miércoles, 25 de julio de 2007

ALEJADOS DEL MUNDO



Se suceden cumbres políticas que no invitan al optimismo. No porque cada cumbre demuestren lo lejos que están los políticos de la realidad del mundo, sino porque demuestran que somos nosotros, los ciudadanos corrientes y molientes, los que estamos cada vez más lejos de lo que pasa a nuestro alrededor. Mientras los amos del mundo deciden sobre nuestras vidas y planifican cuántos misiles nos apuntan, cuánto podemos contaminar los ríos o cuánto suben los tipos de interés de nuestras hipotecas, nosotros asistimos al espectáculo cómodamente instalados en nuestros salones.

Mercadean los poderosos con el mañana, que es el mundo que vivirán nuestros hijos y nuestros nietos. Pero lo hacen con nuestra complicidad. No nos engañemos: a ninguno nos importa que los pingüinos se queden sin hielo o que los cerezos florezcan en Nochebuena. Los políticos están tan cerca de la vida real como yo de suceder a Rodrigo Rato en el FMI. Estamos ciegos ante el drama que se avecina y los políticos no tienen ningún interés –electoral– en ponerle al gato el cascabel correcto.

Nadine Gordimer ha dicho –en la cima de la desolación– que el materialismo lo ha conquistado todo: vemos nuestra imagen en función del coche que tenemos Lo único que nos importa es comprar, tener, acumular, pasear por las grandes superficies. Hemos ahumado nuestros ojos para que la realidad se quede fuera: si los osos polares se cuecen dentro de su pellejo blanco, pues que se rapen al cero. A nosotros, plim. Mientras nos sigan protegiendo del caos nuestros aires acondicionados y la boba sopa televisiva, poco nos importa que el mundo se hunda.

El materialismo lo ha conquistado todo: el mundo está condenado. El cambio brutal en la naturaleza no es algo provocado por los políticos: somos nosotros los responsables. Y alguien tendrá que decirnos algún día que si queremos salvar los hermosos atardeceres de Venecia tenemos que vivir una vida más sencilla, más austera, con menos cosas pero con más sentimientos. Pero cuando llegue ese momento, estaremos tan ciegos que optaremos por el precipicio antes que por la vuelta a una Arcadia sencilla en la que las estaciones serán otra vez las estaciones y habrá escarcha en enero y pintarán las uvas para la Virgen de Agosto.

No nos engañemos: en el comportamiento temerario de los políticos buscamos excusas para tranquilizar nuestras conciencias. Y cuando el Emperador del Mundo y su corte de bufones pinchen el balón de oxígeno que necesita este mundo de horizontes desbocados, nos diremos que hay que ver cómo son los políticos, que están hundiendo el mundo. Vamos, más o menos como algunos anarquistas del 36: entre lo que yo tengo y lo que me toca del reparto... Pues eso: que alguien arregle esto pero que ni Dios me toque el coche, el campo de golf o el aire acondicionado.

(Publicado en Diario IDEAL el 19 de julio de 2007)

LAS HORAS DE PLOMO

También la muerte puede hacerse cuerpo. Y casi tocarse con las manos. Y casi sentirse su aliento. En las horas de la agonía adquiere la muerte esta presencia aplastante que llena el mundo de luces cenicientas, como si todos los inviernos invadieran las estancias vacías. La cuenta atrás de la agonía también puede llenar de plomo una nación entera, todas las calles, los parques donde los niños detienen los juegos porque el tiempo ha suspendido el derecho de reír. La espera de la muerte es espera de pesadeces que resuena –como el tiempo en los relojes antiguos– con un silencio físico que no necesita acallar las palabras o las lágrimas para ser silencio. Eso ocurrió hace diez años, cuando los tejados de España dejaron caer sobre las ciudades un torrente de plomo, una espera de clemencia imposible, porque no es de hombres el corazón de los terroristas: hoy se cumplen diez años del asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Somos incapaces de reconstruir la ansiedad de Miguel Ángel Blanco esperando en el zulo, los interminables minutos en que fue transportado hasta el patíbulo de hierba húmeda. Sabemos, sí, que sudó casi sangre: el cuerpo humano lo es todo, porque contiene la vida, que es la risa y el llanto, la emoción y también la derrota, porque siente y sufre y tiene miedo en el segundo antes de la muerte, porque sabe la pistola en la sien y el eco definitivo de la bala que rompe todo cuanto amamos. Pero aunque pudiéramos inventar palabras no podríamos sentir su horror, su angustia: describir la muerte no es sentir el miedo del moribundo.

Lloramos hace diez años porque no concebíamos tanto sufrimiento, porque creíamos aún que existe un reducto último de compasión y piedad en el corazón de todos los hombres. Pero en la placidez del verano dos disparos acabaron con la esperanza, que es esperar en los balcones del tiempo.

