sábado, 26 de mayo de 2007

EL PORQUÉ DE VOTAR




Preguntaba el amigo Eugenio, más abajo, sobre las diferencias entre la abstención y el voto en blanco y porqué los primeros contaban con mi incomprensión y no los segundos. Bien, no es plan de postular desde aquí el voto en blanco –sigo convencido de que hay que votar mojándose, aunque sea al “mal menor”– pero sí creo que los descontentos tienen en el voto en blanco una herramienta mucho más útil que la abstención para expresar su cansancio, su hartazgo o la intención política de no votar a ningún partido.

¿Por qué? Porque la abstención puede indicar tanto que no se ha ido a votar porque se está absolutamente cabreado como porque se está en el campo haciendo una paella o en casa pintando un dormitorio o en un viaje de negocios. Este abanico de posibilidades que caben en el hecho de no ir a votar –puedo pasar de las urnas por muchos motivos– hace que la abstención no refleje claramente su intencionalidad cuando la tiene.

Hay varios ejemplos de esto. En Estados Unidos la abstención es, históricamente, altísima. Esto, dada la madurez del sistema americano, se considera como un síntoma positivo: la gente está contenta con el sistema y no considera necesario su voto para que el mismo siga funcionando bien.

En el referéndum del Estatuto de Andalucía, en el pasado mes de febrero, la abstención fue de puerta grande. No hubo ningún movimiento sísmico: algunos, dijeron que la gente no fue a votar porque pasaba del Estatuto; otros, con los mismos datos, pudieron decir que la gente no votó porque estaba convencida de la victoria del sí. (Particularmente pienso que la gente no votó porque está harta de que los políticos se dediquen a elucubraciones sin sentido alguno de la realidad cuando los problemas de los ciudadanos de a pie siguen creciendo.)

En las mismas cofradías, cuando llegan las elecciones las abstenciones son elevadísimas (mucho más que en cualquier elección política) y nadie se preocupa por ello: entra dentro de la normalidad y se buscan explicaciones complacientes que justifican la situación.

Volviendo a la política, hay algunos datos que explican esta poca relevancia de la abstención. Desde 1977 la media de abstención en el conjunto de elecciones (y sé que esta es una mala suma) debe situarse alrededor del 35%, algo superior a los países que nos rodean. Por eso, que la abstención suba unos puntos en algunas elecciones es irrelevante para sacar de la misma intencionalidad política alguna: “hacía sol y la gente se fue al campo”, “hacía frío y la gente no salió de casa”... Pero esto no quiere decir que la gente esté descontenta: simplemente significa que ese día, por lo que sea, la gente no pudo ir a votar. Y como los que no van a votar por motivos políticos –“estamos tan hartos que no nos gusta como funciona el sistema”– se confunden el grupo inmenso de los que no van a votar porque tenían ocupaciones más interesantes la intencionalidad política de la abstención de los primeros no tiene reflejo en la realidad. Para los primeros la política y las cosas de la política son algo importante: pero el gesto político que adoptan –la abstención es un gesto político– no tiene repercusión su gesto carece de valor y de operatividad. Por eso decía yo que les falta coraje cívico: sabiendo la inutilidad de su gesto debieran “mojarse” y expresar su descontento con el voto. Votando al mal menor, al menos malo o al más simpático. O votando en blanco.

Porque el voto en blanco sí tiene un aspecto positivo. Frente al voto en blanco el político profesional no puede esgrimir argumentos peregrinos. El que va a votar, vote lo que vote, no se ha preferido la paella, la siesta o la escapada a la sierra: ha estado en la urna, ha cogido la papeleta, ha cumplido con el sencillo ritual –a mí me sigue emocionando, por la memoria de todos los que antes que yo no pudieron cumplirlo– de votar. O se ha acercado a la urna y ha depositado su sobre vacío. El caso es que ha estado allí.

Y si ha estado allí y ha votado en blanco el mensaje ha sido claro: “ninguna papeleta de las que hay en la cabina me convence”, “estoy harto de todos”... El político, frente a esa realidad, no puede decir que la gente está convencida de esto o aquello: cuando vota la gente lanza un mensaje claro, con intencionalidad política clara, con repercusiones claras.

