunca, ningún bárbaro, en un arrebato de civilización haya arrancado los altavoces que escupen villancicos. En fin, cosas de Úbeda.

viernes, 7 de diciembre de 2007

UN PLATO DE SOPA



El Estrecho es una frontera delgada y oceánica que separa el hambre y los supermercados. Hace unos días hemos visto a tres hombres desesperados intentando cruzarlo sobre una tabla de surf, con remos de juguete, pensando burlar el rostro de la muerte, que en esas latitudes asoma detrás de cada ola. Lo burlaron, sí: no se los tragó el mar porque los rescataron a tiempo las autoridades españolas (a Mohamed VI le importa poco que la sal marina endurezca los pulmones de sus súbditos o de los que vienen desde la costa de Senegal). Pero no pudieron burlarse del destino y han aprendido que la esperanza es algo que tiene nombre de peñón y mide catorce kilómetros, que son, en realidad, catorce eternidades o catorce espejismos que nadie dibuja sobre el mapamundi.

Desde la comodidad de nuestro mundo es difícil entender las razones que llevan a miles de personas a jugarse la vida en pateras, cayucos… o simples tablas de surf. Tal vez sea la seguridad de que nunca viviremos los dramas de esas personas que ahora llenan nuestras calles –con sus sueños y sus frustraciones– lo que nos impide ponernos en el lugar de su frío y su hambre. Y sin embargo, al mirar sus ojos mansos –ojos rojos– sobre la piel negra, su silencio bovino hecho de humillaciones y sumisiones, no podemos evitar un escalofrío. ¿Seríamos capaces nosotros de subirnos, en la noche de otoño, a una barca deshecha, agitando el pañuelo de una ilusión para decir adiós a nuestras pobrezas y nuestras familias? ¿Podríamos beber orines y mascar maderas de proa? ¿Soportaríamos el hedor de los muertos amontonados en la popa, ya tan sin esperanzas ni recuerdos? ¿Podríamos tirar a barlovento el cuerpo del amigo vencido, del hermano muerto, para verlo hundirse suavemente en la fosforescencia antigua de la mar? ¿Sobrevivíamos en un país extraño y hostil, cuya lengua desconocemos, en el que sus limpios ciudadanos se reirían de nosotros cuando entrásemos a un bar para vender relojes o discos piratas? ¿Podríamos dormir en un cajero, envueltos en una manta, mientras el frío puede más que el plato de sopa que algún alma buena –o sea: que no es de terrateniente– nos dio para cenar?…

Cruzan el mar y, cuando se descorre el telón de Occidente, descubren que los papeles ya están repartidos: a ellos les toca el de perdedores y todas sus intervenciones empiezan por desesperanza. Y que no plantarán árboles con sus cenizas, porque para crecer los árboles necesitan sangre que mascó pan y la suya está en ayunas desde que Dios abrió la taquilla del mundo. Y saben que no podrán romper los versos de su vida, porque tristezas y penas son su único equipaje, su patria última. Y tal vez piensen si no estarán mejor los que, persiguiendo sueños rotos, han revivido ya en corales y posidonias y andan cosiendo olvidos con el hilo de los ojos de alguna sirena, que sólo existen en la memoria de todos los derrotados de la historia, esos que descansan en el entendimiento de la melancolía, que es una vieja canción de Los Secretos.

(Publicado en Diario IDEAL el 6 de diciembre de 2007)

miércoles, 5 de diciembre de 2007

EL PALACIO DE LOS OROZCO: SUITE NOSTÁLGICA



A Ramón Beltrán

El palacio de los Orozco es una de las más bellas construcciones de Úbeda. Levantado en el siglo XIX, regala a la plaza de San Pedro una apostura romántica, que es capacidad para confortar recuerdos de tiempos idos. Están allí las acacias supervivientes, la fuente agonizante, los muros fuertes de San Pedro y el tapial del huerto de Santa Clara e, inopinadamente, se levanta un palacio decimonónico que expresa un anhelo de civismo, de cortesía, de refinamiento, una casa gentil que orquesta en la plaza una delicada “suite” de evocaciones cosmopolitas. Es el palacio el que determina el espíritu de la plaza y mantiene su personalidad, pese a los retales con que las últimas obras la parchearon. Porque el palacio marca el punto de originalidad de ese recinto: al pasear por Úbeda es difícil pensar en una plaza como la San Pedro, presidida por un palacete de reminiscencias francesas. Y sin embargo ahí están las molduras de yeso –modernistas– en la fachada, la puerta para los coches de caballos, su balaustrada, los balcones, el ventanal en el ático… Ahí está el palacio de los Orozco como manifiesto de una elegancia impropia de la ciudad y de la época, como señal de un gusto por lo exquisito que más nos hace sentirnos en cualquier civilizada plaza del centro de Europa que en la de un poblachón “entre andaluz y manchego” que ve derrumbarse, desde la barra de los bares, algunos de sus más bellos edificios.