Aquellos días de julio de 1997 fueron sacados de una tragedia griega. Porque el asesinato de Miguel Ángel Blanco describe con precisión ática las fuerzas cósmicas que rigen el destino de los hombres: ahí está el inocente, condenado sin posibilidad de salvación; y ahí los criminales y el asco que producen; y el precio –imposible de pagar– que se pone a la vida de la víctima; y el crimen en la tarde y los perros que ladran junto a la sangre; y un pueblo que llora; y los asesinos que, en el juicio de los hombres, se ríen del dolor causado; y un derecho absurdo que en diez o quince años, liberará a los criminales, consumando el drama de Miguel Ángel, al que nadie, en aquellas horas de plomo, le dio la posibilidad de eludir su condena. Los griegos pensaron que el mundo es un caos en el que nos perdemos pero en el que contamos, para sobrevivir, con la brújula de la razón. Por Miguel Ángel Blanco sabemos que el navío de nuestra vida está perdido en un torbellino de bombas y pistolas y códigos injustos.


(Publicado en el Diario IDEAL el 12 de julio de 07)

martes, 10 de julio de 2007

LA NOCHE DEL OCÉANO



Dejan atrás la costa a la que llegaron nuestros galeones para cazar hombres y mujeres a los que se privó de la condición humana: personas cazadas como bestias por negreros y vendidas luego en Lisboa o Atlanta. Hoy, ayer, cualquier día, los herederos de aquellos esclavos están dejando el horizonte de chabolas, la línea metálica y sucia de chapas y barro que recorre la orilla africana desde Mbour hasta Kribi. Línea abierta al océano que constituye la urbe más grande y extraña del mundo: una única ciudad, sin límites, de aguas estancadas y enfermedades espantosas, que rebasa aduanas, banderas y policías. Urbe inmensa de miles de kilómetros continuos de tejados oxidados, en la que –ante nuestros ojos ciegos– se fragua la historia del siglo XXI, como ha sabido ver, apocalíptico y certero, Robert D. Kaplan. Y desde los muelles frágiles de maderas podridas, desde los puertos que engullen la arena fina de las playas saharianas, cada día salen los hombres y mujeres que hasta el siglo XIX años eran cazados por nuestras compañías esclavistas. Víctimas de una nueva esclavitud y presos del deseo de vivir mejor, se lanzan en frágiles barcas a la vastedad del mar.

¡El mar! A veces, en las noches de agosto, nos hemos sentado frente al mar, dejándonos llevar por su rumor hipnótico. Y hemos sentido esa paralización del cuerpo ante el misterio insondable: el océano oscuro, rugiente, en el que la noche funde sus constelaciones infinitas, en el que la luna ahoga la luz de sus mares de ceniza, el océano imponente que nos dice la fragilidad de la existencia del ser humano. A esa oscuridad sobrecogedora salpicada de espumas se lanzan los cayucos sin cuadernos de bitácora ni cartas de navegación, buscando la esperanza occidental. Mientras, el océano huele a verano, a infinito tiempo.

Y en un amanecer salado y húmedo –cuando las gaviotas desperezan la mañana azul– llegó a Canarias un cayuco con dos bebés. Hace siglo y medio hubieran sido vendidos a buen precio; hoy, han navegado con sus madres durante días sin fin, bajo un sol que quema la piel y reseca la boca. Navegaron sin rumbo –inocentes– en la noche que aterroriza con el vigor de las olas. Lloraron al ser separados de sus madres y sus lágrimas nos recuerdan el drama africano: ellas dicen que la descomposición de África implica una amenaza y un horror que hoy no somos capaces de calcular.

Vemos un problema en los que vienen, pero el problema son los que se quedan en el laboratorio de todos los horrores que es África. Los niños desvalidos del puerto de Canarias le venderán mañana a nuestros hijos gafas de sol o discos piratas. Los que se quedan incuban un resentimiento viejo, heredado de enfermedad en enfermedad, de hambre en hambre, de humillación en humillación. Mientras, afilan machetes en la oscuridad rugiente que rompe espumas saladas en la popa de los cayucos.


(Publicado en el Diario IDEAL el 5 de julio de 2007)

viernes, 6 de julio de 2007

LO DE SIEMPRE, POR LOS DE SIEMPRE


Sé que al escribir esto, algunos –mayormente los que para todo se la cogen con el papel progre de fumar– me tacharan de racista. Pues vale: como nunca lo he sido, es algo que me importa poco. Sobre todo si quienes lo dicen son los que están acostumbrados a dar lecciones de tolerancia, respeto y no sé cuántas cosas más con tal de que no les toque a ellos el chollo de tener que convivir con algunos especímenes. Así que los que crean que denunciar los abusos cometidos continuadamente por determinadas personas es racismo, que cierren este cuaderno y se vayan a uno en el que hablen de Heidi o Pichí o Alicia en el país de las maravillas.