Por eso hay que votar, lo qué sea pero hay que votar. Porque votar es un acto de voluntad no un amago de la intención. Y sigo pensando que hay que mojarse, que si de un partido nos convence el 30% y de otro el veinte y de otro el diez, hay que votar al del treinta, aunque el resto no nos guste: pero tenemos que implicarnos en el gobierno de todos, tenemos que asumir una pequeña cuota de responsabilidad, no podemos descargar en los otros ciudadanos toda la responsabilidad. Es cínico negar la importancia de la política: incluso aunque los nuestros fueran los peores políticos son piezas imprescindibles para que este chiringuito (Úbeda, Andalucía, España, Europa) funcione. En el fondo todos sabemos esto: tenemos, pues, que madurar políticamente y mojar nuestro voto.

Cosa diferente es que tengamos que pedir, siempre que podamos, que se cambie este sistema electoral que vicia el resultado, merma la libertad de elección y trata a los electores como eunucos cívicos, éticos y mentales: yo quiero votar, mañana voy a votar –lástima que algunos hayan dicho que mi voto va a parar a los terroristas–... pero quiero votar no como mañana voy a hacerlo con un voto limitado sino con un voto pleno. Esto es: quiero votar con otro sistema electoral, que urge y mucho.

Termino con una hermosa frase de José Saramago: “Nacemos, y en ese momento es como si hubiéramos firmado un pacto para toda la vida, pero puede llegar el día en que nos preguntemos Quién ha firmado esto por mí.” Pues eso, no dejemos mañana que nadie firme nada por nosotros.

jueves, 24 de mayo de 2007

SOBRE EL DEBER DE VOTAR

POR FIN. Por fin ha terminado la campaña electoral más cansina, monótona y agotadora de los últimos años. Lo que ha tenido su repercusión en las calles, en el ambiente: es difícil recordar una campaña que haya pasado más desapercibida para la ciudadanía que esta que termina. Lógico: la gente está harta, cansada, de unos políticos embarcados en la absurda gresca permanente. El “y tú más”, el hablar de cosas que cada vez le interesan menos a nadie y el agotar la paciencia de la ciudadanía con temas más propios de la filosofía política que la de la imperiosa necesidad de ver resueltos los problemas reales (no los problemas que se inventan los políticos), han agotado a la ciudadanía.

Ya lo advertía en un artículo que José Félix Tezanos me pidió para analizar los resultados del referéndum sobre el nuevo Estatuto de Andalucía: si los políticos siguen viviendo en el país de las maravillas los ciudadanos van a instalar sus tiendas en el desierto de la abstención. Pero la abstención, dígase lo que se diga, es una mala opción: porque supone jugar con ventaja y porque implica cobardía cívica.

El abstencionista juega con ventaja, porque se sitúa fuera de la cancha para arrogarse el derecho de criticar todo sin sentirse responsable de nada.

El abstencionista es cobarde, cívicamente hablando, porque prefiere no optar, porque sabe que al elegir uno adquiere una mínima cuota de responsabilidad.

El abstencionista no se moja. Y corren tiempos en los que es necesario mojarse. Aunque sea para elegir el mal menor. Lo que no se puede hacer, si uno ha madurado como ciudadano, es elegir la comodidad de no acercarse al colegio electoral, la comodidad de no asumir una pequeña parte de responsabilidad en la gestión –tantas veces pésima– de los políticos que dicen representarnos.

En El ensayo sobre la lucidez José Saramago describe una sociedad harta de sus políticos. Más o menos como esta nuestra. Pero en ella, los ciudadanos no se quedan en sus casas, no se resignan, no pasan: se mojan, eligen, votan... sólo que se mojan para demostrar su hartazgo y votan en blanco, provocando una hecatombe política.