Porque el palacio de los Orozco se cae. Se está cayendo.

Se van desprendiendo de su fachada el revestimiento de yeso, las figuras talladas con delicadeza y primor de orífice gótico. Están desapareciendo las guirnaldas vegetales que coronan los arcos carpaneles de sus balcones y ventanas; y aquí toda pérdida es irreparable: cuando el yeso sea sólo polvo sobre las piedras mojadas, nadie será capaz de reconstruir el gesto delicado, ese bucle sublime que construyeran unas manos en el siglo XIX, porque no existen hoy artesanías capaces de refinar tanto la expresión de un material humilde como el yeso para convertirlo en frágil “delicatessen” de la expresión decorativa. Puede, sí, que algún día –cuando se haya perdido todo el revestimiento original de la fachada– acuda cualquiera a hacer un arreglo, lo que –la experiencia no engaña– será hacer una chapuza, apañar otra fachada. Puede que algún arquitecto iluminado invente soluciones originales para dar un toque que recuerde lo que el palacio fue. Pero entonces el palacio se habrá ido ya, para siempre, y con él esa insinuación de serenidad francesa, esa elevación europea que levanta su fachada clara en la plaza de San Pedro, tras la sombra de las acacias.

Tal vez Úbeda no es capaz de apreciar el contrapunto de modernidad europea que la casa de los Orozco sugiere en su estampa urbana. Tal vez sea demasiado distinguido este palacio, demasiado exquisito, demasiado poco “renacentista” como para ser valorado. No sé, tal vez sea necesario adelgazar mucho el espíritu para que pueda recogerse en la sombra de esta casa, en su visión, en la evocación de su interior. Porque… ¿qué guarda dentro este palacio modernista y romántico a la par?…

Muchas veces nos hemos imaginado un patio de mármol con columnas de hierro y cúpula de cristales de colores. Y pasillos largos y silencios y habitaciones altas, soleadas, con suelo de madera. Y puertas grandes –blancas– y techos con escayolas y lámparas de araña. Y hemos creído vislumbrar en nuestros sueños una biblioteca de tomos viejos: novelas del XIX –¿estarán allí las primeras ediciones de los “Episodios Nacionales”, de “Guerra y paz” o de “La Cartuja de Parma”?–, libros de ciencia, breviarios religiosos. Y un despacho con una mesa que guarda papeles –¿las letras olvidadas de un poeta?, ¿las notas de un jurista?– bajo la sombra mortecina de una lámpara verde. Queremos pensar que de las paredes colgarán acuarelas y óleos con paisajes al modo inglés y carteles de Toulouse-Lautrec. Y estamos seguros de que en algún aparador habrá un bronce taurino. O un juego de café de porcelana con motivos orientales. Y sabemos que todavía reverbera entre corredores y escaleras el gemido de un violín o la canción triste de un piano que sonó la tarde de Nochebuena.

Tal vez los habitantes primeros de este palacio pudieron vivir en La Habana. O en Manila. O pudieron viajar por Europa, trayéndose cosidas al alma las plenitudes que el siglo dejaba en la Praga de Alfons Mucha o el París de Renoir. Y alguna hora se asomaron a esos balcones que hoy se derrumban mientras sonaban las campanas en la tarde lluviosa, añorando otros tiempos y otras plazas y otros palacios y otros países, que la vida es siempre añorar los tiempos que se van o esos que nunca viviremos. Puede que sea esta nostalgia que respira el palacio lo que nos lo hace cercano. Como se lo hizo a Muñoz Molina, que en él residió su primera gran novela, “Beatus Ille”. De ser Úbeda una ciudad verdaderamente culta tendría ya una ruta de lugares dedicados al escritor y a su obra. Y eso podría haber salvado a la casa de los Orozco del olvido en que hoy se desintegra, lentamente.