La semana pasada nos llegó la noticia de la paliza brutal que ocho o nueve sujetos le propinaron a un funcionario municipal durante las fiestas de Linares-Baeza, sin que nadie tuviera coraje para frenar el ataque.

Algunos amigos nos comentan que en el nuevo ambulatorio de Úbeda determinados sujetos han impuesto la ley de la selva, de tal manera que cuando alguien de los suyos llega a la consulta tiene que pasar a que lo vea el médico le toque o no le toque. Y la mayoría guarda silencio, acobardada, cohibida.

Nos comentan que las piscinas municipales de Úbeda van, igualmente, camino de convertirse en territorio comanche porque los mismos sujetos (en este caso los zangalitrones de esos sujetos que se llenan la boca hablando de respeto y tolerancia) campan a sus anchas. Nos dicen que la gente tiene miedo de dejar sus pertenencias debajo de la sombrilla mientras se baña, porque estos sujetos no dudan en robar cuanto pueden. No sería de extrañar que dentro de poco la gente deje de ir a la piscina si el precio a pagar es tener que “convivir” con estas personas, sin que nadie se atreva a ponerle remedio.

Y la guinda tuvo lugar anoche durante las Fiestas del Renacimiento. El mismo sujeto que en la Feria de la Tapa le propinó una paliza a un camarero que tuvo el inmenso gesto racista de negarse a ponerle una cerveza que no había pagado, anoche pateó al cofrade de unas de las barras del Paseo del Mercado, ayudado por otros compinches, ante la parálisis de todos los que asistieron al espectáculo y con la policía haciéndose la sueca unos metros más allá y acudiendo diligente, eso sí, una vez que el agresor y sus marginados amigos ya habían tomado las de villadiego.

Si unos cuantos, amparados en su manida situación de marginalidad, son capaces de imponer su ley y sus normas y la mayoría asiste impasible e indefensa a estas agresiones, es síntoma de que una sociedad está enferma. No hay derecho a que la gente normal y corriente no pueda estar tranquila en una piscina, un ambulatorio o tomándose una cerveza porque esta gentuza se considera con derecho a todo. No hay derecho a tener que soportar la cantinela de que determinadas minorías están marginadas cuando esa minoría no hace nada por integrarse: la integración es un proceso a dos bandas, pero es fundamental para integrarse que los desintegrados acepten las normas de convivencia que la mayoría respeta... e impone. Es lógico que la mayoría rechace tener que vivir conmigo si lo que yo pretendo es vivir en normas paralelas o imponerle mis normas en una desquiciante ley del embudo. Y que sepamos, al menos por ahora, si voy al ambulatorio espero mi turno y si se ha pasado me espero al final; si voy a una barra pago porque me den una copa y no pateo la cabeza del camarero si no quiere servírmela gratis; y si voy a la piscina municipal no le robo el móvil o la cartera o el bocadillo al de la sombrilla de al lado mientras se baña. Y desde luego, si hiciese todo eso y la mayoría, razonablemente, no quisiera convivir conmigo, lo que no se me ocurría es decir que estoy marginado y que no me quieren o que me discriminan porque soy de tal o cual raza. Y es que en todo esto resulta difícil entender porqué las normas que sirven para mí y para cualquier persona normal no sirven para los que, si siguen marginados, es porque se niegan a renunciar a la ley del embudo que practican desde que se aprendieron la cantinela de la marginación, renuncia que es la única condición para que puedan ser aceptados por la mayoría.

Convivencia, integración: sí, pero aceptando las normas y las leyes de la mayoría, SOMETIÉNDONOS todos a las mismas leyes, porque no hay otras válidas. Salvo que los marginados que viven felices en su marginación lo que busquen son situaciones límite como la de Linares Baeza, en la que sólo la intervención del Alcalde de la pedanía evitó un nuevo Martos o una nueva Mancha Real. No nos olvidemos que en el juego de la vida el papel más fácil es el de hacerse la víctima. Y que no se olviden los eternos marginados de que la paciencia de la gente normal también tiene límites ni las autoridades de que cuando se deja a la intemperie la protección de los ciudadanos, y la gente se siente indefensa un día tras otro, se acaba como en Villaconejos, donde las gentes decentes se vieron obligadas a amotinarse contra los delincuentes para poner fin al régimen de terror. Durante muchas veces la gente, que literalmente vive acobardada por los marginados, puede asistir impasible a palizas, abusos o robos. Pero llega una vez en que la llama prende en la masa y entonces la masa es incontrolable: mejor poner remedios antes de obligar a la gente a perderse en la masa encendida.

Por cierto y para terminar: es curioso como la gente comenta, al hilo de la propuesta del Presidente del Gobierno de darle 2.500 euros a todo el que traiga una criatura al mundo, que ese dinero va a hacer que paran como conejas las sujetas de estos sujetos. Apañaos vamos.