Pues eso: que hay que votar, que no es digno de los hombres libres renunciar a su derecho a decidir y elegir. Votar en blanco, a la izquierda, a la derecha, a quién sea... al que nos convence, al que nos conviene, al que nos creemos, al amigo, al menos malo, a quién sea... pero votar. El que vota no es que cumpla con un deber cívico: es que adquiere un derecho básico: el de poder criticar a los políticos teniendo la conciencia tranquila. Los otros, los que pasan, podrán criticar... pero es de cobardes criticar a los que juegan cuando, habiendo tenido la oportunidad de jugar, se ha preferido ver el partido desde la ventaja de la grada.

CODA. A la hora en que escribo, parece que el amigo Juan Clemente se está recuperando en el hospital de Córdoba y que no para de hablar. No es poca cosa caminar despacio hacia la luz cuando se ha estado en las puertas mismas de la muerte. Pues eso, despacio, pero seguro. Y desde aquí mandamos un abrazo grande, mío y de María Luisa, deseando que pronto su corazón pueda estar listo para su tarea más hermosa: bombear en el cuerpo la sangre de la vida, la ilusión de tanto como hay que hacer en el mundo, el afán de vivir cada día esas cosas pequeñas que hacen de la existencia un mosaico único e irrepetible. UN ABRAZO, JUAN.

miércoles, 16 de mayo de 2007

HOMENAJE A MI MAESTRO "BLOGERO"





En un par de días he podido “adornar” este cuaderno con algunas fotos y con enlaces a cosas más o menos interesantes de amigos y desconocidos. No se piense nadie que el mérito ha sido mío: sin las sabias y breves lecciones de Pepe Navarrete (puede temblar Bill Gates cuando este muchacho lleve un par de años con su blog), que nunca sé si es Troche o es Moche, este salto espectacular no habría sido posible. Aún así no hago más que mirar este dichoso invento cibernético por si en algún momento todo se va al garete: no es que no me fíe de las lecciones de Troche o Moche, es que no me fío de mi habilidad informática.

En cualquier caso, por lo pronto parece que resistimos. Y parece que es merecido el homenaje al maestro que adiestró a tan torpe discípulo. Pues ahí va en forma de foto, donde pueden vernos, en compañía de Luis Fuentes, en Silves, allá por el Algarve portugués, en una memorable comida (nuestras respectivas señoras no aparecen, pues no tengo los permisos de rigor para cuando una señora tiene que salir, públicamente, en una foto). Una memorable comida de las muchas que hubo en las tierras hermanas de Portugal, por no hablar de caipiriñas en el calor de un garito con cantautores y fados. Un viaje inolvidable y necesariamente repetible. Vaya si sí.

martes, 15 de mayo de 2007

LA FE: DEL CORAZÓN A LAS URNAS


Una carta de Miguel Pasquau me ha hecho pensar sobre la relación entre política y religión (tema doloroso para mí por motivos conocidos y en los que no merece la pena abundar para ahorrar publicidad gratuita a personajes que no se la merecen). Fechas oportunas para reflexionar sobre estos temas, más aún en una ciudad como Úbeda, de ambiente claramente vetustiano.

No se trata de indicarle a nadie qué tiene que votar o cuáles tienen que ser sus ideas en función de su fe: me siento más pequeño y modesto y me contento con hacer que mi fe y mis ideas encajen suavemente, sin chirriar mucho, viviendo esos compromisos con dudas y agonías unamunianas y desgarros internos. Pero sí es ocasión para detener unos instantes la cansina vorágine de la campaña electoral y pensar en algunas de las variantes y matices que esconce la presencia pública de la fe.