El otro día un amigo me contaba que un día soñó con establecer un “Club Inglés” en ese palacio. Pero yo estoy convencido de que, en Úbeda, es mucho soñar el hacerlo con una mañana de domingo adornada de periódicos, café recién hecho y cruasanes en un salón apartado, amplio, luminoso, como la vida a la que aspiramos. Como es mucho soñar ver convertido este palacio en un Ateneo cívico y republicano o en biblioteca pública. Demasiada civilización para tan poco pueblo: antes lo veremos arruinado o reinventado en hotel, que será otra manera de robarnos sus nostalgias francesas.

(Publicado en Diario IDEAL el 4 de diciembre de 2007)

lunes, 3 de diciembre de 2007

PROFECÍA CUMPLIDA


En el número de enero de la revista TEMAS PARA EL DEBATE publicaba el artículo "El proceso de paz en una democracia de banda estrecha", que más abajo se incluye íntegramente. En él, y metido a las tareas de profeta, aventuraba que vista la deriva que estaba tomando el asunto del proceso de paz y sobre todo la actitud de un amplio sector de la derecha, que igualaba a socialistas y terroristas, llegaría el día en que en los entierros de las víctimas los militantes del PSOE (yo me refería en el artículo a los ministros socialistas) volverían a ser insultados, zarandeados, vejados. No ha hecho falta esperar ni un año: ya pasó ayer, antes y después del entierro del pobre muchacho asesinado por ETA, cuando el Presidente del Gobierno y sus ministros fueron llamados, por parte de patriotas de pata negra, "cobardes", "asesinos" y otras lindezas más. Y ha vuelto a pasar hoy en Madrid, en el minuto de silencio guardado delante del Ayuntamiento, cuando a los concejales socialistas se les ha insultado gravemente y han intentado pegarles. La profecía se ha cumplido, aunque tampoco era difícil el cumplimiento visto el mensaje machaconamente repetido por el PP acusando al PSOE de connivencia con los terroristas.

Cuando ETA mató a los jóvenes ecuatorianos hace unos meses no se insultó a los socialistas porque a estos que se hierven la sangre cada mañana con Federico les importa poco la vida de dos "sudacas". Pero ahora, con un guardia civil muerto y otro agonizando, están en su salsa patriotera, con banderas e himnos, y por eso se lanzan a insultar a los socialistas y todo el que de buena fe pensara que era posible acabar con los asesinatos hablando con los terroristas.

Mañana hay convocada una gran manifestación en Madrid. Los sectores de la ultraderecha ya han dicho que no estarán presentes, al menos corporativamente. Pero, ¿qué pasará si algunos de sus miembros se filtran en la masa silenciosa y se dedican a caldear el patio contra los socialistas que estén presentes en la manifestación? ¿Qué veneno verterá mañana Jiménez Losantos desde la cadena de los obispos contra los socialistas? ¿Va a pedir el PP calma y se va a desdecir de todo lo que ha dicho hasta ahora o sigue pensando que Zapatero es tan responsable del atentado del sábado como los que apretaron los gatillos? Esta identificación, que los máximos dirigentes del PP no se han cansado de repetir durante meses, está teniendo ahora sus frutos. Lo peor es que mañana, en Madrid, puede acabar en un desorden importante, con unos y otros, caldeado el ambiente, a mamporro limpio. A ver entonces si Eduardo, Federico y Ángel también les hechan las culpas a los socialistas.

En fin, que hoy es un día triste y lo peor es que no sabemos la dimensión del incendio que algunos llevan alimentando desde hace meses. En cualquier caso, ahí va el profético artículo. Ojalá nunca hubiera habido que escribirlo.

"Una imagen de la infancia. ETA había asesinado a un militar y en su entierro, Narcís Serra –Ministro de Defensa– fue zarandeado e insultado por los asistentes: lo llamaban “asesino”. Nunca podré olvidar esa imagen, aunque tal vez el tiempo transcurrido haya modificando los detalles. Pero esa visión está grabada muy dentro de la memoria de aquel niño español de los ochenta, cuando Fraga acusaba, desde la tribuna del Congreso de los Diputados, al gobierno de Felipe González de debilidad y connivencia con los asesinos.

Desconozco cuáles son los motivos que hacen que a un niño se le graben estas cosas. Pero ésta es una imagen recurrente que viene a mi memoria ahora, cuando el Partido Popular vuelve a acusar a los socialistas de filoterrorismo mientras muchas de las víctimas de ETA se posicionan políticamente frente al PSOE, acusando directamente al Gobierno de la Nación de claudicar frente a los terroristas. Viendo las manifestaciones convocadas por la Asociación de Víctimas del Terrorismo, la memoria me devuelve aquel entierro en que Narcís Serra –no se me borra su mirada, tras las gafas grandes de pasta, plena de impotencia y dolor– era insultado, zarandeado.