Las desafortunadas palabras de un obispo sobre la idoneidad católica de tal o cual partido vuelven a ocultar el tema realmente importante: pensar en la madurez de los creyentes. Hasta ahora, los cristianos españoles hemos estado acostumbrados al apoyo público de nuestras creencias, lo que en muchos casos ha convertido la religión en algo que no debiera ser y ha generado deberes para quienes no compartían las creencias religiosas protegidas y potenciadas por el Estado. Nunca deberíamos los cristianos haber amparado estas actitudes tan poco evangélicas, pero no tiene sentido andar creyendo con la mirada puesta en el pasado: creer debe ser una liberadora experiencia que mira al mañana, una apuesta personal cargada de esperanza. Durante muchos años los cristianos hemos perseguido a los que no piensan como nosotros: puede que eso haya atrofiado de alguna manera nuestra idea de la libertad. Tanto, como para que hoy se pueda decir sin ruborizarse que los católicos españoles son perseguidos o acosados, como para considerar una ofensa a los creyentes que se enseñen en la escuela los valores de la ética pública, los valores de la Constitución, los derechos humanos, los mecanismos de participación política... (Por cierto: hasta ahora el único acoso que conozco es el que determinados católicos que tienen callos en el pecho de tanto golpeárselo practican con los que no piensan como ellos.)

La historia y el presente nos enseñan que la mejor garantía para poder vivir la fe y convivir los diferentes creyentes es que el poder público sea absolutamente neutral con respecto al hecho religioso: la intromisión pública en algo tan sensible como la creencia religiosa necesariamente genera escozores. Francia es el máximo ejemplo de esta neutralidad: cuando hubo que prohibir que las niñas musulmanas fuesen a las escuelas con esa imposición absolutamente machista que es el velo, Chirac prohibió la presencia de todo emblema religioso en los escolares. No sé si esta postura es demasiado extrema, pero es coherente: crea cada uno lo que quiera con el único límite del respeto a los valores que alientan nuestro modo de vida. Desde luego la postura francesa menos peligrosa para la fe que el resurgir religioso de Estados Unidos –ligado a los neocons– que está llevando a las escuelas la teoría creacionista para explicar el origen y evolución del universo: si la estrecha mente de los fundamentalistas se hace con lo público la libertad se resiente y la vida colectiva se idiotiza. Y la fe se desprestiga, convertida en asunto de chamanes y hechiceros.

La fe debe ser una experiencia íntima. Cuanto más íntima más honesta es. Al menos eso pienso yo. Por eso no necesito un estado que apoye mi fe o mis creencias o mis dudas. Yo soy el responsable de mi fe, de mis creencias y de mis dudas. Quiero seguir siendo su único dueño. Y quiero ser el único el responsable de transmitírselas a mis hijos: de igual manera que los llevaré a que aprendan informática o inglés, tendré que preocuparme (yo: ningún maestro, ningún Estado, ningún ministro: sólo yo) de que aprendan la fe que mis padres me enseñaron, llevándolos a los lugares en que esa fe debe enseñarse. Los creyentes no tenemos que exigir un poder público comprometido con una o con diez religiones distintas, porque no es más respetuoso con los creyentes el Estado que llena las aulas de cruces, medias lunas, estrellas de David y orondos Budas.

Me niego a convertirme en un inquisidor a lo islamista que brama cuando alguien escribe, dibuja o fotografía algo que hiere sus sentimientos. Me pareció un gesto absolutamente equilibrado, moderno y coherente el del Obispado de Jaén, mandando, en Semana Santa, la oración de desagravio por las fotografías de Extremadura. Los cristianos ofendidos rezan; los musulmanes ofendidos condenan a muerte. Que no se nos olvide nunca esa diferencia, porque ahí esta parte de lo mejor de nuestra herencia como occidentales, una herencia preciosa a la que me niego a renunciar y sobre la que me niego a discutir: la defensa de los derechos humanos, de la libertad de expresión, de la trilogía de 1789, no admite ni diálogos con fanáticos –vengan de Roma o de La Meca– ni alianza alguna con civilizaciones que siguen mutilando niñas para privarles el derecho del placer sexual. Sencillamente estoy absolutamente convencido de que son éticamente superiores a los de otras cosmovisiones del mundo esos valores que conforman el acervo cultural de Occidente. Y que heredamos del humanismo cristiano, de la Reforma, de la Ilustración, del liberalismo, del socialismo democrático, en una amalgama plural, diversa, rica.