La tensión desatada por el proceso de paz no es síntoma de una enfermedad pasajera del sistema político, supuestamente provocada por el 11-M. Creo que es síntoma de una enfermedad grave, de algo dañino y preocupante que urge sanar.

Gran Bretaña como ejemplo. Mucho se ha intentado comparar los incomparables procesos vasco e irlandés. Menos se ha reflexionado en España acerca del comportamiento de los actores que han intervenido en el proceso de Irlanda del Norte. ¿Por qué las tensiones que sacuden a la sociedad española no se manifestaron en Gran Bretaña cuando Blair comenzó a negociar con el IRA? Esta pregunta me ha obsesionado en los últimos meses: venía a mi mente la imagen de Serra y automáticamente surgía la pregunta. ¿Por qué ocurre esto en España?

La respuesta esconde un drama mayúsculo cuyas consecuencias sufriremos todos si la cordura no se impone con carácter de urgencia. Básicamente, en España es posible utilizar el terrorismo como arma electoral porque la nuestra es una democracia que navega por la banda estrecha: una democracia construida sobre un frágil suelo de escasos valores compartidos, en ausencia de un proyecto común de país, sustentada en la desconfianza hacia unos ciudadanos a los que se mantiene en permanente estado de imbecilidad política.

Es impensable que los conservadores británicos hubieran adoptado la actitud del PP en un tema como el del terrorismo. Pero es que el sistema británico ha acrisolado, a lo largo de muchos años, un conjunto de consensos sociales básicos sobre elementos esenciales de la vida política. La ausencia de estos consensos y de actores de altura histórica –Tony Blair, Gerry Adams– necesarios en procesos de este tipo, explica la presente situación de la vida española.

En el sistema británico la discrepancia –entre oposición y gobierno, pero también dentro de los partidos– es un pilar del régimen de libertades. Pero es imposible que la discrepancia acabe degenerando en un tenderete cainita donde se mercadea con los intereses generales. Cuando el gobierno de Londres –del color que sea– aborda temas fundamentales, siente en su nuca el aliento del Parlamento y el respaldo de la oposición. La profunda tolerancia con la opinión del discrepante, el convencimiento de que el adversario puede mañana ser mayoría y la convicción de que hay valores que superan la diferencia partidista, explican el comportamiento de los políticos británicos. Y ello, sin olvidar la importancia del sistema electoral, elemento capaz de determinar el funcionamiento del conjunto del sistema político. El sistema electoral británico, al vincular estrechamente al elegido y al elector, garantiza espacios amplios para la independencia de criterio y actuación de los parlamentarios.

Desde el páramo de la política española resultan envidiables la altura política y la profundidad y pluralidad del debate del sistema de Westminster. La pluralidad y la responsabilidad con que allí se han abordado temas como la paz en Irlanda del Norte o la guerra de Iraq son algo imposible en España. El británico es un sistema vivo en que los parlamentarios tienen margen para actuar con independencia de criterio. El Parlamento británico está vivo porque lo están los partidos políticos: basta recordar el último congreso laborista, tan diferente de los de los partidos españoles. Libertad, independencia, discrepancia... valores que siempre se expresan desde la responsabilidad del sentido de Estado, el gran ausente de la política española.

En 1774, en su Discurso a los electores de Bristol, Burke señaló que “el Parlamento no es un congreso de embajadores de diferentes intereses hostiles que deben defender, como agentes y abogados, frente a otros agentes y abogados. El Parlamento es, por el contrario, la asamblea deliberante de una única nación, con el único interés del conjunto”, significando que en la misma “no deben prevalecer los objetivos ni los prejuicios locales, sino el bien general que deriva de la razón general de todo el conjunto”. No es aplicable esta filosofía a todos los aspectos de la política pues los hay en que son inevitables las diferencias entre izquierda y derecha. Pero hay asuntos que por afectar al conjunto del cuerpo político por encima de intereses particulares –así, el caso del terrorismo– deben afrontarse desde “la razón general de todo el conjunto” y pensando en “el único interés de todo el conjunto”. Esta es la definición del sentido de Estado.

El caso español. Mientras Blair era apoyado por los conservadores en el tema de Iraq, un grupo considerable de parlamentarios laboristas se opuso a él en este asunto. El hecho de que en España esta combinación sea absolutamente impensable, explica la facilidad con que nuestra vida política se pone a punto de ebullición, jugándose alegremente con temas fundamentales. En mayor o menor medida los partidos políticos españoles carecen 1) de sentido de Estado y 2) de democracia interna, lo que influye en el funcionamiento de la vida política.

Ciertamente no cabe a todos los partidos la misma responsabilidad en el enfrentamiento descabellado al que asistimos a propósito del proceso de paz. Difícilmente puede negar el PP que contó siempre con el apoyo del PSOE en política antiterrorista. Ningún ministro del PP fue nunca acusado de “asesino” en los entierros de las víctimas de ETA. Ninguno tuvo que salir escoltado de los cementerios. Mientras gobernó el PP, el PSOE prestó fiel apoyo en la lucha contra el terrorismo, fuesen cuáles fuesen las opciones de Aznar. Este apoyo se prestó aún tragándose los socialistas desprecios e insultos del PP, que ante el más mínimo matiz planteado acusaba al PSOE de seguir el juego de los abertzales. Y eso, sin considerar la arrogancia con que el PP se apropió de los muertos, como si todos hubieran militado en sus filas. Frente a esta actitud, los dirigentes socialistas optaron por callar, por aguantar, para no perjudicar la lucha antiterrorista. En esto no puede negársele a Zapatero y al PSOE una alta responsabilidad.

Los años de mayoría absoluta de Aznar y el apoyo socialista en este tema han llevado al PP a arrogarse el derecho de marcar unilateralmente el camino correcto para acabar con ETA. Sólo su interpretación de la realidad es válida y ante ella sólo cabe asentir si no se quiere ser acusado de compadrear con los terroristas. Para adobar esta postura se ha servido el PP de sus conexiones en la AVT, utilizando el respetabilísimo dolor de las víctimas como idea fuerza de sus posiciones. Pero olvidándose de que aunque todos hemos llorado de rabia con las víctimas, sus lágrimas no pueden determinar el futuro de todos: la obligación ética del Gobierno –de éste y de cualquiera– es evitar que mañana se repita en otros hogares el sufrimiento que se cebó en los que hoy manifiestan su odio contra Rodríguez Zapatero.

El Gobierno ha cometido errores importantes en su gestión. También en el proceso de paz. Esos errores han debilitado su posición ante ETA, tanto más frágil cuanto más se aleja el PP de las zonas templadas de la confrontación política rompiendo todos los puentes con el Gobierno. El PP buscado fórmula alguna que le permita apoyar al Gobierno, haciéndole rectificar si lo considera necesario pero consolidando la posición del Estado frente a ETA. Antes al contrario ha utilizado los errores socialistas para amasar un totum revolutum en el que caben el proceso de paz, la política territorial y el 11-M, imputando a los terroristas la capacidad de determinar el camino del Gobierno Zapatero. Mezclando el proceso de paz y las dudas generadas en amplísimos sectores de la sociedad por “la pésima gestión que del proceso de reordenación territorial necesario para construir la España del siglo XXI ha hecho el presidente Rodríguez Zapatero” (Javier Moreno, El País, 22-11-06), los populares proclaman, alegremente, que el Presidente está negociando la anexión vasca de Navarra –previsión, por otra parte, absolutamente constitucional–, la derogacion de la Constitución de 1978 y la independencia vasca. En medio de este disparate teórico se han olvidado de dar respuesta a una pregunta fundamental: ¿cómo piensa el PP que Rodríguez Zapatero podría consumar tal suma de despropósitos sin convocar ni un solo referéndum? Tal vez piense que como bastó la foto de las Azores para ir a la guerra de Iraq, bastaría una hipotética foto de Zapatero con Otegui bajo el árbol de Guernica para proclamar el estado vasco y liquidar la Constitución.

En nuestro sistema todo parece diseñado, decidido y cerrado por las cúpulas de los partidos en función de los intereses electorales, del corto plazo. En medio de este laberinto el proceso de paz vive un momento crucial. Para desatar el nudo sería necesario que nuestros políticos pensaran en el futuro, que va más allá de las elecciones de 2008. Pero mucho me temo que pasado mañana mis hijos podrán ver en el Telediario las imágenes de un ministro socialista acusado y zarandeado en el entierro de una nueva víctima mientras los diputados del PP lo acusan de connivencia con los terroristas. Es lo que tiene la banda estrecha: que cuesta avanzar porque en ella el tiempo se detiene en las peores páginas."