Pero sí exijo un poder público que: 1º) sea absolutamente respetuoso con todas las creencias, poniendo como único límite el escrupuloso respeto a los derechos fundamentales (jamás toleraría la presencia del velo en una escuela pública o la ablación de las niñas por muy sagrado que sea para no sé que bárbaro dios); 2º) ampare y respete la libertad de expresión... pero que en ningún caso subvencione o promocione manifestaciones de esa libertad que atentan contra las creencias de las personas: una cosa es reconocer –y amparar– mi derecho a dibujar caricaturas de Mahoma y otra subvencionarme esas caricaturas. Una cosa es que fulanito haga fotos que puedan ofender a los cristianos y otra muy distinta que la Junta de Extramadura las subvenciones: el que hace las fotos está en su derecho; el que las subvenciona incumple su deber de respetar a todos los ciudadanos.

Los creyentes tenemos que madurar definitivamente. Si hasta ahora no hemos sabido caminar sin el sostén del Estado, ha llegado el momento de comenzar a caminar con las fuerzas de nuestra creencia: ese el máximo síntoma de madurez de la fe. Nuestra fe sólo nos compete a nosotros y desde este convencimiento podremos vivir la fe de manera más honda. Podemos exigir un poder público neutral y respetuoso. Pero no más. Por eso creo que no hay que confundir laicismo con odio a la religión. Se puede ser un convencido de las virtudes que el laicismo tiene para la convivencia entre todas las creencias (comparemos la Francia laica con el Irán confesional) y a la par profundamente religioso: me niego a exigirle a un político que jure sobre la Biblia o delante del crucifijo, pues para la política está la Constitución ("mi reino no es de este mundo"); pero me revolvería contra cualquier poder público que me prohibiera ponerme la túnica morada el Viernes Santo, porque una manifestación pública también puede ser un acto de intimidad: lo que se siente en el corazón no tiene que encerrarse entre cuatro paredes para ser más real. Por eso, la intimidad de votar no puede suponer renunciar a lo que siente el corazón. Y mal que le pese a algunos, el sentimiento es plural: a los talibanes de campanario no les vendría mal un baño del respeto que exigen para sí.

lunes, 7 de mayo de 2007

EL NUEVO NAPOLEÓN Y EL VIAJE DE SARDÁ





Puede que a estas horas los cuarteles generales de la izquierda postmoderna europea estén desolados: el pequeño Nicolás ha arrasado en las elecciones francesas y será el nuevo Presidente de la V República. El político de gesto duro e inteligente, que mezcla a partes iguales moderación y autoritarismo, cinismo y sinceridad, le ha ganado a la glamurosa Sègoléne Royal, la guapa socialista que no ha podido envolverse en el trapo tricolor para, pecho derecho al aire, guiar a las masas –como en el cuadro de Delacroix– en busca de la libertad sin horizontes del tiempo que vivimos. Puede que a estas horas en esos cuarteles generales de la izquierda oficiosa se pregunten qué ha pasado en Francia para consumar una nueva derrota de la izquierda oficial.

En Francia no ha pasado más que lo inevitable: que la izquierda europea se ha desconectado de la realidad. Nicolás Sarkozy ha sabido llegar al corazón real de los franceses. Porque la democracia francesa es, valga la contradicción, una democracia autoritaria. Sègoléne jugó a Cleopatra y los franceses se han quedado con el César. El pequeño Napoleón –el nuevo Napoleón– habló de los grandes conceptos que entusiasman al pueblo francés, ese que en 1968, tras un mes de revolución, acudió a las urnas y votó masivamente a De Gaulle... para luego comenzar a vivir con los principios morales –sobre todo en materia familiar y sexual– de la revolución derrotada. Sarkozy tiene un cinismo a la altura de Francia y la suficiente capacidad como para haber identificado su persona con la V República, el régimen más genuinamente francés que pueden tener los franceses. (Por eso causaron pavor las propuestas de descentralización de Royal o de reforma constitucional para volver a un sistema parlamentario.) Lo que no significa que en Sarkozy no concurran argumentos suficientes como para causar cierta inquietud. Un simple apunte de lo que puede ser: Turquía es fundamental para entender lo que será el futuro del mundo occidental. La negativa rotunda de Sarkozy a negociar nada con el Estado turco –asediado por la marea islámica– puede ser causa de grandes problemas para el futuro de todos nosotros. O atraemos a Turquía o la arrastrará la marea islámica: lean esa espléndida novela que es Nieve, de Orhan Pamuk.

Sarkozy se montó en un caballo blanco para jugar a Napoleón y ha hablado de autoridad, de trabajo, de orgullo nacional. Y obligó a Sègolóne –que no tuvo caballo para jugar a Juana de Arco– a hablar de eso mismo: él montó a caballo, él centró el debate, él ganó las elecciones.

En estas elecciones sólo se ha votado pensando en Sarkozy: a favor suyo, en su contra. Los votos de Royal son votos que se evaporarán: entraron en la urna para contrarrestar la marea bonapartista. Pero están huecos, no hay nada detrás. Detrás de Sarkozy hay una idea de país, una visión del mundo, que puede ser cuestionada porque existe: detrás de Sègolóne una nueva pirueta mitad gaseosa mitad fuego de artificio, otro brindis sin copa que la izquierda hace desde el borde del abismo; en realidad, no hay nada sobre lo que discutir en profundidad.

No se piensen que he llegado a esta conclusión después de sesudas disquisiciones. Ni siquiera he necesitado remover libros de teoría o análisis políticos: anoche durmieron tranquilos estos libros en los estantes de mi despacho. Me bastó con sentarme delante de la televisión y ver el nuevo "programa" de Javier Sardá, que ahora va de viajero. (Si sigue visitando tribus en Iberoamérica tendrá que intervenir la ONU para evitar que contamine aquellas naciones indígenes con la imbecilidad y la maldad que derramó en sus crónicas marcianas durante años aquí, en España.) Que ese y no otro es el cáncer que corroe a la izquierda europea: ha puesto sus “ideas” en el escaparate de los progres de profesión, de los millonarios que cobran por defender cuatro lugares comunes sin sentido y un par de ideas hueras, por vestir “moderno” y cagarse en Dios. El nivel intelectual de la izquierda del momento lo dan los “progres” a lo Sardá: Napoleón se merendó a Sièyes y levantó el arco del triunfo para que los “progres” del momento pasarán por un espacio más amplio que la curva de sus piernas; Sardá, Ramoncín, Boris o Buenafuente no llegan ni al tobillo de Sièyes. Imaginen lo que harán con una izquierda así los nuevos Napoleones.

CODA: La ventaja de los progres españoles es que por estos lares no se aventura un horizonte de caballos blancos porque no hay Napoleón a la vista. Mientras Francia alumbró a Napoleón aquí andábamos en Godoy, Carlos IV y Fernando VII, caterva de tontilocos que mancharon los calzones cuando vieron resplandecer los cascos de Murat por las calles de Madrid. Y ese nivel siguen los que pretenden compararse con el pequeño húngaro: Sarkozy tiene a André Glucksmann; la derecha española tiene a Jiménez Losantos. Eso lo dice todo. Eso aventura larga vida a la propagación de las ¿ideas? de Sardá.

jueves, 3 de mayo de 2007

BREVE REFLEXIÓN SOBRE LA CALUMNIA

Me he resistido siempre a pensar que en los lugares en que debe habitar la caridad –como amor entendida– pueda anidar la calumnia como elemento definidor. Casi estoy convencido de que me equivocaba. Y al darme cuenta de mi error me han venido a la memoria aquellas palabras de Voltaire que leí en mis años de Granada y que decían que tenemos que resolvernos a pagar, en algún instante de nuestra vida, algún tributo a la calumnia. Cuando llega ese instante sólo cabe cumplir con el pago debido, apretando los dientes de rabia. Hay que pagar el tributo de la calumnia porque la calumnia es, a su vez, el tributo de cierta “notoriedad”. Aún cuando la notoriedad haya sido, nuevamente a su vez, el tributo exigido por intentar cumplir con el deber. El deber. Y el silencio. A ellos recurrió George Washington en relación con la calumnia: “Perseverar en el cumplimiento del deber y guardar silencio es la mejor respuesta a la calumnia.” Aunque el silencio roa las tripas.

Bueno, pues guardar silencio antes que calumniar a los que calumnian. “No estimes jamás por conveniente a ti lo que alguna vez te obligará a traicionar la lealtad, a abandonar el pudor, a odiar a alguien, a sospechar, a maldecir, ser hipócrita, a desear algo que necesita paredes y cortinas.” Lo dijo Marco Aurelio. Pero algunos nunca leerán al viejo emperador, para quien era más importante vivir sin perseguir ni huir.

miércoles, 2 de mayo de 2007

EMOCIÓN ESTRENADA

Hay instantes de la vida que nunca se borran. Los instantes que ayer viví, en mi recién estrenada condición de romero de la madrugada, son unos de esos. Sentí una emoción extraña, nueva: era como si algo hubiese estado intacto dentro mi corazón esperando los cohetes que oí a las dos y media de la mañana, mientras me preparaba para subir a Los Buñoleros. En ese momento algo debió producir un cortocircuito dentro de mi porque los latidos del corazón se aceleraron y la sangre subió hasta la punta de mi piel para asomarse a la noche: estaba oscuro fuera pero los cohetes lo anunciaban: íbamos a por la Virgen.

Y en ese momento, cuando esas palabras acudieron a mi cabeza, entendí lo que me pasó: ir a por la Virgen me concedía, de golpe, una herencia espiritual que tenía dormida en el fondo y que ayer despertó. De repente sentí la emoción antigua que tantas madrugadas habrán sentido los que han ido al arroyo del Gavellar para traer a la Virgen a Úbeda. Noches terribles de peregrinación: ayer, traer a la Virgen fue una fiesta, pero en muchas ocasiones los que hayan ido a por la Virgen de Guadalupe habrán sentido una desazón profunda, una angustia, un miedo sólo superado por su fe. ¡Cuántas madrugadas de sequía, de plagas, de temporal, de guerra, de peste, no habrán bajado los ubetenses la cuesta del Gavellar, presurosos, anhelantes, para subir la Virgen a Úbeda y esperar su misericordia! Fue eso lo que me emocionó: que de pronto sentí la esperanza de los que antes que yo habían bajado tantas veces a por la Virgen de Guadalupe. Eso estaba ahí, dormido en el fondo de mi condición de ubetense.

...Y luego, el camino tantas veces andado en medio de la noche. El Padrenuestro rezado delante del cementerio donde descansan tantos que andaron ya nuestros pasos otras madrugadas... y el olivar silencioso, la luna llenando de luz el campo, los cohetes retumbando entre los cerros al bajar la cuesta en medio de una oscuridad poblada de sombras romeras que sorteaban zanjas, ramas, zarzas, para llegar al Gavellar, el olor húmedo del trigo sembrado... La madrugada tiene esa capacidad de llenar el alma de plenitudes. Al menos, mi alma. En las horas que anteceden a la procesión de Jesús me pasa lo mismo y creo que la de ayer completa para mi alma una trilogía de madrugadas: la del Viernes Santo, la de ir a por la Virgen y la de despedir a la Virgen, ya en septiembre.

La última emoción profundamente intensa ayer fue al ver la Virgen salir por la puerta de su santuario, en los hombros del Coronel y de Paco Vargas, los dos llorando como chiquillos. Somos eso, nada más: la emoción de los recuerdos que se guarda en las cosas pequeñas. Lo pensaba de vuelta a Úbeda, bajo la luz hermosísima que ayer tuvo la tarde y que le daba al mundo un aspecto de limpieza y novedad realmente mágico: o los montes eran nuevos o los nuevos eran los ojos con los que yo miraba.

En estas horas grises y lluviosas tengo claro que mientras pueda seguiré siendo romero de la madrugada y volveré a vivir esas emociones, que ya están en lo más luminoso que soy: ir a por la Virgen, junto a Alfonso, Pepe, Adrián, Pepe Navarrete...